Pasiones ocultas en el jardín de las canciones del recuerdo

Tema en 'Relatos Eróticos Peruanos' iniciado por gnussi98, 27 Ago 2023.

    gnussi98

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    Estoy plenamente convencido de que en el transcurso de cada existencia humana, han acontecido efímeros vínculos amorosos. Múltiples de estos romances efímeros han evolucionado hacia manifestaciones más sólidas, culminando en el punto de convergencia en el que nos hallamos en este instante: la esfera de lo carnal, el goce del sexo o la aventura de cachar. Sin embargo, también existen aquellos que apenas rozaron la realidad, encuentros como líneas tangentes en un plano, quizás se tradujeron en una única mirada furtiva, un contacto insignificante o el robo apasionado de un beso. A raíz de esta premisa, deseo plasmar una miscelanea heterogénea de narraciones concisas, que sin duda despertarán el interés del erudito cofrade, ávido de narrativas cautivadoras y nueva inspiración.

    La transformación de Lito

    Era un semestre como cualquier otro en la universidad. Los estudiantes recorrían los pasillos del centro de estudios, lamentando o celebrando distintas epopeyas de la típica vida estudiantil.

    Asi conocí, de mera casualidad, a Angelita, Lita para sus amigos, una chica miraflorina que tenia un cabello castaño lacio y corto. Sus ojos pequeños destilaban la bravura del mar miraflorino y parecían ocultar tormentas de emociones.

    Yo no tenía ganas de reír
    Tú reías para no llorar
    Yo le guiñaba un ojo a mi nariz
    Tú consolabas a tu soledad

    "Se te ha caído el carné de la biblioteca"
    , le dije, mientras le daba el alcance tras de ella. Desde que la vi me atrajo su mirada, su rostro paliducho evocaba una ternura y digamos que cierta excitación que me era difícil describir. Cuando la abordé la primera vez, estaba algo nervioso. Ya habia tenido mucho contacto íntimo con distintas mujeres, pero con ella, simplemente, era distinto. Lita agradeció el detalle, casi con un nudo en la garganta le pregunté qué estudiaba.

    Yo no contaba con muchos amigos en la universidad. Lima no era el tipo de ciudad donde un muchacho oriundo de un pequeño pueblo en la sierra, podria explayarse con facilidad.

    Me encontré con ella varias veces en los pasillos y el comedor, siempre sonreía y me saludaba amablemente. Su rostro era encantador, usaba siempre ropa holgada, no tenia casi atributos físicos sugerentes.

    Una tarde, celebraban las clasicas competencia deportivas entre las distintas facultades. El bullicio me aterraba un poco, "los limeños son bien pendejos", me habia dicho un amigo de mi pueblo. Después de estudiar en la biblioteca con un compañero de clase, a quién conocía desde el primer semestre, este me invitó a beber unas cervezas en el bar, frente a la universidad. "Despues de la interfacultades, las jermitas de letras se emborrachan y quiza podemos hacer algo", me dijo con una sonrisa cachacienta.

    Porque quiso el cielo
    Acariciar el suelo
    Con su gota a gota
    Y con champú de arena
    Para tu melena
    De muñeca rota

    No tenía mucho apuro de ligar con alguien, tenía un crisol de aventuras con mis inquilinas, el lector que desee puede leer aquí los relatos referidos a este tema. Por otro lado, me embargaba cierta curiosidad de explorar nuevas rutas carnales, más allá de los que conocía hasta ese tiempo.

    En el bar los estudiantes celebraban, festejaban y bebían. Otros dos compañeros de aula nos llamaron y compartimos una mesa entre tragos y conversaciones amenas. Al final del día, decidí irme a casa, me excusé con mis compañeros y salí.

    Cuando fui a tomar mi colectivo, observé a Lita, estaba con otros dos estudiantes, parecía que discutían. Ellos se marcharon y la dejaron sola. Me acerqué a ella, note de inmediato que estaba ebria. Me dijo que iba a tomar un taxi a su casa. Le ofrecí llevarla, era fin de semana y no tenia muchos planes.

    En el taxi se puso a llorar, me dijo que no podía llegar así a su casa, por petición de ella, bajamos unas cuadras antes de su destino. Mientras caminamos, me tomó del brazo y me susurró, "¿crees que soy bonita?" Me quedé mirándola un rato, confundido.
    "Eres muy hermosa", repliqué. Ella se echó a llorar de nuevo, "mis amigos me tratan como un hombre", dijo nuevamente. Me contó que jugaba fútbol y no le gustaba usar maquillaje, pero yo seguía viéndola bonita. "Incluso me dicen Lito por molestarme", confesó.

    Yo la abracé, sentía cierto dolor en su alma, ese dolor que yo conocía muy bien. La besé, y ella correspondió. Casi abrazados la llevé a su casa. Estaba más calmada.

    Yo no jugaba para no perder
    Tú hacias trampas para no ganar
    Yo no rezaba para no creer
    Tú no besabas para no soñar

    Días después nos volvimos a ver, quería conversar conmigo. Estaba molesta, sintió que me había aprovechado de ella en su estado. Le di la razón, le ofrecí disculpas. "Siempre pensé que mi primer beso sería diferente", susurró con amargura. No dije nada. "Si tan solo fueras, ya sabes, distinto", agregó. No sabía a que se refería y se lo hice saber. "Ya sabes, menos cholo", me dijo. No respondí nada y me despedí.

    Ese semestre llegó a su fin. Cuando salía de un examen, me la topé, tenía los ojos llorosos. "¿Porqué cuando todo me va mal, me encuentro contigo para peor?", espetó medio furiosa. "¡Ta cojuda!" Pensé. Y sin meditarlo mucho, le respondí: "soy humilde, cholo y todo lo que tu quieras, pero tengo poca tolerancia a la cojudez y las cojudas". Sus ojos se abrieron de par en par, se acercó con furia hacia mi y casi me gritó: "¿qué has dicho?". Sin explicaciones le tomé con fuerza el rostro y la besé con furia. Ella se separó y repetí lo mismo, esta vez ella correspondió al beso, nuestras bocas se quedaron pegadas durante un largo rato. "Chibola cojuda", le dije y me marché. Ella se quedó parada sin saber que hacer.

    Los mismos alfileres de vudú
    El mismo cuento que termina mal

    Algunas veces me la volví a cruzar, nunca me saludó de nuevo. Años después, dejó su carrera y se convirtió en una coach con relativo éxito en Perú. Un dia, husmeando un video suyo, relataba que desde que le dieron su primera muñeca supo que era lesbiana.
     
    Última edición: 27 Ago 2023
    gnussi98, 27 Ago 2023

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    Un último huayno en París

    Esta tarde llueve, como nunca; y no
    tengo ganas de vivir, corazón.

    Oiga parce, deje se ser marica y vámonos a Paris”, me dijo Esteban en el bar.
    Ya me lo había propuesto antes. Era su máxima ilusión conocer la Ciudad de la luz, como él le decía. Yo siempre me negué. La mera mención del nombre despertaba en mí una serie de prejuicios negativos que habían sido alimentados por años de lecturas y estereotipos. “Ahí solo hay negros y moros correteando y viendo que te pueden robar”, le decía. "¿La Ciudad de la Luz?" Para mí, era más bien la ciudad de las ilusiones distorsionadas. Sin embargo, Esteban, con su peculiar forma de persuasión, logró hacerme ceder. Y así nos encontramos en un bus rumbo a París, dos estudiantes con sueños y bolsillos magros.

    El viaje en bus fue una experiencia en sí misma. Las horas se alargaban como si el tiempo hubiera decidido tomar un curso alterno, más lento y caprichoso. Pero al fin llegamos a París, la ciudad que me recibió con susurros de historia y promesas inciertas. Tal cual lo había pensado, Paris estaba atiborrado de turistas queriendo tomarse fotos en todas las posiciones. Los chinos compraban hasta las piedras de Paris. Tuve que hacer de tripas corazón y empezamos la caminata.
    París tiene su encanto, pero para un tipo pueblerino como yo, que vivió la mayor parte de su vida casi a los pies del Solimana y luego con miedo de la gran Lima, no era de mi total agrado. Sin embargo, decidí disfrutar el viaje.

    En mis tiempos de adolescente me habían fascinados los libros de escritores latinoamericanos y había leído sobre el barrio latino, casi todos los escritores latinoamericanos habían descrito más de una aventura por ahí y quería, por primera vez, saber lo que les había impactado.
    Tal cual lo predije, París resultaba una vorágine de negros, árabes, latinos y demás mezclas de almas perdidas caminando cada cual inmerso en sus pensamientos y deseos. Sólo era cuestión de no hacer caso a mis prejuicios y decidí encarecidamente desahuevarme un rato, procedimiento este que había logrado perfeccionar tanto, con los años, que ya ni siquiera necesitaba tomarme un trago o fumarme algún troncho.

    Esta tarde es dulce. Por qué no ha de ser?
    Viste de gracia y pena; viste de mujer.

    Mientras nos perdíamos en las calles parisinas, observamos un grupo de turistas. Quedé de inmediato impactado por una de ellas. “Son checas, parce”, me dijo Esteban. Esos segundos que duró nuestro contacto visual fueron casi eternos para mí. Una de ella, me impactó, era hermosa, su cabello ensortijado de color castaño caía de forma desordenada pero armoniosa por sobre su hombro. Una belleza europea en toda la regla. Su boca perfectamente delineada, sus ojos marrones y su cuerpo esbelto me dejó con más ganas de conocer París.

    Nos habíamos instalado en un motel de mochileros, una habitación amplia con varias literas (o camas camarotes) era nuestro refugio temporal. Casi todos éramos estudiantes, mochileros o aventureros en busca de experiencias en esa ciudad. Esa noche, llegamos tarde a la habitación, tratando de no perturbar el sueño de aquellos que ya descansaban, no queríamos ser puteados por algún achorado. Al día siguiente, Esteban se levantó temprano con la intención de tomar algunas fotos, acordamos encontrarnos más tarde en el bohemio Barrio Latino para desayunar. Mientras tanto, yo permanecía remoloneando en la cama, resistiéndome a levantarme después de la agitada noche anterior.

    Pude notar que no había nadie en la habitación, quizá los mochileros habían salido muy temprano o no todos habían llegado a dormir. De pronto escuché susurros y risitas, y mi sorpresa fue monumental, al identificar la fuente de estos sonidos: las turistas checas que habíamos visto el día anterior. Lentamente cubrí mi rostro con la sábana, pero con un ojo curioso pendiente de lo que podría suceder. Las chicas salieron charlando en un idioma desconocido para mí; solo la turista pelirroja permaneció, envuelta en una toalla, sentada en la otra cama. Traté de no perder detalle mientras ella se levantaba y dejaba caer la toalla al suelo. La excitación y sorpresa parecían estallar en mi cabeza.

    Mis violentas flores negras; y la bárbara
    y enorme pedrada; y el trecho glacial.
    Y pondrá el silencio de su dignidad
    con óleos quemantes el punto final.

    Era una visión de la belleza en su estado más puro, desde la punta de los pies a la punta de sus rizos rojos. Su figura era per-fec-ta, su piel era suave, comprendí de inmediato la razón de tantos desnudos europeos en el arte. Frente a mí se encontraba aquella musa desnuda, los pelitos de su conchita se veían finos, podía decir que eran tan finos como hilos de seda, que hasta transparentaba su pequeña vulva, y hubiera dado lo que fuera por tenerla entre mis manos. Ese momento pareció eterno mientras ella se vestía lentamente, deleitando a un sádico como yo.

    Cuando toda esa vorágine de emociones pasó, salí corriendo a tomar una ducha y encontrarme con Esteban, necesitaba algo de aire además de un sacro santo pajazo. Esteban me vio agitado, sólo le conté que las turistas checas compartían habitación con nosotros. Después de un largo paseo, le dije a Esteban que quería ir al Monparnasse, donde descansaban los restos de nuestro poeta universal César Vallejo. Esteban se excusó, así que decidí ir solo.

    En mi mente recordaba los poemas de Vallejo, que de niño aprendía en la escuela, me imaginé, por un momento, a mí mismo, como una versión moderna de Paco Yunque. Mi fantasía terminó de un porrazo cuando por esas casualidades sin sentido del destino, frente a mi caminaba, sin ningún apuro, la turista de cabello rojo. Llevaba en una mano un libro de Baudelaire. Nuestras miradas se cruzaron por un momento y casi sin pensarlo me acerqué a ella dispuesto a hablarle. No sabía ni que decir. Unas horas antes había visto la hermosura de su cuerpo desnudo frente a mí. Sólo atiné a soltar un estúpido “Hello”, ella respondió al saludo. “Have you come to visit a special person?” (¿has venido a visitar a alguna persona en especial?), agregué, todo acojudado. Ella sonrío y me mostró el libro. Su inglés era perfecto, apenas un pequeño acento imperceptible. Conversamos un poco más, yo estaba muy nervioso. Ella dijo que continuaría su camino, sin saber cómo retenerla a mi lado, le pregunté: “How can I get to see you again?” (¿cómo puedo volver a verte?). Ella sonrío de nuevo, con esa frescura que la caracterizaba, acercó sus labios lentamente a mi rostro que, y lo juro, pude sentir no sólo su aroma, sino también la suavidad de su piel, y me contestó: “I think you've already seen too much this morning.” (creo que ya has visto mucho esta mañana), antes de alejarse y con una sonrisa de complicidad señaló un anillo de compromiso que llevaba en la mano y se despidió sin volver atrás.

    Durante el viaje de retorno a casa, le dije a Esteban: “deberíamos ir la próxima vez a Praga, he leído que tienen buena cerveza y la comida está muy buena y barata por allá”. Esteban me quedó mirando un rato y me dijo “Marica, ¿esa turista te enloqueció, no?”, mientras en mis auriculares, escuchaba una canción de Susana Baca:

    Esta tarde llueve, llueve mucho. ¡Y no
    tengo ganas de vivir, corazón!
     
    Última edición: 5 Mar 2024
    gnussi98, 5 Mar 2024

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    Teniente Pechérres
    En aquella época de estudiante, mi vida transcurría entre la universidad y los cachuelos que me permitían subsistir. No era muy fanático de quedarme quieto; me gustaba mantenerme ocupado, como si el movimiento constante fuera la única manera de acallar el desasosiego que a veces me invadía. Fue así que, tras meses de mucho esfuerzo, compré un auto usado, una carcacha fiel que no solo me daba libertad de movimiento, sino que también me permitía ganar un extra haciendo taxi o colectivo.

    Recuerdo bien aquel fin de semana en el que me levanté temprano, decidido a trabajar a tiempo completo. No recuerdo exactamente para qué necesitaba el dinero, pero sí que salí con el firme propósito de juntar lo más posible. Apenas había dado unas vueltas cuando un tipo mayor me hizo señas desde la vereda. Me detuve y, tras acordar el precio, se sentó en el asiento trasero. Tenía un aire serio pero amable y pronto se puso a conversar. Me contó que era coronel retirado y que su auto estaba en el taller.

    Nuestra primera parada fue en unos edificios residenciales, parecía un barrio ficho .Antes de bajar, me dijo:
    —Espérame aquí, causita.
    Regresó al cabo de unos minutos con un par de cajas, que entre ambos acomodamos en el maletero. Luego, reanudamos el viaje siguiendo sus indicaciones. Después de unos minutos de silencio, me lanzó la propuesta:
    —Causita, ¿quieres ganarte un sencillo?
    Asentí con la cabeza.
    —Necesito hacer algunas diligencias y quiero que me hagas el taxi todo el día.
    Le di un precio alto, esperando un regateo, pero, tras una breve pausa, aceptó sin chistar.
    La siguiente parada fue en una comisaría grande, creo que era San Isidro. Antes de bajarse, me advirtió:
    —Espérame un ratito aquí, ahorita regreso.

    Pasaron varios minutos hasta que volvió a salir, esta vez acompañado de una policía de tránsito. Llevaba el uniforme característico de las fénix, esas agentes que se apostaban en las avenidas y los semáforos de Lima. Desde el retrovisor, la vi aproximarse con un andar firme, esas caderas generosas contoneándose con la presión de un pantalón que parecía a punto de reventar. Me relamí los labios mientras contemplaba su figura. Siempre había fantaseado con una fénix; en los semáforos las observaba de lejos, inalcanzables, apenas un sueño fugaz entre el estrés del tráfico.

    El coronel volvió al auto, dejando a esa hermosura en la comisaría. Retomamos la marcha y seguimos con la rutina: paradas rápidas, entregas y recogidas misteriosas, una coreografía bien ensayada. Hacia el mediodía, llegamos a un centro comercial. Mientras esperaba en el estacionamiento, lo vi regresar. Pero esta vez no venía solo.

    La fénix lo acompañaba, ahora vestida de civil. Llevaba un jean pegadito y ajustado que acentuaba aún más aquellas caderas hipnóticas, como si la tela pidiera clemencia. Subieron al auto y seguimos con el recorrido, con la misma rutina de paradas y diligencias.
    Al final del día, el coronel me pidió que lo llevara a San Isidro. No me sorprendió la dirección: ya había pasado antes por aquel hotel de lujo, un lugar frecuentado por ejecutivos y gringos, quizá turistas.

    Causita, un favor —me dijo al bajar—. Quédate cerca. Voy a hacer un par de asuntos y luego te necesito para una carrera.

    No necesitaba explicarme más. Sabía bien a qué se refería. Lo vi alejarse con la fénix, que caminaba con esa cadencia natural que me había tenido embobado todo el día. No sabía si quedarme esperando, con la curiosidad latiendo en el pecho o irme a mi casa haciéndome el huevón. Al fin y al cabo, con lo que me pagó, había juntado más que suficiente de lo que había estado esperando.

    Decidí finalmente irme al centro comercial. Se estrenaba la película de los Transformers y además tenía tiempo para un paseo. Ya en la noche, un mensaje en mi celular me recordaba el trato que había hecho con el coronel. Me fui en dirección al hotel y le avisé cuando llegué. Mi teléfono sonó y me pidió que subiera a la habitación para ayudarlo con unas cosas.

    Entré al hotel con cierta curiosidad y un poco de temor. Junto a la recepcionista estaba otro tipo que ni me miró. Le dije el número de la habitación y me indicó que subiera por el ascensor. Ya en la puerta, toqué dos veces y el coronel abrió. Estaba sin camisa y con el pantalón desabrochado. En la mesa había varias botellas de licor y un plato con líneas de polvo blanco. Sin embargo, lo que realmente me dejó helado fue verla a ella, la fénix, completamente desnuda sobre la cama, con su figura perfecta recortada contra la penumbra de la habitación. Sus caderas hermosas opacaban el resto de mi visión. Una arrechura recorrió mi cuerpo, en esa posición las caderas parecían haberle crecido aún más.

    El coronel notó mi desconcierto y, sin inmutarse, soltó:
    —Si quieres, tírate un polvito. A esta huevona le gusta la pinga como el azúcar.
    Me quedé mudo, sus palabras me dejaron aún más huevón de lo que ya estaba. Apenas atiné a responder, medio acojudado y temeroso:
    —No, gracias, mi coronel.
    Luego me entregó una mochila y una caja pequeña.
    —Bájalas al carro. Yo ya bajo.
    Seguidamente se sentó en la silla y tomó el plato de la mesa y de la manera más natural, esnifó las líneas blancas que segundos antes había visto en ese plato, luego agarró un vaso y dio un sorbo.
    —La coca combina más rico con su whiskacho, dijo y soltó una carcajada.

    Salí de la habitación con la mente revuelta. Lo esperé en el auto, recordando las palabas de un tío mio: nunca confíes en los tombos ni en los cachacos, te pueden hacer la cagada cuando menos lo esperes, solía decir.

    El coronel salió y nos enrumbamos, su mirada ya no era la misma. Estaba desencajado, con un aire agresivo. Al llegar, me miró de frente.

    —Causita, un último favor. Llévate a esa huevona a su casa. Te pago la carrera.
    Me tendió una llave y un billete de cien soles. Era la llave de la habitación. Chapé el billete de inmediato, no se si por curiosidad de volver a ver el cuerpazo rico de la fénix o simplemente por ambición.

    Cuando llegué al hotel ya no estaba la recepcionista del principio, sino su compañero, me miro, casi con asco y me ordenó que me apurara.

    Cuando llegué a la habitación, toqué la puerta un par de veces, pero nadie respondió. Dudé por un instante antes de deslizar la llave en la cerradura. Sentía las piernas pesadas, como si una presencia invisible me advirtiese. Algo estaba a punto de pasar, lo presentía.

    Empujé la puerta y entré. La fénix seguía en la cama desnuda, apenas se había movido. Sus caderas parecían que me invitaran a un arrebato de penetración desmedida. Mi pinga volvió a ponerse dura y sentía un leve dolor por el roce con el pantalón. Su respiración era tranquila, profunda. En la mesa, había varias botellas vacías, junto a algunos sobrecitos de papel vacíos. Bajé la mirada y, en el suelo, un pedazo de tela negra llamó mi atención. Me agaché y lo recogí con cuidado. Era una prenda interior diminuta, una tanguita. Seguramente de la fénix, pensé. La acerqué a mi rostro. Un perfume sutil, dulce y embriagador, se quedó suspendido en el aire.
    Seguí caminando hacia la cama, atontado con semejante hembrón.

    Por un momento reaccioné. ¿Y si todo era una trampa? ¿Una jugarreta pendeja? La idea me atravesó como un escalofrío.
    Si la policía llegaba, podrían acusarme de cualquier cosa: borracho, coquero, hasta de violín. No valía la pena arriesgarme. Pero las palabras del coronel seguían resonando en mi cabeza: "Le gusta la pinga como el azúcar."

    Me quedé inmóvil, observando sus caderas desnudas con el corazón latiéndome en la garganta. De pronto, la fénix hizo un ruido leve y se giró, quedando boca arriba. Me quedé impávido. Su piel tersa, su conchita completamente depilada y sus tetas medianas y firmes, con sus pezones apuntando al techo. Mis pensamientos estallaban en una confusión de deseo y precaución. Sentía los pies anclados al suelo. Asomé mi nariz hacia su cuerpo, exhale todo lo que pude a centímetros de su conchita, pero sin tocarla.

    Me obligué a reaccionar. Me giré, dándole la espalda, y pronuncié con la voz firme, aunque con temor:
    —Señorita, vengo de parte del coronel para llevarla a su casa.
    Silencio.
    Alcé la voz otra vez. La fénix emitió un sonido leve, como desperezándose. Luego, sin inmutarse, se incorporó, señaló una silla y me ordenó:
    —Pásame mi ropa.
    Obedecí sin dudar.
    Sentí un nudo en la garganta.
    —¿Eso que tienes en la mano es mío, no? —preguntó con absoluta calma.
    Bajé la mirada y noté que aún sostenía la tanguita en mi mano. Un escalofrío me recorrió la espalda.
    —Perdón, señorita… —balbuceé, sintiendo la garganta seca.
    Soy la teniente Pechérres —corrigió con un tono firme y pausado—. Puedes quedártelo si quieres.
    Me quedé congelado un instante. No supe si lo dijo con burla o desinterés, pero mi cuerpo reaccionó antes que mi mente: casi sin pensarlo, guardé la prenda en mi bolsillo.
    —Llévate esa mochila y esa caja al auto —ordenó con frialdad.
    Sí, sí, señorita... perdón, mi teniente —respondí, sintiendo el peso de sus palabras.

    Tomé las cosas sin hacer preguntas. Mientras recogía el encargo, ella se puso de pie, con la ropa en la mano, y caminó desnuda frente a mí con total naturalidad hacia el baño. No se molestó en cubrirse. La luz del cuarto perfilaba su figura contra la puerta entreabierta. Por un momento quise hacerla mía en ese instante, mis pensamientos y sobre todo mi pinga parecían estallar.

    Tragué saliva y bajé de inmediato. El aire de la noche me devolvió un poco el aliento cuando llegué al auto. Cargué la mochila y la caja en el asiento trasero y me quedé unos segundos con las manos en el volante, intentando ordenar mis pensamientos.
    Pasaron varios minutos antes de que la fénix apareciera. Ahora vestida, con un perfume que invadió mi carcochita en cuanto cerró la puerta.
    —Vamos —dijo simplemente.
    Encendí el motor y arrancamos.

    Nos dirigimos en silencio. Solo el sonido ocasional del motor y su voz baja conversando por teléfono rompían la quietud del trayecto. Casi ni hablamos durante el trayecto. Yo, por mi parte, mantenía la vista al volante, intentando ordenar todo lo que había pasado en las últimas horas.

    Al llegar, vi que eran edificios residenciales, las calles estaban casi vacías a esa hora de la noche. Solo una sombra a lo lejos se movía.
    Déjame aquí —dijo de pronto—. Mi marido me está esperando.
    La observé de reojo mientras descendía. Se acercó a un hombre mayor, que la recibió con un beso en la boca, como si nada de lo que había pasado minutos antes existiera.

    Págale ochenta soles al muchacho —ordenó con la misma indiferencia con la que me había hablado toda la noche.
    El tipo me lanzó una mirada de pocos amigos y me extendió un billete de cien soles. Mientras sacaba el vuelto, la fénix me miró fugazmente y dijo:
    Quédese con el vuelto, joven. Me ha ayudado mucho hoy.
    Gracias, mi teniente —respondí casi en automático, sintiendo la garganta seca.
    Subí de inmediato a mi auto y arranqué sin mirar atrás.

    Con el corazón aún latiéndome en la garganta, paré en un grifo y pedí una Coca-Cola helada. Tomé un largo sorbo, intentando calmarme, pero la sensación de extrañeza no se iba.
    Ya dentro de mi carcochita, saqué la tanguita de mi bolsillo. La miré unos segundos y la acerqué a mi rostro. Exhalé con fuerza, tratando de captar su perfume una vez más, como si así pudiera entender algo de lo que acababa de vivir.
    Encendí la radio.
    Something's got me reelin'
    Stopped me from believin'
    Turn me around again
    Said that we can do it
    You know I wanna do it again...
    Sonreí con amargura. Algunas noches simplemente estaban destinadas a quedarse en la memoria para siempre.
     
    Última edición: 6 Feb 2025
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