Encontre muy interesante esta revista, la consigo en Metro, buenos articulos, aqui uno para empezar, lo malo es que llegan desfasados, este es del 2007. La Atlántida: el mundo ideal Para Platón, el gran filósofo griego del siglo V a.C., el origen de la civilización se encontraba en una isla remota, cuyos habitantes habían encontrado el secreto del buen gobierno, de la riqueza y de la felicidad Según Platón, la Atlántida, una isla remota y fantástica, constituía un mundo ideal en el que reinaba un gobierno justo. La leyenda de la Atlántida ha perdurado a lo largo de los siglos como ejemplo de un mundo ideal y utópico, que muchos soñadores de todos los tiempos se han empecinado en alcanzar. Incluso el ideólogo del nazismo, Alfred Rosenberg, la identificó con la fabulosa isla de Tule y la consideró la patria originaria de la raza aria. Pero el artífice del mito de la Atlántida fue Platón, concretamente en los diálogos que escribió en las postrimerías de su vida, Timeo y Critias. En esta última obra, Sócrates describe a un grupo de contertulios la que él considera la mejor organización política posible de una polis, una ciudad-estado. Ésta recibe el nombre de Calípolis y difiere del modelo democrático que había defendido Pericles, el gran estadista ateniense del siglo anterior. Entonces los interlocutores le relatan a Sócrates una historia verdadera que uno de ellos, Critias, ha escuchado del legislador ateniense Solón; a éste le había llegado, a su vez, de la boca de sacerdotes egipcios. Se trata de la historia de la mítica Atlántida, un imperio occidental que se quiso hacer con el control de Europa, África y Asia pero que fue combatido por Atenas. Afirma Critias en el diálogo que los atlantes «poseían tan gran cantidad de riquezas como nunca tuvo antes una dinastía de reyes ni es fácil que llegue a tener en el futuro y estaban provistos de todo lo que era necesario proveerse en la ciudad y en el resto del país». La Atlántida estaba situada en un archipiélago al oeste de las Columnas de Hércules, que era como los griegos nombraban al peñón de Gibraltar y al monte Hacho, en Ceuta. La Atlántida era más extensa que Asia y África juntas, y la isla estaba gobernada por una confederación de reyes que extendía su imperio por el África occidental hasta Egipto y por Europa hasta Italia. Las leyes y las normas de la Atlántida las había dictado Poseidón,y estaban escritas en una columna que se encontraba en el templo del dios en la ciudad real. Pero ¿creía realmente Platón en la existencia de esta isla ideal? Sea como fuere, la fantástica historia ha alimentado durante siglos la imaginación de los hombres y ha servido a soñadores, mistificadores y ocultistas para justificar todo tipo de teorías.
Encontre muy interesante esta revista, la consigo en Metro, buenos articulos, aqui uno para empezar, lo malo es que llegan desfasados, este es del 2007. La Atlántida: el mundo ideal Para Platón, el gran filósofo griego del siglo V a.C., el origen de la civilización se encontraba en una isla remota, cuyos habitantes habían encontrado el secreto del buen gobierno, de la riqueza y de la felicidad Según Platón, la Atlántida, una isla remota y fantástica, constituía un mundo ideal en el que reinaba un gobierno justo. La leyenda de la Atlántida ha perdurado a lo largo de los siglos como ejemplo de un mundo ideal y utópico, que muchos soñadores de todos los tiempos se han empecinado en alcanzar. Incluso el ideólogo del nazismo, Alfred Rosenberg, la identificó con la fabulosa isla de Tule y la consideró la patria originaria de la raza aria. Pero el artífice del mito de la Atlántida fue Platón, concretamente en los diálogos que escribió en las postrimerías de su vida, Timeo y Critias. En esta última obra, Sócrates describe a un grupo de contertulios la que él considera la mejor organización política posible de una polis, una ciudad-estado. Ésta recibe el nombre de Calípolis y difiere del modelo democrático que había defendido Pericles, el gran estadista ateniense del siglo anterior. Entonces los interlocutores le relatan a Sócrates una historia verdadera que uno de ellos, Critias, ha escuchado del legislador ateniense Solón; a éste le había llegado, a su vez, de la boca de sacerdotes egipcios. Se trata de la historia de la mítica Atlántida, un imperio occidental que se quiso hacer con el control de Europa, África y Asia pero que fue combatido por Atenas. Afirma Critias en el diálogo que los atlantes «poseían tan gran cantidad de riquezas como nunca tuvo antes una dinastía de reyes ni es fácil que llegue a tener en el futuro y estaban provistos de todo lo que era necesario proveerse en la ciudad y en el resto del país». La Atlántida estaba situada en un archipiélago al oeste de las Columnas de Hércules, que era como los griegos nombraban al peñón de Gibraltar y al monte Hacho, en Ceuta. La Atlántida era más extensa que Asia y África juntas, y la isla estaba gobernada por una confederación de reyes que extendía su imperio por el África occidental hasta Egipto y por Europa hasta Italia. Las leyes y las normas de la Atlántida las había dictado Poseidón,y estaban escritas en una columna que se encontraba en el templo del dios en la ciudad real. Pero ¿creía realmente Platón en la existencia de esta isla ideal? Sea como fuere, la fantástica historia ha alimentado durante siglos la imaginación de los hombres y ha servido a soñadores, mistificadores y ocultistas para justificar todo tipo de teorías.
Los celtas en Hispania La historia de los celtas de la península Ibérica hunde sus raíces en la lejana Edad del Bronce, y su legado se mantuvo vivo hasta mucho después de que los romanos conquistasen su territorio. Los celtas dejaron una fuerte impronta en las civilizaciones posteriores de la Península Ibérica, sobre todo desde el punto de vista étnico, cultural y lingüístico. Constituían unas élites guerreras que ejercían el predominio sociopolítico, como lo demuestran diversos hallazgos como los ajuares funerarios con armas o los castros fortificados. A través de la tradición oral también hermos heredado topónimos terminados en –briga (término celta que significa fortaleza o altura) o con el sufijo seg– (que significa victoria). Tradicionalmente se ha recurrido al discurso de las invasiones procedentes del centro de Europa o de las Galias para explicar el fenómeno celta en la Península Ibérica. Pero la realidad podría ser bastante más compleja, ya que estos esquemas marginan la importancia que pudieran tener las poblaciones indígenas ya existentes dentro de ese mismo territorio y la interacción con los pueblos migradores. Uno de los testimonios que certifican la presencia de los celtas en la península pertenece a Heródoto y corresponde a mediados del siglo V a.C. El historiador griego se refiere a los celtas como uno de los pueblos más occidentales de Europa. Sin embargo, el más antiguo testimonio en lengua celta apareció en Huelva en un grafito griego de principios del siglo VI a.C., donde aparece el nombre de Niethoi, probablemente relacionado con el dios irlandés de la guerra Neit. Como ha señalado Almagro Gorbea, la cultura del Vaso Campaniforme —que data del tercer milenio— pudo haber promovido un intercambio de contactos entre pueblos de la Europa Central y Occidental, de la misma manera que sucedió en el interior de la Península al entrar en contacto los celtas con tartesios e iberos. El pueblo celta más antiguo de la Península sería el atlántico, cuya lengua principal se ha denominado lusitano. Altares rupestres de estos poblados se han hallado en Ulaca en Ávila o en Peñalba de Villastar en Teruel. A partir del primer milenio estas gentes comenzaron a habitar en castros o poblados fortificados, un tipo de hábitat de escasa organización social, cada uno de los cuales contaba con su divinidad protectora y conservaba la explotación colectiva de las tierras. Los celtíberos —expresión acuñada por los autores grecorromanos— constituían el grupo más representativo y poderoso de los celtas peninsulares. Poseían una lengua más antigua que otras europeas como el galo o el goidélico de Irlanda. En un primer periodo (600-450 a.C.) construyeron castros fortificados de pequeñas dimensiones, mientras que en una segunda etapa (450-225/200 a.C.) ocuparon mayor extensión y se situaron en zonas como la ribera derecha del valle medio del Ebro. Formaban unas sociedades guerreras que conocían bien las armas de hierro, pero cuyo proceso de expansión fue frustrado por la conquista romana.
Los celtas en Hispania La historia de los celtas de la península Ibérica hunde sus raíces en la lejana Edad del Bronce, y su legado se mantuvo vivo hasta mucho después de que los romanos conquistasen su territorio. Los celtas dejaron una fuerte impronta en las civilizaciones posteriores de la Península Ibérica, sobre todo desde el punto de vista étnico, cultural y lingüístico. Constituían unas élites guerreras que ejercían el predominio sociopolítico, como lo demuestran diversos hallazgos como los ajuares funerarios con armas o los castros fortificados. A través de la tradición oral también hermos heredado topónimos terminados en –briga (término celta que significa fortaleza o altura) o con el sufijo seg– (que significa victoria). Tradicionalmente se ha recurrido al discurso de las invasiones procedentes del centro de Europa o de las Galias para explicar el fenómeno celta en la Península Ibérica. Pero la realidad podría ser bastante más compleja, ya que estos esquemas marginan la importancia que pudieran tener las poblaciones indígenas ya existentes dentro de ese mismo territorio y la interacción con los pueblos migradores. Uno de los testimonios que certifican la presencia de los celtas en la península pertenece a Heródoto y corresponde a mediados del siglo V a.C. El historiador griego se refiere a los celtas como uno de los pueblos más occidentales de Europa. Sin embargo, el más antiguo testimonio en lengua celta apareció en Huelva en un grafito griego de principios del siglo VI a.C., donde aparece el nombre de Niethoi, probablemente relacionado con el dios irlandés de la guerra Neit. Como ha señalado Almagro Gorbea, la cultura del Vaso Campaniforme —que data del tercer milenio— pudo haber promovido un intercambio de contactos entre pueblos de la Europa Central y Occidental, de la misma manera que sucedió en el interior de la Península al entrar en contacto los celtas con tartesios e iberos. El pueblo celta más antiguo de la Península sería el atlántico, cuya lengua principal se ha denominado lusitano. Altares rupestres de estos poblados se han hallado en Ulaca en Ávila o en Peñalba de Villastar en Teruel. A partir del primer milenio estas gentes comenzaron a habitar en castros o poblados fortificados, un tipo de hábitat de escasa organización social, cada uno de los cuales contaba con su divinidad protectora y conservaba la explotación colectiva de las tierras. Los celtíberos —expresión acuñada por los autores grecorromanos— constituían el grupo más representativo y poderoso de los celtas peninsulares. Poseían una lengua más antigua que otras europeas como el galo o el goidélico de Irlanda. En un primer periodo (600-450 a.C.) construyeron castros fortificados de pequeñas dimensiones, mientras que en una segunda etapa (450-225/200 a.C.) ocuparon mayor extensión y se situaron en zonas como la ribera derecha del valle medio del Ebro. Formaban unas sociedades guerreras que conocían bien las armas de hierro, pero cuyo proceso de expansión fue frustrado por la conquista romana.
La caza de brujas En la Edad Moderna teólogos y juristas forjaron la imagen de las brujas: seres poseídos por el diablo que participaban en el sabbat, un ritual satánico que sólo existió en la imaginación de sus perseguidores. A pesar de que la brujería había existido durante años, fue a partir de mediados del siglo XV cuando se inició una cruenta «caza de brujas», esto es, la eliminación de un nuevo tipo de herejes supuestamente aliados con el diablo. De hecho, la persecución de hechiceras y brujas —eran sobre todo mujeres— coincidió con un momento de división y crisis religiosa especialmente delicado para la Europa cristiana. La mayoría de quienes fueron juzgados y condenados —muchas veces con la pena de muerte— no había cometido ningún delito demostrable, más bien se trataba de un crimen fundamentalmente imaginario. Los tribunales del Santo Oficio de la Inquisición española fueron uno de los más implacables perseguidores de brujas de toda Europa, especialmente a finales del siglo XV y principios del XVI. Pero no tardaron en alzarse voces críticas entre sus filas, hasta el punto que en 1526 se organizó en Granada un encuentro de juristas con el fin de discutir acerca de la autenticidad de los actos atribuidos a las supuestas brujas. Llegaron a la conclusión de que muchas acusadas de brujería habían sido previamente torturadas por jueces seglares. Sin embargo, también fueron habituales los procesos y condenas por brujería que se produjeron de forma clandestina, al margen de la ley. Es el caso de los «estatutos de desaforamiento», aprobados en Aragón durante la Edad Moderna y que actuaban por encima de la ley. La brujería fue, en resumidas cuentas, el chivo expiatorio al que una comunidad atribuyó desgracias tales como la muerte, la enfermedad, la impotencia o las malas cosechas. La creencia en las brujas ya venía de lejos. En El asno de oro de Apuleyo, por ejemplo, una hechicera dedicada a las artes ocultas se convertía en búho y salía volando por la ventana después de aplicarse ciertos ungüentos. Pero al llegar a finales de la Edad Media, todos eses seres fantásticos que había circulado en el imaginario de las personas se encarnaron en la forma de mujeres que podían cruzar el cielo porlas noches montadas a lomos de distintos animales, ramas de árboles y escobas, para reunirse con el demonio y tramar todo tipo de maldades. Las descripciones del aquelarre fueron abundantes y diversas dependiendo de la zona geográfica. Una de las tradiciones más completas e impactantes aparece en las descripciones del aquelarre vasco-navarro, y cuyos testimonios fueron recogidos en el célebre proceso de las brujas de Zugarramurdi, que tuvo lugar en la localidad navarra de mismo nombre.
La caza de brujas En la Edad Moderna teólogos y juristas forjaron la imagen de las brujas: seres poseídos por el diablo que participaban en el sabbat, un ritual satánico que sólo existió en la imaginación de sus perseguidores. A pesar de que la brujería había existido durante años, fue a partir de mediados del siglo XV cuando se inició una cruenta «caza de brujas», esto es, la eliminación de un nuevo tipo de herejes supuestamente aliados con el diablo. De hecho, la persecución de hechiceras y brujas —eran sobre todo mujeres— coincidió con un momento de división y crisis religiosa especialmente delicado para la Europa cristiana. La mayoría de quienes fueron juzgados y condenados —muchas veces con la pena de muerte— no había cometido ningún delito demostrable, más bien se trataba de un crimen fundamentalmente imaginario. Los tribunales del Santo Oficio de la Inquisición española fueron uno de los más implacables perseguidores de brujas de toda Europa, especialmente a finales del siglo XV y principios del XVI. Pero no tardaron en alzarse voces críticas entre sus filas, hasta el punto que en 1526 se organizó en Granada un encuentro de juristas con el fin de discutir acerca de la autenticidad de los actos atribuidos a las supuestas brujas. Llegaron a la conclusión de que muchas acusadas de brujería habían sido previamente torturadas por jueces seglares. Sin embargo, también fueron habituales los procesos y condenas por brujería que se produjeron de forma clandestina, al margen de la ley. Es el caso de los «estatutos de desaforamiento», aprobados en Aragón durante la Edad Moderna y que actuaban por encima de la ley. La brujería fue, en resumidas cuentas, el chivo expiatorio al que una comunidad atribuyó desgracias tales como la muerte, la enfermedad, la impotencia o las malas cosechas. La creencia en las brujas ya venía de lejos. En El asno de oro de Apuleyo, por ejemplo, una hechicera dedicada a las artes ocultas se convertía en búho y salía volando por la ventana después de aplicarse ciertos ungüentos. Pero al llegar a finales de la Edad Media, todos eses seres fantásticos que había circulado en el imaginario de las personas se encarnaron en la forma de mujeres que podían cruzar el cielo porlas noches montadas a lomos de distintos animales, ramas de árboles y escobas, para reunirse con el demonio y tramar todo tipo de maldades. Las descripciones del aquelarre fueron abundantes y diversas dependiendo de la zona geográfica. Una de las tradiciones más completas e impactantes aparece en las descripciones del aquelarre vasco-navarro, y cuyos testimonios fueron recogidos en el célebre proceso de las brujas de Zugarramurdi, que tuvo lugar en la localidad navarra de mismo nombre.
Los templarios en Tierra Santa Los caballeros del Temple encarnaron por excelencia el espíritu que animó las cruzadas a Tierra Santa. Monjes ascéticos, guerreros implacables, grandes señores feudales y también banqueros: los templarios llegaron a ser todo esto a la vez durante los dos siglos que duró su presencia en Palestina. Dueños de una poderosa red de fortalezas, estuvieron presentes en Oriente hasta la caída de Acre, el último bastión de los cruzados. ¿Fueron los templarios unos guerreros soberbios, sedientos de riqueza y poder? ¿O más bien unos caballeros modélicos que se dedicaron al servicio y defensa de los peregrinos cristianos en Tierra Santa? Las fábulas y leyendas en torno a los templarios han dificultado el estudio de la Orden del Temple. Todo comenzó en 1095, cuando el papa Urbano II proclamó la Primera Cruzada, un llamamiento a los fieles cristianos para que tomaran las armas y liberaran Jerusalén del Islam. Así, en 1120, después de varios años de revuelta en Jerusalén, Hugo de Payns fundó —junto a ocho caballeros— la Orden del Temple. Balduino II, rey cristiano de Jerusalén, colocó bajo su protección a la Orden, cuyos nueve miembros estaban dispuestos a dar su vida para la defensa de los peregrinos. Los componentes de la Orden —con Hugo de Payns como primer maestre— pertenecían a la baja nobleza y eran señores de pequeños dominios. Lo que les caracterizaba más bien tenía que ver con los ideales: se comprometieron a llevar una vida monacal y prometieron al rey y el patriarca de Jerusalén cumplir los votos de pobreza, castidad y obediencia, además de entregarse por completo a la autoridad del papa. Pronto se convirtieron en la principal Orden de toda la cristiandad. Su primer batalla, en 1129, en la ciudad musulmana de Damasco, fue un rotundo fracaso, pero durante la Segunda Cruzada (1147-1149) ya destacaban con las armas, y el rey Luis VII de Francia les encargó el adiestramiento militar de su ejército. A mediados del siglo XII ya estaban asentados en Tierra Santa y su fortaleza en el combate creció paralela a la arrogancia y soberbia de algunos miembros de la Orden. Esta actitud intrépida provocó varias bajas, ya que además tenían prohibido retirarse o rendirse en medio de un combate. El caudillo musulmán Saladino puso contra las cuerdas al Temple. En la batalla conocida como “los Cuernos de Hattin” —un paraje dominado por dos cerros— los templarios sufrieron un duro revés: murieron 230 de los 250 caballeros que participaron en ella. El viernes 2 de octubre de 1187 Saladino entró victorioso y triunfante en Jerusalén. No obstante, a principios del siglo XIII la boyante economía europea permitió que el Temple se reforzase de nuevo. Tomaron cierta posesión de Tierra Santa durante unos años hasta que de nuevo, en la batalla de La Forbie perecieron 267 templarios —sólo se salvaron 33—. Fue el principio del fin de la presencia cristiana en Tierra Santa.
Los templarios en Tierra Santa Los caballeros del Temple encarnaron por excelencia el espíritu que animó las cruzadas a Tierra Santa. Monjes ascéticos, guerreros implacables, grandes señores feudales y también banqueros: los templarios llegaron a ser todo esto a la vez durante los dos siglos que duró su presencia en Palestina. Dueños de una poderosa red de fortalezas, estuvieron presentes en Oriente hasta la caída de Acre, el último bastión de los cruzados. ¿Fueron los templarios unos guerreros soberbios, sedientos de riqueza y poder? ¿O más bien unos caballeros modélicos que se dedicaron al servicio y defensa de los peregrinos cristianos en Tierra Santa? Las fábulas y leyendas en torno a los templarios han dificultado el estudio de la Orden del Temple. Todo comenzó en 1095, cuando el papa Urbano II proclamó la Primera Cruzada, un llamamiento a los fieles cristianos para que tomaran las armas y liberaran Jerusalén del Islam. Así, en 1120, después de varios años de revuelta en Jerusalén, Hugo de Payns fundó —junto a ocho caballeros— la Orden del Temple. Balduino II, rey cristiano de Jerusalén, colocó bajo su protección a la Orden, cuyos nueve miembros estaban dispuestos a dar su vida para la defensa de los peregrinos. Los componentes de la Orden —con Hugo de Payns como primer maestre— pertenecían a la baja nobleza y eran señores de pequeños dominios. Lo que les caracterizaba más bien tenía que ver con los ideales: se comprometieron a llevar una vida monacal y prometieron al rey y el patriarca de Jerusalén cumplir los votos de pobreza, castidad y obediencia, además de entregarse por completo a la autoridad del papa. Pronto se convirtieron en la principal Orden de toda la cristiandad. Su primer batalla, en 1129, en la ciudad musulmana de Damasco, fue un rotundo fracaso, pero durante la Segunda Cruzada (1147-1149) ya destacaban con las armas, y el rey Luis VII de Francia les encargó el adiestramiento militar de su ejército. A mediados del siglo XII ya estaban asentados en Tierra Santa y su fortaleza en el combate creció paralela a la arrogancia y soberbia de algunos miembros de la Orden. Esta actitud intrépida provocó varias bajas, ya que además tenían prohibido retirarse o rendirse en medio de un combate. El caudillo musulmán Saladino puso contra las cuerdas al Temple. En la batalla conocida como “los Cuernos de Hattin” —un paraje dominado por dos cerros— los templarios sufrieron un duro revés: murieron 230 de los 250 caballeros que participaron en ella. El viernes 2 de octubre de 1187 Saladino entró victorioso y triunfante en Jerusalén. No obstante, a principios del siglo XIII la boyante economía europea permitió que el Temple se reforzase de nuevo. Tomaron cierta posesión de Tierra Santa durante unos años hasta que de nuevo, en la batalla de La Forbie perecieron 267 templarios —sólo se salvaron 33—. Fue el principio del fin de la presencia cristiana en Tierra Santa.
Marco Antonio, de soldado a triunviro Durante largos años fue un fiel aliado de César en su lucha por el poder. A la muerte del dictador, muchos creyeron que se convertiría en el nuevo hombre fuerte de Roma, pero Augusto lo impidió. Marco Antonio es sobre todo conocido por su política en Oriente y su relación con Cleopatra, pero ¿cómo fueron los inicios de su carrera política? Nació como el mayor de tres hermanos hacia el año 82-83 a.C. en el seno de una de las más renombradas familias de la nobleza plebeya de Roma. Su abuelo, Marco Antonio Orador, fue el orador más notable de su tiempo. El padre de Marco Antonio, Marco Antonio Crético, fue pretor en el año 74 a.C. y fue derrotado por los cretenses. La madre, Julia Antonia, pertenecía a la familia de los Julios Césares, además era prima lejana del famoso Cayo Julio César. Marco Antonio pasó los años de su adolescencia vagando con sus hermanos y amigos por las calles de Roma, llevando una vida rebelde y contrayendo diversas deudas. Alrededor del año 58 a.C. partió hacia Grecia para estudiar retórica, algo muy común entre los jóvenes aristócratas romanos. En el 57 a.C. emprendió su carrera militar como jefe de la caballería del ejército de Aulo Gabinio, enviado a Siria para reprimir una revuelta de los judíos. Marco Antonio destacó en diversas acciones y recibió sus primeras condecoraciones militares. Pocos años después pasó a engrosar las filas del partido cesariano: en el 52 a.C. fue nombrado cuestor y en el 50 a.C. augur. Cuando estaba a punto de estallar la guerra civil, Antonio huyó junto a César, que desoyó al Senado al decidir cruzar el Rubicón, invadiendo una Italia casi sin tropas leales a la República. En un primer momento, César le encomendó a Marco Antonio la importantísima tarea de salvaguardar Italia, y posteriormente lo requirió para que le enviase refuerzos a Grecia, donde intentaba eliminar a Pompeyo y al Senado. César fue nombrado dictador en el 48 a.C., y Marco Antonio pasó a ser el segundo en el gobierno. A pesar de las críticas y los chismes sobre la vida privada de Antonio, César siempre se fió de éste más que de ningún otro. La conspiración del Senado se cernió sobre César, que fue apuñalado a los pies de la estatua de Pompeyo el 15 de marzo del 44 a.C. Tras el asesinato, Antonio mantuvo con el Senado una actitud conciliadora. El día 20 realizó el elogio funerario del dictador y consiguió poner a la muchedumbre en contra de los Libertadores, que huyeron de Roma. Antonio se apoderó de la provincia de Macedonia, y con ella un potente ejército que había reunido César anteriormente. Cuando regresó a Roma en mayo un nuevo líder discutía su liderazgo en el partido cesariano: Cayo Octavio Turino —posteriormente Cayo Julio César Octaviano—, un eminente y ambicioso cesariano que se convertiría en el principal rival de Marco Antonio en el poder.
Marco Antonio, de soldado a triunviro Durante largos años fue un fiel aliado de César en su lucha por el poder. A la muerte del dictador, muchos creyeron que se convertiría en el nuevo hombre fuerte de Roma, pero Augusto lo impidió. Marco Antonio es sobre todo conocido por su política en Oriente y su relación con Cleopatra, pero ¿cómo fueron los inicios de su carrera política? Nació como el mayor de tres hermanos hacia el año 82-83 a.C. en el seno de una de las más renombradas familias de la nobleza plebeya de Roma. Su abuelo, Marco Antonio Orador, fue el orador más notable de su tiempo. El padre de Marco Antonio, Marco Antonio Crético, fue pretor en el año 74 a.C. y fue derrotado por los cretenses. La madre, Julia Antonia, pertenecía a la familia de los Julios Césares, además era prima lejana del famoso Cayo Julio César. Marco Antonio pasó los años de su adolescencia vagando con sus hermanos y amigos por las calles de Roma, llevando una vida rebelde y contrayendo diversas deudas. Alrededor del año 58 a.C. partió hacia Grecia para estudiar retórica, algo muy común entre los jóvenes aristócratas romanos. En el 57 a.C. emprendió su carrera militar como jefe de la caballería del ejército de Aulo Gabinio, enviado a Siria para reprimir una revuelta de los judíos. Marco Antonio destacó en diversas acciones y recibió sus primeras condecoraciones militares. Pocos años después pasó a engrosar las filas del partido cesariano: en el 52 a.C. fue nombrado cuestor y en el 50 a.C. augur. Cuando estaba a punto de estallar la guerra civil, Antonio huyó junto a César, que desoyó al Senado al decidir cruzar el Rubicón, invadiendo una Italia casi sin tropas leales a la República. En un primer momento, César le encomendó a Marco Antonio la importantísima tarea de salvaguardar Italia, y posteriormente lo requirió para que le enviase refuerzos a Grecia, donde intentaba eliminar a Pompeyo y al Senado. César fue nombrado dictador en el 48 a.C., y Marco Antonio pasó a ser el segundo en el gobierno. A pesar de las críticas y los chismes sobre la vida privada de Antonio, César siempre se fió de éste más que de ningún otro. La conspiración del Senado se cernió sobre César, que fue apuñalado a los pies de la estatua de Pompeyo el 15 de marzo del 44 a.C. Tras el asesinato, Antonio mantuvo con el Senado una actitud conciliadora. El día 20 realizó el elogio funerario del dictador y consiguió poner a la muchedumbre en contra de los Libertadores, que huyeron de Roma. Antonio se apoderó de la provincia de Macedonia, y con ella un potente ejército que había reunido César anteriormente. Cuando regresó a Roma en mayo un nuevo líder discutía su liderazgo en el partido cesariano: Cayo Octavio Turino —posteriormente Cayo Julio César Octaviano—, un eminente y ambicioso cesariano que se convertiría en el principal rival de Marco Antonio en el poder.
Este articulo es del mes de julio del 2007, recien llego a Metro. Los herederos de Ramsés II Durante su largo reinado de 66 años, Ramsés II vio cómo desaparecían uno tras otro la mayoría de sus sucesores. A su muerte, acaecida en torno al 1212 a.C., le sucedió nada menos que el decimotercero de sus vástagos, Merneptah, hijo de la Gran Esposa Real Isetnofret. El nuevo faraón pronto comprobó que la desaparición de su progenitor había alentado la rebelión entre los pueblos sometidos a Egipto. Ramsés II, el joven y vigoroso rey de las Dos Tierras, que supo evitar un fatídico desenlace en la batalla de Kadesh, contra el poderoso Imperio Hitita, fue uno de los más longevos faraones egipcios, tras sesenta y seis años en el poder. Sin embargo —según han demostrado las observaciones a su momia—, los últimos años de su vida los padeció aquejado de fuertes dolores: la artritis le afectó la articulación de la cadera, la arteriosclerosos a sus extremidades inferiores y, sobre todo, la caries devastó sus dientes y mandíbulas, en una época en que no habían antibióticos para luchar contra las infecciones de boca. Su prodigiosa longevidad también le brindó casi un centenar de hijos, dado que contaba con un enorme harén de mujeres: entre 48 y 50 varones y entre 40 y 53 hembras. Ramsés II llegó a pasar casi tres cuartos de siglo a la cabeza del más poderoso reino de su época, primero como príncipe heredero de Seti y luego como faraón en solitario. Finalmente, su progresivo deterioro físico hizo mella en él y murió probablemente en la ciudad que había convertido en su capital, Piramsés. Llegada su hora final, uno de sus herederos debía hacerse con el poder en el valle del Nilo. El legado de Ramsés II se traduce en una impresionante cantidad de estatuas y monumentos que lo representan o contienen su nombre. Incluso incluyó su nombre en monumentos de soberanos anteriores, apropiándose así de ellos. Encumbró su nombre a lo más alto y su prestigio se extendió por todo Egipto, dejando a sus sucesores la difícil papeleta de igualar su reinado, tanto en longevidad como en paz y tranquilidad. Después de haber comandado el ejército egipcio, Merenpath —décimo tercero en el orden sucesorio e hijo de la Gran Esposa Real Isisnofret— fue nombrado heredero del reino, por lo que una vez que ejerció su cargo contaba ya con una dilatada experiencia en asuntos militares. Tras aplacar de modo atroz una serie de brutales levantamientos en contra de su persona, Merenpath estableció la paz enel reino de las Dos Tierras. Al morir Merenpath, se hizo cargo del trono un personaje desconocido, aparecido repentinamente en las fuentes: Amenmose, quien pudiera ser hijo de Seti, que a la vez era hijo de Merenpath.
Este articulo es del mes de julio del 2007, recien llego a Metro. Los herederos de Ramsés II Durante su largo reinado de 66 años, Ramsés II vio cómo desaparecían uno tras otro la mayoría de sus sucesores. A su muerte, acaecida en torno al 1212 a.C., le sucedió nada menos que el decimotercero de sus vástagos, Merneptah, hijo de la Gran Esposa Real Isetnofret. El nuevo faraón pronto comprobó que la desaparición de su progenitor había alentado la rebelión entre los pueblos sometidos a Egipto. Ramsés II, el joven y vigoroso rey de las Dos Tierras, que supo evitar un fatídico desenlace en la batalla de Kadesh, contra el poderoso Imperio Hitita, fue uno de los más longevos faraones egipcios, tras sesenta y seis años en el poder. Sin embargo —según han demostrado las observaciones a su momia—, los últimos años de su vida los padeció aquejado de fuertes dolores: la artritis le afectó la articulación de la cadera, la arteriosclerosos a sus extremidades inferiores y, sobre todo, la caries devastó sus dientes y mandíbulas, en una época en que no habían antibióticos para luchar contra las infecciones de boca. Su prodigiosa longevidad también le brindó casi un centenar de hijos, dado que contaba con un enorme harén de mujeres: entre 48 y 50 varones y entre 40 y 53 hembras. Ramsés II llegó a pasar casi tres cuartos de siglo a la cabeza del más poderoso reino de su época, primero como príncipe heredero de Seti y luego como faraón en solitario. Finalmente, su progresivo deterioro físico hizo mella en él y murió probablemente en la ciudad que había convertido en su capital, Piramsés. Llegada su hora final, uno de sus herederos debía hacerse con el poder en el valle del Nilo. El legado de Ramsés II se traduce en una impresionante cantidad de estatuas y monumentos que lo representan o contienen su nombre. Incluso incluyó su nombre en monumentos de soberanos anteriores, apropiándose así de ellos. Encumbró su nombre a lo más alto y su prestigio se extendió por todo Egipto, dejando a sus sucesores la difícil papeleta de igualar su reinado, tanto en longevidad como en paz y tranquilidad. Después de haber comandado el ejército egipcio, Merenpath —décimo tercero en el orden sucesorio e hijo de la Gran Esposa Real Isisnofret— fue nombrado heredero del reino, por lo que una vez que ejerció su cargo contaba ya con una dilatada experiencia en asuntos militares. Tras aplacar de modo atroz una serie de brutales levantamientos en contra de su persona, Merenpath estableció la paz enel reino de las Dos Tierras. Al morir Merenpath, se hizo cargo del trono un personaje desconocido, aparecido repentinamente en las fuentes: Amenmose, quien pudiera ser hijo de Seti, que a la vez era hijo de Merenpath.
El legado sumerio Desde el IV milenio a.C., el país de Sumer fue escenario de una revolución cultural que marcó el curso futuro de la historia. La ciudad, la escritura, la rueda o la astronomía son algunas de sus aportaciones. Con la expresión “milagro griego” designamos la aparición del conocimiento científico, precisamente durante la civilización griega antigua. Son célebres los logros obtenidos por ilustres personajes griegos, ya sea en literatura, historia, aritmética, geometría, física, matemáticas o filosofía. De la misma manera, nuestra cultura también ha bebido de las fuentes bíblicas, es decir, del conocimiento acumulado en las Sagradas Escrituras. Sin embargo, la investigación histórica y arqueológica desarrollada en el sur de Irak durante los últimos 150 años ha señalado a los verdaderos inventores de la ciencia y los relatos bíblicos: los sumerios, la primera civilización de la historia, responsable de tantísimos logros científicos y de los más importantes relatos mitológicos en los que se basa gran parte de la civilización mundial y occidental en particular. Los vericuetos de la historia han despojado a esta civilización de sus logros durante miles de años, sepultándolos bajo las arenas de la llanura mesopotámica. Eso sí, su influjo abarcó a todos aquellos pueblos que se extendían a lo largo de las costas mediterráneas y del Egeo. Pero, ¿cómo llegó la influencia sumeria hasta Grecia y la Biblia, alejadas ambas geográfica y cronológicamente de los sumerios? En primer lugar, el río Eufrates —que atravesaba Babilonia para ir a desembocar al Golfo Pérsico— fue un canalizador de gentes y mercancías, de ideas, pensamientos e innovaciones. Después, la escritura, inventada por los sumerios como un registro gráfico para mantener el saber, el conocimiento y la ciencia acumulada durante siglos. En el portentoso legado griego y bíblico que ha recibido nuestra cultura resuenan ecos distantes de una civilización extinta hace milenios. Incluso en nuestra vida cotidiana aún podemos apreciar el legado sumerio, ya sea al pasear por la ciudad, mirar la hora, leer un libro o escribir una carta. Uno de los primeros y más importantes logros de los sumerios fue la aparición de la vida urbana, es decir, la aparición de la ciudad. Así pues, la escritura, las ciencias, el arte, la tecnología o el humanismo, todas estas disciplinas son consecuencia del desarrollo que tuvo la agrupación de seres humanos en un mismo espacio y con unos objetivos parejos. A partir de ahí nacieron las disciplinas astronómicas, meteorológicas y de cálculo, e incluso las ciencias humanísticas. Por tanto, la cultura sumeria no debería ser concebida como una cultura ajena a nosotros ni lejana a nuestro tiempo, sino como algo próximo y familiar.
El legado sumerio Desde el IV milenio a.C., el país de Sumer fue escenario de una revolución cultural que marcó el curso futuro de la historia. La ciudad, la escritura, la rueda o la astronomía son algunas de sus aportaciones. Con la expresión “milagro griego” designamos la aparición del conocimiento científico, precisamente durante la civilización griega antigua. Son célebres los logros obtenidos por ilustres personajes griegos, ya sea en literatura, historia, aritmética, geometría, física, matemáticas o filosofía. De la misma manera, nuestra cultura también ha bebido de las fuentes bíblicas, es decir, del conocimiento acumulado en las Sagradas Escrituras. Sin embargo, la investigación histórica y arqueológica desarrollada en el sur de Irak durante los últimos 150 años ha señalado a los verdaderos inventores de la ciencia y los relatos bíblicos: los sumerios, la primera civilización de la historia, responsable de tantísimos logros científicos y de los más importantes relatos mitológicos en los que se basa gran parte de la civilización mundial y occidental en particular. Los vericuetos de la historia han despojado a esta civilización de sus logros durante miles de años, sepultándolos bajo las arenas de la llanura mesopotámica. Eso sí, su influjo abarcó a todos aquellos pueblos que se extendían a lo largo de las costas mediterráneas y del Egeo. Pero, ¿cómo llegó la influencia sumeria hasta Grecia y la Biblia, alejadas ambas geográfica y cronológicamente de los sumerios? En primer lugar, el río Eufrates —que atravesaba Babilonia para ir a desembocar al Golfo Pérsico— fue un canalizador de gentes y mercancías, de ideas, pensamientos e innovaciones. Después, la escritura, inventada por los sumerios como un registro gráfico para mantener el saber, el conocimiento y la ciencia acumulada durante siglos. En el portentoso legado griego y bíblico que ha recibido nuestra cultura resuenan ecos distantes de una civilización extinta hace milenios. Incluso en nuestra vida cotidiana aún podemos apreciar el legado sumerio, ya sea al pasear por la ciudad, mirar la hora, leer un libro o escribir una carta. Uno de los primeros y más importantes logros de los sumerios fue la aparición de la vida urbana, es decir, la aparición de la ciudad. Así pues, la escritura, las ciencias, el arte, la tecnología o el humanismo, todas estas disciplinas son consecuencia del desarrollo que tuvo la agrupación de seres humanos en un mismo espacio y con unos objetivos parejos. A partir de ahí nacieron las disciplinas astronómicas, meteorológicas y de cálculo, e incluso las ciencias humanísticas. Por tanto, la cultura sumeria no debería ser concebida como una cultura ajena a nosotros ni lejana a nuestro tiempo, sino como algo próximo y familiar.
Micenas: cuna de guerreros Agamenón, rey legendario de Micenas, fue el jefe de los griegos durante la guerra de Troya, y no por casualidad. Hoy sabemos que su ciudad fue la más rica y poderosa de Grecia durante la Edad del Bronce ¿Existió realmente la guerra de Troya, más allá de la leyenda y los poemas homéricos? Los griegos nunca dudaron de la autenticidad de esta contienda. En época clásica, el historiador Tucídides simplemente dudó de la importancia y las dimensiones de la guerra, mientras que Heródoto, el otro gran historiador griego, fechó la batalla hacia el año 1250 a.C. Sin embargo, con el paso del tiempo la leyenda se magnificó aún más y se puso en entredicho la supuesta historicidad del conflicto. Finalmente, en el año 1876, el arqueólogo alemán Heinrich Schliemann (1822-1899) —convencido de que los poemas homéricos hacían referencia a un hecho real— desenterró en Micenas un magnífico recinto funerario, que contenía los restos de diecinueve hombres y mujeres, y dos niños, completamente cubiertos de oro. Unas impactantes máscaras mortuorias labradas en oro ocultaban los rostros de quienes tan dignamente las habían portado. Schliemann, al levantar la máscara de uno de estos personajes, creyó estar contemplando al mismísimo Agamenón, el mítico rey de Micenas que, según la leyenda, había arrasado la ciudadela de Troya. A pesar de todo, investigaciones posteriores demostraron que el círculo de tumbas que se desenterró en Micenas precedía en tres siglos a la fecha en que supuestamente habría tenido lugar la conquista de Troya. Pero el hallazgo trajo a la luz a una noble estirpe de guerreros a los que Homero había engrandecido en sus poemas: los señores de la guerra micénicos. En la Edad del Bronce, una estirpe de señores de la guerra ejerció su dominio por todo el Mediterráneo. Residían en unos palacios tremendamente fortificados, generalmente en lo alto de una colina, con unos muros de piedra de hasta siete metros de grosor. Para entrar en el recinto era necesario cruzar una puerta monumental, como es el caso de la Puerta de los Leones de Micenas. Los temibles guerreros micénicos fueron los protagonistas de la escena mediterránea de los siglos XIV y XIII a.C. —aunque no alcanzaron el poder que atesoraban los hititas— y con sus naves llegaron a las costas de Sicilia, el Adriático, el Tirreno y las de Asia Menor y Oriente Próximo, haciendo de la piratería una práctica bastante habitual. Pero en el tránsito del siglo XIII al XII a.C. la sociedad micénica —cuya ética guerrera consistía en adquirir el honor a través del riesgo— desapareció de un plumazo, sin que la arqueología haya conseguido aún determinar una única causa.
Micenas: cuna de guerreros Agamenón, rey legendario de Micenas, fue el jefe de los griegos durante la guerra de Troya, y no por casualidad. Hoy sabemos que su ciudad fue la más rica y poderosa de Grecia durante la Edad del Bronce ¿Existió realmente la guerra de Troya, más allá de la leyenda y los poemas homéricos? Los griegos nunca dudaron de la autenticidad de esta contienda. En época clásica, el historiador Tucídides simplemente dudó de la importancia y las dimensiones de la guerra, mientras que Heródoto, el otro gran historiador griego, fechó la batalla hacia el año 1250 a.C. Sin embargo, con el paso del tiempo la leyenda se magnificó aún más y se puso en entredicho la supuesta historicidad del conflicto. Finalmente, en el año 1876, el arqueólogo alemán Heinrich Schliemann (1822-1899) —convencido de que los poemas homéricos hacían referencia a un hecho real— desenterró en Micenas un magnífico recinto funerario, que contenía los restos de diecinueve hombres y mujeres, y dos niños, completamente cubiertos de oro. Unas impactantes máscaras mortuorias labradas en oro ocultaban los rostros de quienes tan dignamente las habían portado. Schliemann, al levantar la máscara de uno de estos personajes, creyó estar contemplando al mismísimo Agamenón, el mítico rey de Micenas que, según la leyenda, había arrasado la ciudadela de Troya. A pesar de todo, investigaciones posteriores demostraron que el círculo de tumbas que se desenterró en Micenas precedía en tres siglos a la fecha en que supuestamente habría tenido lugar la conquista de Troya. Pero el hallazgo trajo a la luz a una noble estirpe de guerreros a los que Homero había engrandecido en sus poemas: los señores de la guerra micénicos. En la Edad del Bronce, una estirpe de señores de la guerra ejerció su dominio por todo el Mediterráneo. Residían en unos palacios tremendamente fortificados, generalmente en lo alto de una colina, con unos muros de piedra de hasta siete metros de grosor. Para entrar en el recinto era necesario cruzar una puerta monumental, como es el caso de la Puerta de los Leones de Micenas. Los temibles guerreros micénicos fueron los protagonistas de la escena mediterránea de los siglos XIV y XIII a.C. —aunque no alcanzaron el poder que atesoraban los hititas— y con sus naves llegaron a las costas de Sicilia, el Adriático, el Tirreno y las de Asia Menor y Oriente Próximo, haciendo de la piratería una práctica bastante habitual. Pero en el tránsito del siglo XIII al XII a.C. la sociedad micénica —cuya ética guerrera consistía en adquirir el honor a través del riesgo— desapareció de un plumazo, sin que la arqueología haya conseguido aún determinar una única causa.
Mártires por la fe Aunque bajo el Imperio romano los cristianos gozaron de una situación de tolerancia, hubo momentos de persecución sangrienta, en especial durante los reinados de Nerón, Domiciano, Decio y Diocleciano. Durante los tres primeros siglos del cristianismo se alternaron tiempos de brutal persecución con momentos de relativa tranquilidad. En los dos primeros siglos se vivieron persecuciones más bien limitadas y esporádicas, mientras que en el siglo III ya se extendieron a todo el imperio romano. La primera persecución conocida data del año 64 y es la de Nerón, que para encubrir los rumores de su culpabilidad en el incendio de Roma acusó a los cristianos. Sin embargo, el historiador romano Tácito explica que se tomó la decisión de capturar a los cristianos siendo acusados menos del crimen de incendio que del de “odio contra el género humano”. Ya en época de Trajano, Plinio el joven —que gobernaba la provincia de Ponto-Bitinia— escribió al emperador en referencia a una “superstición irracional y desmesurada” que estaba bastante extendida: “Son muchos de todas las edades, de todas las clases sociales, de ambos sexos, los que están o han de estar en peligro. Y no sólo en las ciudades, también en las aldeas y en los campos se ha propagado el contagio de semejante superstición”. Posteriormente, emperadores como Adriano, Marco Aurelio, Septimio Severo y Maximino el Tracio no eran partidarios del cristianismo, pero en general las persecuciones fueron esporádicas; El cristianismo no estaba prohibido legalmente, pero podía ser perseguido en cualquier momento. El secretismo que mantenían los cristianos también acrecentó su impopularidad: las asambleas mixtas de “hermanos” y “hermanas”, en las que se daban el beso de la paz podían ser vistas como inmorales y sospechosas de incesto; El comer el cuerpo y la sangre de Cristo podría estar detrás de las acusaciones de sacrificio de niños. Los romanos no penalizaban los demás cultos siempre y cuando se respeteran los oficiales. Pero los cristianos creían en un solo Dios y se negaban a adorar a los dioses del panteón oficial, por lo que toda la venganza caía sobre ellos. Ante cualquier desgracia o catástrofe natural se culpaba a los cristianos. Como afirma Tertuliano en Apologético: “Si el Tíber se desborda, si el Nilo se desmadra, si el cielo no da lluvia, si la tierra tiembla, si la peste se extiende, si sobreviene una carestía, de inmediato surgen por doquier los gritos: la culpa es de los cristianos”.
Mártires por la fe Aunque bajo el Imperio romano los cristianos gozaron de una situación de tolerancia, hubo momentos de persecución sangrienta, en especial durante los reinados de Nerón, Domiciano, Decio y Diocleciano. Durante los tres primeros siglos del cristianismo se alternaron tiempos de brutal persecución con momentos de relativa tranquilidad. En los dos primeros siglos se vivieron persecuciones más bien limitadas y esporádicas, mientras que en el siglo III ya se extendieron a todo el imperio romano. La primera persecución conocida data del año 64 y es la de Nerón, que para encubrir los rumores de su culpabilidad en el incendio de Roma acusó a los cristianos. Sin embargo, el historiador romano Tácito explica que se tomó la decisión de capturar a los cristianos siendo acusados menos del crimen de incendio que del de “odio contra el género humano”. Ya en época de Trajano, Plinio el joven —que gobernaba la provincia de Ponto-Bitinia— escribió al emperador en referencia a una “superstición irracional y desmesurada” que estaba bastante extendida: “Son muchos de todas las edades, de todas las clases sociales, de ambos sexos, los que están o han de estar en peligro. Y no sólo en las ciudades, también en las aldeas y en los campos se ha propagado el contagio de semejante superstición”. Posteriormente, emperadores como Adriano, Marco Aurelio, Septimio Severo y Maximino el Tracio no eran partidarios del cristianismo, pero en general las persecuciones fueron esporádicas; El cristianismo no estaba prohibido legalmente, pero podía ser perseguido en cualquier momento. El secretismo que mantenían los cristianos también acrecentó su impopularidad: las asambleas mixtas de “hermanos” y “hermanas”, en las que se daban el beso de la paz podían ser vistas como inmorales y sospechosas de incesto; El comer el cuerpo y la sangre de Cristo podría estar detrás de las acusaciones de sacrificio de niños. Los romanos no penalizaban los demás cultos siempre y cuando se respeteran los oficiales. Pero los cristianos creían en un solo Dios y se negaban a adorar a los dioses del panteón oficial, por lo que toda la venganza caía sobre ellos. Ante cualquier desgracia o catástrofe natural se culpaba a los cristianos. Como afirma Tertuliano en Apologético: “Si el Tíber se desborda, si el Nilo se desmadra, si el cielo no da lluvia, si la tierra tiembla, si la peste se extiende, si sobreviene una carestía, de inmediato surgen por doquier los gritos: la culpa es de los cristianos”.
Isabel contra Juana Para hacerse con la corona, Isabel la Católica se enfrentó en una dura guerra civil a un partido nobiliario adverso, apoyado por el rey de Portugal. Su candidata era Juana la Beltraneja, sobrina de Isabel. La historia ha relegado a un segundo plano a Juana la Beltraneja (1462-1530), mientras que ha encumbrado a Isabel la Católica (1451-1504), que alcanzó el trono de Castilla en 1474. ¿Qué complicado juego de intrigas le arrebató el trono a Juana en favor de Isabel? Juana debió nacer en torno a enero de 1462 y estaba destinada a suceder en el trono de Castilla a su padre, Enrique IV. Todo estaba a su favor: posteriormente no nació ningún varón a quien pudiera recaer el trono por su condición masculina. Sin embargo, el destino de la niña se ensombreció rápidamente. El 5 de junio de 1465 se celebró en Ávila la llamada «farsa de Ávila», en la que la imagen del rey fue arrojada al suelo, mientras los rebeldes aristocráticos clamaban: «A tierra, puto». Los nobles rebeldes designaron como rey a su medio hermano, Alfonso, hijo de Juan II (padre de Enrique IV) y de su segunda esposa, Isabel de Portugal. Así pues, Isabel hija fue reconocida como heredera. En 1468, Alfonso murió prematuramente, envenenado o víctima de la peste, por lo que se constituyó el tratado de los Toros de Guisando, que a pesar de que establecía la paz, reconocía a Isabel como herdera del reino, en detrimento de Juana. Un año después, en una meditada estrategia política, Isabel se esposó con su primo Fernando, heredero del reino de Aragón, con el fin de reforzar su poder y prestigio. Enrique IV trató, en abril de 1469, de casar a su hermana Isabel con Alfonso V de Portugal, bajo convenio de que, si Isabel no aceptaba el matrimonio, entonces Alfonso habría de casarse con Juana. Pero el acuerdo no fructificó, y en 1747, las dos princesas, Juana e Isabel, se enfrentaron en una guerra, cada cual apoyada por su bando. En mayo de 1475 el rey de Portugal penetró en Castilla con un potente ejército, se desposó con Juana y se hizo llamar rey de Castilla. Pero Isabel y Fernando, los futuros Reyes Católicos, hicieron patente su superioridad militar y en la batalla de Toro (1 de marzo de 1746) derrotaron al rey de Portugal. Juana de Castilla hubo de renunciar a su título real y desapareció de la vida pública, hasta que morió, olvidada, el 28 de julio de 1530.
Isabel contra Juana Para hacerse con la corona, Isabel la Católica se enfrentó en una dura guerra civil a un partido nobiliario adverso, apoyado por el rey de Portugal. Su candidata era Juana la Beltraneja, sobrina de Isabel. La historia ha relegado a un segundo plano a Juana la Beltraneja (1462-1530), mientras que ha encumbrado a Isabel la Católica (1451-1504), que alcanzó el trono de Castilla en 1474. ¿Qué complicado juego de intrigas le arrebató el trono a Juana en favor de Isabel? Juana debió nacer en torno a enero de 1462 y estaba destinada a suceder en el trono de Castilla a su padre, Enrique IV. Todo estaba a su favor: posteriormente no nació ningún varón a quien pudiera recaer el trono por su condición masculina. Sin embargo, el destino de la niña se ensombreció rápidamente. El 5 de junio de 1465 se celebró en Ávila la llamada «farsa de Ávila», en la que la imagen del rey fue arrojada al suelo, mientras los rebeldes aristocráticos clamaban: «A tierra, puto». Los nobles rebeldes designaron como rey a su medio hermano, Alfonso, hijo de Juan II (padre de Enrique IV) y de su segunda esposa, Isabel de Portugal. Así pues, Isabel hija fue reconocida como heredera. En 1468, Alfonso murió prematuramente, envenenado o víctima de la peste, por lo que se constituyó el tratado de los Toros de Guisando, que a pesar de que establecía la paz, reconocía a Isabel como herdera del reino, en detrimento de Juana. Un año después, en una meditada estrategia política, Isabel se esposó con su primo Fernando, heredero del reino de Aragón, con el fin de reforzar su poder y prestigio. Enrique IV trató, en abril de 1469, de casar a su hermana Isabel con Alfonso V de Portugal, bajo convenio de que, si Isabel no aceptaba el matrimonio, entonces Alfonso habría de casarse con Juana. Pero el acuerdo no fructificó, y en 1747, las dos princesas, Juana e Isabel, se enfrentaron en una guerra, cada cual apoyada por su bando. En mayo de 1475 el rey de Portugal penetró en Castilla con un potente ejército, se desposó con Juana y se hizo llamar rey de Castilla. Pero Isabel y Fernando, los futuros Reyes Católicos, hicieron patente su superioridad militar y en la batalla de Toro (1 de marzo de 1746) derrotaron al rey de Portugal. Juana de Castilla hubo de renunciar a su título real y desapareció de la vida pública, hasta que morió, olvidada, el 28 de julio de 1530.
Pedro el Grande, el modernizador de Rusia Admirador desde su niñez de los adelantos técnicos y militares de Occidente, el zar Pedro el Grande se propuso sacar a Rusia de su aislamiento y convertirla en una potencia temida y respetada en toda Europa. ¿Fue Pedro el Grande un zar despótico ajeno al refinamiento y a las costumbres políticas europeas? ¿O más bien fue un hábil legislador que hizo de Rusia una gran potencia política? A diferencia de otros gobernantes rusos, Pedro el Grande posó su vista en Occidente y sintió verdadera fascinación por las novedades que allí se cocían. Incluso el ilustrado francés Voltaire lo calificó como un «fundador de todos los órdenes». Nació en 1672, en el seno de una noble dinastía rusa. En 1682, Pedro Alexeyevich fue aclamado a voces en la Catedral de Moscú como nuevo soberano, pero una sangrienta revuelta de los streltsí —un cuerpo de élite creado por Iván el Terrible— puso en peligro el trono. Finalmente subieron al trono al mismo tiempo Iván y Pedro, y éste último proyectó su odio hacia los streltsí y hacia las burdas costumbres de la corte moscovita. En un paraje más tranquilo, a las afueras de Moscú, el joven Pedro se entregó a sus dos grandes pasiones: los oficios artesanales, en los que destacó en la forja y en la talla de la madera, y los juegos de guerra, librando batallas con otros niños, primero con armas de juguete y posteriormente incluso con armas y municiones reales. Así se formó Pedro como general y estratega. Durante sus primeros años en el trono, los asuntos de gobierno le llamaron poco la atención, su verdadera obsesión fue el mar y la navegación. Tras una nueva revuelta de los streltsí, Pedro volvió de su viaje por Europa convencido de que debía occidentalizar su país. Introdujo —y sobre todo impuso— técnicas, saberes o instituciones de los países occidentales, incluso ordenó a los boyardos que se cortaran sus tradicionales barbas. A partir de 1966, Pedro se fijó en Suecia, el gran rival de Rusia en el Báltico, y aliado con Polonia y Dinamarca disputó una guerra incansable que duraría veinte años. Carlos XII de Suecia convencido de derrotar al desorganizado ejército ruso se aproximó con sus tropas a Moscú, pero el duro invierno y la resistencia rusa frenaronel avance. En 1709, en Poltova, Ucrania, Carlos XII se vio obligado a darse la fuga, y huyó enfermo y herido a Constantinopla. La victoria de Poltova consolidaría la posición de Rusia en el Báltico y puede considerarse como el acta de fundación del imperio ruso.
Pedro el Grande, el modernizador de Rusia Admirador desde su niñez de los adelantos técnicos y militares de Occidente, el zar Pedro el Grande se propuso sacar a Rusia de su aislamiento y convertirla en una potencia temida y respetada en toda Europa. ¿Fue Pedro el Grande un zar despótico ajeno al refinamiento y a las costumbres políticas europeas? ¿O más bien fue un hábil legislador que hizo de Rusia una gran potencia política? A diferencia de otros gobernantes rusos, Pedro el Grande posó su vista en Occidente y sintió verdadera fascinación por las novedades que allí se cocían. Incluso el ilustrado francés Voltaire lo calificó como un «fundador de todos los órdenes». Nació en 1672, en el seno de una noble dinastía rusa. En 1682, Pedro Alexeyevich fue aclamado a voces en la Catedral de Moscú como nuevo soberano, pero una sangrienta revuelta de los streltsí —un cuerpo de élite creado por Iván el Terrible— puso en peligro el trono. Finalmente subieron al trono al mismo tiempo Iván y Pedro, y éste último proyectó su odio hacia los streltsí y hacia las burdas costumbres de la corte moscovita. En un paraje más tranquilo, a las afueras de Moscú, el joven Pedro se entregó a sus dos grandes pasiones: los oficios artesanales, en los que destacó en la forja y en la talla de la madera, y los juegos de guerra, librando batallas con otros niños, primero con armas de juguete y posteriormente incluso con armas y municiones reales. Así se formó Pedro como general y estratega. Durante sus primeros años en el trono, los asuntos de gobierno le llamaron poco la atención, su verdadera obsesión fue el mar y la navegación. Tras una nueva revuelta de los streltsí, Pedro volvió de su viaje por Europa convencido de que debía occidentalizar su país. Introdujo —y sobre todo impuso— técnicas, saberes o instituciones de los países occidentales, incluso ordenó a los boyardos que se cortaran sus tradicionales barbas. A partir de 1966, Pedro se fijó en Suecia, el gran rival de Rusia en el Báltico, y aliado con Polonia y Dinamarca disputó una guerra incansable que duraría veinte años. Carlos XII de Suecia convencido de derrotar al desorganizado ejército ruso se aproximó con sus tropas a Moscú, pero el duro invierno y la resistencia rusa frenaronel avance. En 1709, en Poltova, Ucrania, Carlos XII se vio obligado a darse la fuga, y huyó enfermo y herido a Constantinopla. La victoria de Poltova consolidaría la posición de Rusia en el Báltico y puede considerarse como el acta de fundación del imperio ruso.
Esta la consegui por la Avenida Arequipa, en un puesto de periodicos. Los secretos de las pirámides Las imponentes tumbas de los faraones han dado pie a especulaciones de todo género, desde la existencia de mensajes ocultos en su compleja estructura hasta su supuesta orientación estelar. En el siglo XIX florecieron diversas teorías fantásticas en torno a la pirámide erigida por el faraón Keops, en la meseta de Gizeh. El creador de esta pseudociencia de la «piramidología» fue el británico John Taylor, que, a su vez, influenció a Charles Piazzi Smith, astrónomo real de Escocia, y a William M. Flinders Petrie, quien llegaría a convertirse en uno de los padres de la egiptología y la arqueología científicas. Posteriormente, el estadounidense Edgar Cayce (1877-1945) sostuvo que la civilización faraónica fue creada por los atlantes y profetizó que a finales del siglo XX se descubriría en la Gran Pirámide la «Cámara de los secretos». Sin embargo, dada la compleja estructura de la pirámide en cuestión, sí que es muy real la posibilidad de descubrir nuevas cámaras en su interior. El arquitecto francés Gilles Dormion estudió minuciosamente la Cámara de la Reina, y unas perforaciones practicadas en 1998 corroboraron su hipótesis: bajo la Cámara de la Reina, a 2,5 metros de la pared sur y a 3,5 de profundidad, aparece una anomalía que sugiere la presencia de una estructura que atraviesa la cámara de este a oeste, probablemente un pasillo subterráneo que conduciría a una supuesta cripta. La idea de la maravillosa precisión de las pirámides ha pasado a formar parte de la leyenda que envuelve a estos majestuosos edificios, a pesar de que la tecnología constructiva de los egipcios también contaba con sus propias limitaciones. En el caso de las pirámides de Gizeh, su distribución topográfica se ha querido explicar como un remedo en la Tierra de la constelación de Orión.
Esta la consegui por la Avenida Arequipa, en un puesto de periodicos. Los secretos de las pirámides Las imponentes tumbas de los faraones han dado pie a especulaciones de todo género, desde la existencia de mensajes ocultos en su compleja estructura hasta su supuesta orientación estelar. En el siglo XIX florecieron diversas teorías fantásticas en torno a la pirámide erigida por el faraón Keops, en la meseta de Gizeh. El creador de esta pseudociencia de la «piramidología» fue el británico John Taylor, que, a su vez, influenció a Charles Piazzi Smith, astrónomo real de Escocia, y a William M. Flinders Petrie, quien llegaría a convertirse en uno de los padres de la egiptología y la arqueología científicas. Posteriormente, el estadounidense Edgar Cayce (1877-1945) sostuvo que la civilización faraónica fue creada por los atlantes y profetizó que a finales del siglo XX se descubriría en la Gran Pirámide la «Cámara de los secretos». Sin embargo, dada la compleja estructura de la pirámide en cuestión, sí que es muy real la posibilidad de descubrir nuevas cámaras en su interior. El arquitecto francés Gilles Dormion estudió minuciosamente la Cámara de la Reina, y unas perforaciones practicadas en 1998 corroboraron su hipótesis: bajo la Cámara de la Reina, a 2,5 metros de la pared sur y a 3,5 de profundidad, aparece una anomalía que sugiere la presencia de una estructura que atraviesa la cámara de este a oeste, probablemente un pasillo subterráneo que conduciría a una supuesta cripta. La idea de la maravillosa precisión de las pirámides ha pasado a formar parte de la leyenda que envuelve a estos majestuosos edificios, a pesar de que la tecnología constructiva de los egipcios también contaba con sus propias limitaciones. En el caso de las pirámides de Gizeh, su distribución topográfica se ha querido explicar como un remedo en la Tierra de la constelación de Orión.
Etruscos: el esplendor de una civilización Los éxitos militares y el espíritu comercial de los etruscos hicieron afluir a su país un enorme caudal de riqueza que se desbordó en el arte selecto y las costumbres refinadas de su poderosa aristocracia. Todavía planean muchas dudas en torno a la antigua civilización etrusca, una sociedad tan refinada y opulenta como belicosa y cruel. Su lengua se ha resistido a ser descifrada completamente, por lo que sólo podemos conocer a este pueblo a través de la visión que nos han transmitido los escritores grecorromanos. El origen de la civilización etrusca continúa siendo incierto, a pesar de que los testimonios arqueológicos la señalan como autóctona de Italia. Prueba de ello es, por ejemplo, la necrópolis de la Banditaccia, en Cerveteri, una de las más espectaculares del mundo etrusco. El historiador griego Dionisio de Halicarnaso destacó la originalidad de esta civilización, constatando que no presentaba ningún parecido con otra cultura, ni en su lengua ni en su forma de vida. Griegos y romanos presentaron a los etruscos de forma contradictoria, a la vez como piratas despiadados y como un pueblo sensual y corrompido por la riqueza y el lujo. En el caso de Posidonio, el historiador-filósofo del siglo II a.C., achacó su forma de vida tan relajada a la riqueza excepcional de su país. Una prosperidad económica que alcanzaron gracias a su fertilidad agrícola y a sus enormes recursos metalíferos, en particular el hierro, que propició el desarrollo de una aristocracia que practicaba un estilo de vida fastuoso, visible en los frescos funerarios. La civilización etrusca vivió su período de apogeo a lo largo de los siglos VII y VI a.C., extendiendo su dominio desde la actual Toscana hasta la Campania, el valle del Po y aun más allá. Finalmente, Roma acabó con su poderío en el 375 a.C.
Etruscos: el esplendor de una civilización Los éxitos militares y el espíritu comercial de los etruscos hicieron afluir a su país un enorme caudal de riqueza que se desbordó en el arte selecto y las costumbres refinadas de su poderosa aristocracia. Todavía planean muchas dudas en torno a la antigua civilización etrusca, una sociedad tan refinada y opulenta como belicosa y cruel. Su lengua se ha resistido a ser descifrada completamente, por lo que sólo podemos conocer a este pueblo a través de la visión que nos han transmitido los escritores grecorromanos. El origen de la civilización etrusca continúa siendo incierto, a pesar de que los testimonios arqueológicos la señalan como autóctona de Italia. Prueba de ello es, por ejemplo, la necrópolis de la Banditaccia, en Cerveteri, una de las más espectaculares del mundo etrusco. El historiador griego Dionisio de Halicarnaso destacó la originalidad de esta civilización, constatando que no presentaba ningún parecido con otra cultura, ni en su lengua ni en su forma de vida. Griegos y romanos presentaron a los etruscos de forma contradictoria, a la vez como piratas despiadados y como un pueblo sensual y corrompido por la riqueza y el lujo. En el caso de Posidonio, el historiador-filósofo del siglo II a.C., achacó su forma de vida tan relajada a la riqueza excepcional de su país. Una prosperidad económica que alcanzaron gracias a su fertilidad agrícola y a sus enormes recursos metalíferos, en particular el hierro, que propició el desarrollo de una aristocracia que practicaba un estilo de vida fastuoso, visible en los frescos funerarios. La civilización etrusca vivió su período de apogeo a lo largo de los siglos VII y VI a.C., extendiendo su dominio desde la actual Toscana hasta la Campania, el valle del Po y aun más allá. Finalmente, Roma acabó con su poderío en el 375 a.C.
Los Juegos Olímpicos En Olimpia, desde el año 776 a.C. y durante más de un milenio, se celebraron cada cuatro años en honor del dios Zeus grandes competiciones atléticas cuyos vencedores eran aclamados como héroes. Los Juegos Olímpicos se celebraron ininterrumpidamente desde el 766 a.C. hasta finales del siglo IV d.C. Cada cuatro años y durante cinco días, entre julio y agosto, se reunían en Olimpia los mejores atletas de Grecia para competir en honor de los dioses. Durante el festival, el santuario de Olimpia y sus alrededores se convertían en el lugar más concurrido de Grecia; allí se reunían vendedores ambulantes, alcahuetes, magos, acróbatas, bailarines, sabios y escritores. Sin embargo, la participación en los juegos estaba únicamente reservada a varones griegos y libres (aunque a partir de la época helenística se admitieron participantes no griegos, adquiriendo los Juegos carácter universal). Las mujeres, los esclavos y los condenados por delitos religiosos o de sangre tenían prohibido tomar parte en las pruebas. Además, a diferencia de la competición moderna, los juegos eran una celebración religiosa, un acto de culto en el que los vencedores acostumbraban a realizar sacrificios de acción de gracias por su triunfo, como es el caso de las libaciones. Según la reconstrucción de H. Lee, en el día primero tenían lugar las dos únicas pruebas no deportivas, la de heraldos y trompetistas; el segundo día estaba reservado a las carreras hípicas por la mañana, y al pentatlón por la tarde, que constaba de cinco pruebas: lanzamiento de disco, salto de longitud, lanzamiento de jabalina, carrera y lucha; en el día tercero se realizaban procesiones, ritos en honor de Pélope el héroe mítico que fundó los Juegos y un sacrificio a Zeus; en el cuarto, las carreras pedestres o las «pruebas pesadas»: lucha, pancracio y boxeo; los juegos finalizaban con la coronación con olivo de los vencedores y el banquete final. Los vencedores regresaban a su patria cubiertos de gloria, y eran recibidos con honores y recompensados con varios privilegios, como la exención de impuestos.
Los Juegos Olímpicos En Olimpia, desde el año 776 a.C. y durante más de un milenio, se celebraron cada cuatro años en honor del dios Zeus grandes competiciones atléticas cuyos vencedores eran aclamados como héroes. Los Juegos Olímpicos se celebraron ininterrumpidamente desde el 766 a.C. hasta finales del siglo IV d.C. Cada cuatro años y durante cinco días, entre julio y agosto, se reunían en Olimpia los mejores atletas de Grecia para competir en honor de los dioses. Durante el festival, el santuario de Olimpia y sus alrededores se convertían en el lugar más concurrido de Grecia; allí se reunían vendedores ambulantes, alcahuetes, magos, acróbatas, bailarines, sabios y escritores. Sin embargo, la participación en los juegos estaba únicamente reservada a varones griegos y libres (aunque a partir de la época helenística se admitieron participantes no griegos, adquiriendo los Juegos carácter universal). Las mujeres, los esclavos y los condenados por delitos religiosos o de sangre tenían prohibido tomar parte en las pruebas. Además, a diferencia de la competición moderna, los juegos eran una celebración religiosa, un acto de culto en el que los vencedores acostumbraban a realizar sacrificios de acción de gracias por su triunfo, como es el caso de las libaciones. Según la reconstrucción de H. Lee, en el día primero tenían lugar las dos únicas pruebas no deportivas, la de heraldos y trompetistas; el segundo día estaba reservado a las carreras hípicas por la mañana, y al pentatlón por la tarde, que constaba de cinco pruebas: lanzamiento de disco, salto de longitud, lanzamiento de jabalina, carrera y lucha; en el día tercero se realizaban procesiones, ritos en honor de Pélope el héroe mítico que fundó los Juegos y un sacrificio a Zeus; en el cuarto, las carreras pedestres o las «pruebas pesadas»: lucha, pancracio y boxeo; los juegos finalizaban con la coronación con olivo de los vencedores y el banquete final. Los vencedores regresaban a su patria cubiertos de gloria, y eran recibidos con honores y recompensados con varios privilegios, como la exención de impuestos.
Pompeya: la vida junto al Vesubio Pompeya era una próspera colonia romana, habitada por mercaderes y artesanos y por patricios que se hicieron construir allí lujosas villas. La erupción del Vesubio en el año 79 la enterró en pocas horas bajo una capa de materiales volcánicos, una tragedia que en contrapartida ha permitido reconstruir la dinámica vida diaria de la ciudad. Desde el siglo VIII al V a.C. Pompeya había pasado por varias dominaciones, principalmente, osca, griega y etrusca. En el 80 a.C. Sila conquistó la ciudad, que fue declarada colonia romana, gozando de gran autonomía. Pompeya se transformó en una ciudad animada y próspera, ya que contaba con un suelo propicio para la agricultura, una pujante actividad textil y diversas industrias, como la de salsa de pescado. Pero el 24 de agosto del año 79 d.C. el Vesubio entró en erupción y Pompeya, una ciudad de provincias del Imperio, quedó totalmente sepultada bajo la ceniza. El viajero que en el siglo I d.C. visitara Pompeya podría pasar junto a villas fastuosas como la de Diomedes o la de los Misterios así llamada por sus extraordinarios frescos de contenido iniciático, para luego caminar por la avenida de las tumbas antes de llegar a la puerta de la ciudad. Una vez dentro, el visitante podía alojarse en diferentes establecimientos, desde el hospitium de Aulio Cosio al hotel de Sitio, dependiendo de su capacidad económica. Al llegar al foro, centro económico, político y religioso de la ciudad, podía admirar el templo de Júpiter, con el Vesubio recortándose al fondo. Para disfrutar del ocio Pompeya contaba con un teatro, termas y anfiteatro; aunque tampoco faltaban las casas de juego, tabernas y burdeles. Los espectáculos del anfiteatro se anunciaban por toda la ciudad por medio de carteles, destacando especialmente la lucha de gladiadores, que se combinaba con una cacería, una lucha de hombres contra animales que fue muy popular. Pompeya fue una ciudad efervescente que combinó de un modo admirable el trabajo y el placer, pero cuyo pulso se detuvo para siempre al quedar sepultada por la lava.
Pompeya: la vida junto al Vesubio Pompeya era una próspera colonia romana, habitada por mercaderes y artesanos y por patricios que se hicieron construir allí lujosas villas. La erupción del Vesubio en el año 79 la enterró en pocas horas bajo una capa de materiales volcánicos, una tragedia que en contrapartida ha permitido reconstruir la dinámica vida diaria de la ciudad. Desde el siglo VIII al V a.C. Pompeya había pasado por varias dominaciones, principalmente, osca, griega y etrusca. En el 80 a.C. Sila conquistó la ciudad, que fue declarada colonia romana, gozando de gran autonomía. Pompeya se transformó en una ciudad animada y próspera, ya que contaba con un suelo propicio para la agricultura, una pujante actividad textil y diversas industrias, como la de salsa de pescado. Pero el 24 de agosto del año 79 d.C. el Vesubio entró en erupción y Pompeya, una ciudad de provincias del Imperio, quedó totalmente sepultada bajo la ceniza. El viajero que en el siglo I d.C. visitara Pompeya podría pasar junto a villas fastuosas como la de Diomedes o la de los Misterios así llamada por sus extraordinarios frescos de contenido iniciático, para luego caminar por la avenida de las tumbas antes de llegar a la puerta de la ciudad. Una vez dentro, el visitante podía alojarse en diferentes establecimientos, desde el hospitium de Aulio Cosio al hotel de Sitio, dependiendo de su capacidad económica. Al llegar al foro, centro económico, político y religioso de la ciudad, podía admirar el templo de Júpiter, con el Vesubio recortándose al fondo. Para disfrutar del ocio Pompeya contaba con un teatro, termas y anfiteatro; aunque tampoco faltaban las casas de juego, tabernas y burdeles. Los espectáculos del anfiteatro se anunciaban por toda la ciudad por medio de carteles, destacando especialmente la lucha de gladiadores, que se combinaba con una cacería, una lucha de hombres contra animales que fue muy popular. Pompeya fue una ciudad efervescente que combinó de un modo admirable el trabajo y el placer, pero cuyo pulso se detuvo para siempre al quedar sepultada por la lava.
Fernando III el Santo Las campañas reconquistadoras de Fernando III en Andalucía culminaron en 1248 con la toma de Sevilla. Instalado en el alcázar árabe, el monarca murió poco después, adorado por su pueblo. Para la mayor parte de los cronistas contemporáneos y también para los historiadores posteriores, Fernando III fue, sobre todo, un «rey militar y conquistador». En menos de veinticinco años, Fernando III de Castilla y León conquistó los reinos andalusíes de Jaén, Córdoba y Murcia, y sometió a vasallaje a Granada y otras taifas. Su fama de conquistador quedó consagrada en 1248 con la toma de Sevilla, «la más alta conquista que en el mundo todo fue hecha». Maravillado por la ciudad, murió en ella en olor de santidad. El príncipe nació el 24 de junio de 1201, en Valparaíso (Zamora). En 1217 se convirtió inesperadamente en el nuevo monarca de Castilla, tras la muerte de su tío materno Enrique I, al que le cayó una teja en la cabeza. En cambio, en el vecino reino de León gobernaba su padre, Alfonso IX. Por fin, en 1230, a la muerte de éste, Fernando III ascendió también al trono leonés, convirtiendo el reino de Castilla y León en la potencia hegemónica de la Península. Además de un monarca conquistador, Fernando III destacó por sus abundantes cualidades morales; fue muy querido por su pueblo, por su justicia y tolerancia. En 1248 Fernando culminó la conquista de Sevilla, tras un sitio de más de un año de duración. El 22 de diciembre entraron solemnemente en la ciudad el rey de Castilla y su corte, que durante un breve periodo se instaló en el antiguo alcázar de al-Mutamid. «Hechizado» por Sevilla, el rey la convirtió progresivamente en la capital y corte del reino de Castilla-León. Fernando murió el 30 de mayo de 1252, a los 51 años de edad.
Fernando III el Santo Las campañas reconquistadoras de Fernando III en Andalucía culminaron en 1248 con la toma de Sevilla. Instalado en el alcázar árabe, el monarca murió poco después, adorado por su pueblo. Para la mayor parte de los cronistas contemporáneos y también para los historiadores posteriores, Fernando III fue, sobre todo, un «rey militar y conquistador». En menos de veinticinco años, Fernando III de Castilla y León conquistó los reinos andalusíes de Jaén, Córdoba y Murcia, y sometió a vasallaje a Granada y otras taifas. Su fama de conquistador quedó consagrada en 1248 con la toma de Sevilla, «la más alta conquista que en el mundo todo fue hecha». Maravillado por la ciudad, murió en ella en olor de santidad. El príncipe nació el 24 de junio de 1201, en Valparaíso (Zamora). En 1217 se convirtió inesperadamente en el nuevo monarca de Castilla, tras la muerte de su tío materno Enrique I, al que le cayó una teja en la cabeza. En cambio, en el vecino reino de León gobernaba su padre, Alfonso IX. Por fin, en 1230, a la muerte de éste, Fernando III ascendió también al trono leonés, convirtiendo el reino de Castilla y León en la potencia hegemónica de la Península. Además de un monarca conquistador, Fernando III destacó por sus abundantes cualidades morales; fue muy querido por su pueblo, por su justicia y tolerancia. En 1248 Fernando culminó la conquista de Sevilla, tras un sitio de más de un año de duración. El 22 de diciembre entraron solemnemente en la ciudad el rey de Castilla y su corte, que durante un breve periodo se instaló en el antiguo alcázar de al-Mutamid. «Hechizado» por Sevilla, el rey la convirtió progresivamente en la capital y corte del reino de Castilla-León. Fernando murió el 30 de mayo de 1252, a los 51 años de edad.
El cardenal Richelieu Tras ganarse la confianza de Luix XIII, Richelieu se lanzó a una lucha sin cuartel contra los enemigos de Francia, tanto fuera como dentro del país, instaurando un régimen que muchos consideraron despótico. El cardenal de Richelieu ha arrastrado una fama de gobernante implacable, dispuesto a derramar sangre para atajar revueltas y conjuras y para afirmar la autoridad de la corona. Pero sería injusto reducir la figura de Richelieu a esta imagen; destacó por su inteligencia y capacidad política, además de profesar una religiosidad sincera y exigente. A lo largo de su gobierno, de 1624 a 1642, desarrolló una gran obra política, que abarcó diversos aspectos: reformas judiciales y administrativas, decisivas para la centralización del Estado; desarrollo del comercio exterior; o bien el impulso de la cultura francesa, que culminó con la fundación de la Academia en 1635. Célebre ha sido también su política dura y cruel, con la que pretendía terminar con decenios de guerras civiles y revueltas crónicas, y devolver a la monarquía francesa su prestigio internacional. En sus primeros años en la corte real, Richelieu fue visto con mucho recelo por Luis XIII, que rechazó en varias ocasiones su incorporación al gobierno. Pero gracias a su inteligencia y su energía acabó por conquistar la confianza del soberano, consciente de que el cardenal era el único que podría ayudarle a restablecer la monarquía francesa como potencia hegemónica de Europa. Richelieu desbarató varias conspiraciones nobiliarias, por lo que muchos nobles se dolieron del clima de miedo que implantó el cardenal en el país, que hacía «que apenas se atreva uno a hablar de su propia miseria en su casa y con su familia». En 1630 justificó su incansable represión pronunciando la siguiente frase: «No tengo más enemigos que los del Estado».
El cardenal Richelieu Tras ganarse la confianza de Luix XIII, Richelieu se lanzó a una lucha sin cuartel contra los enemigos de Francia, tanto fuera como dentro del país, instaurando un régimen que muchos consideraron despótico. El cardenal de Richelieu ha arrastrado una fama de gobernante implacable, dispuesto a derramar sangre para atajar revueltas y conjuras y para afirmar la autoridad de la corona. Pero sería injusto reducir la figura de Richelieu a esta imagen; destacó por su inteligencia y capacidad política, además de profesar una religiosidad sincera y exigente. A lo largo de su gobierno, de 1624 a 1642, desarrolló una gran obra política, que abarcó diversos aspectos: reformas judiciales y administrativas, decisivas para la centralización del Estado; desarrollo del comercio exterior; o bien el impulso de la cultura francesa, que culminó con la fundación de la Academia en 1635. Célebre ha sido también su política dura y cruel, con la que pretendía terminar con decenios de guerras civiles y revueltas crónicas, y devolver a la monarquía francesa su prestigio internacional. En sus primeros años en la corte real, Richelieu fue visto con mucho recelo por Luis XIII, que rechazó en varias ocasiones su incorporación al gobierno. Pero gracias a su inteligencia y su energía acabó por conquistar la confianza del soberano, consciente de que el cardenal era el único que podría ayudarle a restablecer la monarquía francesa como potencia hegemónica de Europa. Richelieu desbarató varias conspiraciones nobiliarias, por lo que muchos nobles se dolieron del clima de miedo que implantó el cardenal en el país, que hacía «que apenas se atreva uno a hablar de su propia miseria en su casa y con su familia». En 1630 justificó su incansable represión pronunciando la siguiente frase: «No tengo más enemigos que los del Estado».
Atila, el temido rey de los hunos A mediados del siglo V d.C., el soberano de los belicosos hunos, Atila, obligó al debilitado Imperio romano de Oriente a pagarle un cuantioso tributo. Envalentonado por su éxito, puso su mirada sobre un exhausto Imperio romano de Occidente, pero fue vencido en la batalla de los Campos Cataláunicos por el general Aecio, al frente de una coalición de romanos y pueblos bárbaros. Obligó al Imperio romano de Oriente a pagarle un duro tributo, y estuvo a punto de derrotar al mayor ejército jamás reunido por el Imperio de Occidente. Su solo nombre, Atila, despertaba un terror invencible. Los hunos aparecieron en la escena europea muy avanzado el siglo IV d.C. En el año 376, los godos, huyendo de esos terroríficos nómadas venidos de Asia, pidieron al Imperio romano tierras para asentarse al sur del Danubio, y luego avanzaron hacia Constantinopla. El emperador Valente intentó detenerlos, pero sufrió una terrible derrota en Adrianópolis (378) y murió en el tumulto de ese choque brutal. Comenzaba, así, una nueva etapa histórica: la de las invasiones bárbaras y la decadencia final del Imperio. Se dibuja, así, un nuevo mapa político, aunque todavía un amplio y poderoso ejército imperial, liderado por eficaces comandantes como Estilicen y Aecio, logra resistir y sostener el Imperio de Occidente, mientras que el de Oriente tiene que comprar la paz a los hunos con montones de oro en tributos anuales. Pero mientras que los otros pueblos bárbaros ansiaban establecerse dentro de los límites del mundo romano, gozando de las ventajas de su civilización, como aliados o federados, en el caso de los hunos, nómadas guerreros que no cultivaban la tierra y vivían del saqueo, este tipo de convivencia resultaba imposible. Una vez establecidos en la vasta llanura húngara y unificadas las tribus bajo el mando único de Rúas, los hunos, ahora más fuertes y ambiciosos, desafiaron a un imperio decadente y dividido, con dos cortes imperiales, una en Constantinopla y otra en Ravena, ambas agitadas por mezquinas intrigas. Hacia el año 440, Bleda y su hermano menor Atila sucedieron en el trono a Rúas, quien había extendido sus dominios hasta las riberas del Rin y del Danubio. En el año 445, tras la firma de un ventajoso tratado de paz con Teodosio II, emperador de Oriente, Atila se deshizo de Bleda. Cuando éste tomó el poder como soberano único, los hunos eran dueños de un vasto territorio que se extendía desde el Báltico al mar Negro. Su dominio sobre decenas de pueblos (ostrogodos, alanos, esquiros, gépidos… descansaba tanto en la superioridad militar de los hunos como en la capacidad de sus soberanos de obtener recursos con los que compraba la fidelidad de los caudillos vasallos y aliados. De ahí su presión sobre el Imperio romano de Oriente, cuyos tributos en oro necesitaba, y sus incursiones en el Imperio de Occidente, en busca de botín y nuevas conquistas. Buen articulo de esta revista, acabo de comprarla en un Metro, ya es pasada, pero buena.
Atila, el temido rey de los hunos A mediados del siglo V d.C., el soberano de los belicosos hunos, Atila, obligó al debilitado Imperio romano de Oriente a pagarle un cuantioso tributo. Envalentonado por su éxito, puso su mirada sobre un exhausto Imperio romano de Occidente, pero fue vencido en la batalla de los Campos Cataláunicos por el general Aecio, al frente de una coalición de romanos y pueblos bárbaros. Obligó al Imperio romano de Oriente a pagarle un duro tributo, y estuvo a punto de derrotar al mayor ejército jamás reunido por el Imperio de Occidente. Su solo nombre, Atila, despertaba un terror invencible. Los hunos aparecieron en la escena europea muy avanzado el siglo IV d.C. En el año 376, los godos, huyendo de esos terroríficos nómadas venidos de Asia, pidieron al Imperio romano tierras para asentarse al sur del Danubio, y luego avanzaron hacia Constantinopla. El emperador Valente intentó detenerlos, pero sufrió una terrible derrota en Adrianópolis (378) y murió en el tumulto de ese choque brutal. Comenzaba, así, una nueva etapa histórica: la de las invasiones bárbaras y la decadencia final del Imperio. Se dibuja, así, un nuevo mapa político, aunque todavía un amplio y poderoso ejército imperial, liderado por eficaces comandantes como Estilicen y Aecio, logra resistir y sostener el Imperio de Occidente, mientras que el de Oriente tiene que comprar la paz a los hunos con montones de oro en tributos anuales. Pero mientras que los otros pueblos bárbaros ansiaban establecerse dentro de los límites del mundo romano, gozando de las ventajas de su civilización, como aliados o federados, en el caso de los hunos, nómadas guerreros que no cultivaban la tierra y vivían del saqueo, este tipo de convivencia resultaba imposible. Una vez establecidos en la vasta llanura húngara y unificadas las tribus bajo el mando único de Rúas, los hunos, ahora más fuertes y ambiciosos, desafiaron a un imperio decadente y dividido, con dos cortes imperiales, una en Constantinopla y otra en Ravena, ambas agitadas por mezquinas intrigas. Hacia el año 440, Bleda y su hermano menor Atila sucedieron en el trono a Rúas, quien había extendido sus dominios hasta las riberas del Rin y del Danubio. En el año 445, tras la firma de un ventajoso tratado de paz con Teodosio II, emperador de Oriente, Atila se deshizo de Bleda. Cuando éste tomó el poder como soberano único, los hunos eran dueños de un vasto territorio que se extendía desde el Báltico al mar Negro. Su dominio sobre decenas de pueblos (ostrogodos, alanos, esquiros, gépidos… descansaba tanto en la superioridad militar de los hunos como en la capacidad de sus soberanos de obtener recursos con los que compraba la fidelidad de los caudillos vasallos y aliados. De ahí su presión sobre el Imperio romano de Oriente, cuyos tributos en oro necesitaba, y sus incursiones en el Imperio de Occidente, en busca de botín y nuevas conquistas. Buen articulo de esta revista, acabo de comprarla en un Metro, ya es pasada, pero buena.
Solo me queda agradecerle, por este comentario los articulos estan interesantes, muchas gracias por su desprendimiento, los artículos te engachan gracias por engrandecer mi conocimiento.
Solo me queda agradecerle, por este comentario los articulos estan interesantes, muchas gracias por su desprendimiento, los artículos te engachan gracias por engrandecer mi conocimiento.