Oscar Wilde - El Ruiseñor y la rosa y otros cuentos

Tema en 'Libros y Lectura' iniciado por Antrax, 3 Sep 2008.

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    El ruiseñor y la rosa

    -“Ha dicho que bailaría conmigo si le llevo rosas rojas” -exclamaba desolado el
    joven estudiante-. “Pero no hay ni una sola rosa roja en todo mi jardín.”
    En el encino, desde su nido, oyóle el ruiseñor, y le miró a través del follaje.
    “¡Ni una sola rosa roja en todo mi jardín!” -seguía lamentándose, y sus bellos ojos
    se llenaron de lágrimas- “¡Ah!, ¡de qué., cosas tan pequeñas depende la felicidad! Yo he
    leído todo lo escrito por los sabios, conozco todos los secretos de la filosofía. Y ahora, por
    la posesión de una rosa roja, siento mi vida destrozada.”
    “He aquí, al fin, un verdadero enamorado” -dijo el ruiseñor-. “Noche tras noche he
    cantado para él, a pesar de no conocerle: Noche tras noche lo he descrito a las estrellas, y
    ahora le contemplo. Su cabello es oscuro como la flor del jacinto, y sus labios rojos como
    la rosa que desea encontrar; pero su ansiedad ha tornado su faz tan pálida como el marfil;
    y la tristeza le ha dejado su sello en la frente.”
    -“El Príncipe da un baile mañana en la noche” -murmuró el joven estudiante-. “Y
    mi amada formará parte del cortejo. Si le obsequio una rosa roja, bailará conmigo hasta el
    amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré entre mis brazos, y su cabeza descansará sobre
    mi hombro, y su mano será aprisionada por la mía. Pero no hay ninguna rosa roja en
    mi jardín; me sentaré solo y ella pasará ante mí, no me hará caso, y sentiré desgarrarse mi
    corazón.”
    -“Aquí, sin lugar a dudas, está el perfecto enamorado” -dijo de nuevo el ruiseñor-.
    “Lo que yo canto, para él es sufrimiento; lo que para mí es alegría, para él es dolor.
    Ciertamente el amor es algo maravilloso. Es más valioso que las esmeraldas, y más
    precioso que los finos ópalos. Ni las perlas ni los granates pueden comprarle, porque no
    está venal en los mercados. No puede adquirirse con los traficantes, ni pesarse en una
    balanza como el oro.”
    -“Los músicos estarán en su estrado” -decía el estudiante-, “tocando sus
    instrumentos de cuerda, y mi amada bailará al acompañamiento de arpa y violín. Bailará
    en forma tan sublime, que sus pies no tocarán el suelo, y los cortesanos con sus vistosos
    trajes formarán rueda alrededor de ella, pero no bailará conmigo, porque no poseo una
    rosa roja para brindársela”. -Y se dejó caer sobre la hierba, y ocultando su cara entre las
    manos, lloró.
    -“¿Por qué llora?” -preguntó una pequeña lagartija verde, pasando con su cola
    levantada junto al ruiseñor.
    -“De veras, ¿por qué?” -dijo una mariposa que revoloteaba en un rayo de sol.
    -“Es cierto, ¿por qué?” -susurró en voz baja y melodiosa, una margarita a su vecina.
    -“Llora por una rosa roja” -dijo el ruiseñor.
    -“¿Por una rosa roja?” -exclamaron todos- “¡Qué tontería!” Y la lagartija, que era
    algo cínica, se echó a reír.
    Pero el ruiseñor conocía el secreto de la pena del estudiante, y permanecía
    silencioso, posado en el encino, y reflexionando sobre el misterio del amor. De pronto,
    extendiendo sus alas oscuras para volar, se remontó en el aire. Pasó a través de la arboleda
    como una sombra, y como una sombra cruzó el jardín.
    En el centro del parterre se erguía un rosal precioso, y al vislumbrarlo, voló hacia él
    en seguida.
    -“Dame una rosa roja” -dijo suplicante- “y te cantaré la más dulce de mis
    canciones”.
    Pero el rosal sacudió su cabeza.
    -“Mis rosas son blancas” -contestó-. “Tan blancas como la espuma del mar, y más
    blancas que la nieve en la cumbre de las montañas. Pero ve a mi hermano que crece
    alrededor del reloj de sol, y quizá pueda darte lo que quieres.”

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    Antrax, 3 Sep 2008

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    Entonces el ruiseñor voló sobre el rosal que crecía alrededor del reloj de sol.
    -“Dame una rosa roja” -imploraba- “y te cantaré la más dulce de mis canciones”.
    Pero el rosal sacudió su cabeza. –“Mis rosas son amarillas” -respondió-. “Tan
    amarillas como el cabello de la sirena que reposa en un trono de ámbar, y más amarillas
    que el narciso que florea en los prados, antes de que el segador llegue con su hoz. Pero ve
    con mi hermano que crece bajo la ventana del estudiante, y quizá pueda darte lo que
    deseas.”
    Entonces el ruiseñor voló sobre el rosal que crecía bajo la ventana del estudiante.
    -“Dame una rosa roja” -dijo- “y te cantaré la más dulce de mis canciones”.
    Pero el rosal sacudió la cabeza. –“Mis rosas son rojas, tan rojas como la pata de la
    paloma; y más rojas que los hermosos abanicos de coral que se mecen y mecen, en las
    profundas cavernas del océano. Pero el invierno ha helado mis venas, y la escarcha ha
    quemado mis capullos, y la tormenta ha quebrado mis ramas, y no tendré rosas en todo el
    año.”
    Y el ruiseñor insistía:
    -“Una sola rosa roja es lo que necesito. ¡Sólo una rosa roja! ¿No existe algún medio
    por el cual pueda conseguirla?”
    -”Hay una forma en que podrías conseguirla” -contestó el rosal-. “Pero es tan
    terrible, que no me atrevo a decírtelo.”
    -“Dímelo” -dijo el ruiseñor-. “No tengo miedo.”
    -“Si quieres una rosa roja, la tendrás que formar con música a la luz de la luna, y
    teñirla con la sangre de tu propio corazón. Tendrás que cantarme con tu pecho apoyado
    contra una espina. Toda la noche deberás cantarme, y la espina rasgará tu corazón, y la
    vida de tu sangre correrá por mis venas, y será mía.”
    -“La vida es un precio muy elevado por una rosa roja” -dije el ruiseñor- “y la vida
    nos es a todos muy querida. Es agradable posarse en los árboles del bosque, contemplar el
    sol en su carroza de oro, y la luna en su carroza de nácar. Es dulce el aroma del espino
    blanco, y dulces son las campánulas azules que se ocultan en los valles, y el brezo que se
    esparce en las colinas. Sin embargo, el amor es mejor que la vida, y... ¿qué es el corazón
    de un pájaro, comparado con el corazón de un hombre?”
    Entonces extendió sus oscuras alas para volar, y se remontó en el aire. Se deslizó
    sobre el jardín, como una sombra, y como una sombra cruzó el bosque.
    El joven estudiante permanecía tendido sobre la hierba en el mismo lugar donde le
    había dejado; y las lágrimas no desaparecían aún de sus hermosos ojos.
    -“Alégrate!” -gritó el ruiseñor- “¡alégrate!, ¡vas a conseguir tu rosa roja! La voy a
    crear con música, a la luz de la luna, y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Todo
    lo que pido de ti, en recompensa, es que seas un enamorado perfecto, porque el Amor es
    más sabio que la Filosofía, aunque ella sea sabia; y más fuerte que la fuerza, aunque ella
    sea fuerte. Sus alas tienen el color del fuego, y el fuego ilumina su cuerpo. Sus labios son
    dulces como la miel, y su aliento es como el incienso.
    El estudiante mirando hacia arriba escuchó. Pero no pudo entender la confidencia
    del ruiseñor, pues sólo le era posible comprender las cosas que estaban escritas en los
    libros.
    Pero el encino, dándose cuenta de todo, se sintió triste; porque quería mucho al
    ruiseñor que había hecho su nido entre sus ramas.
    -“Cántame una última canción” -murmuró-, “me voy a sentir muy solo cuando te
    vayas”.
    Entonces el ruiseñor cantó para el encino, y su canto era fluido como agua
    cristalina, vertida de un ánfora de plata.

    Al terminar su canción, pudo ver que el estudiante se levantaba, sacando al mismo
    tiempo de su bolsillo, un cuaderno y un lápiz.
    -“El ruiseñor es hermoso” -se decía mientras caminaba por el bosque- “no puede
    negársele; pero, ¿posee sentimientos? Creo que no. En realidad, es igual a la mayoría de
    los artistas; todo en él es estilo y forma, sin sinceridad. No se sacrificaría por otros. No
    piensa más que en la música, y todo mundo sabe que las artes se caracterizan por su
    egoísmo. No obstante, hay que reconocer que emite algunas notas preciosas en su canto.
    ¡Qué lástima que no signifiquen nada, o se conviertan en algo bueno y práctico” -Y entró
    a su cuarto, y acostándose en un catre desvencijado, y pensando en su amada, después de
    unos momentos, se había dormido.
    Y cuando la luna brillaba alta en los cielos, el ruiseñor voló hacia el rosal apoyando
    fuertemente su pecho contra la espina. Cantó durante toda la noche con el pecho oprimido
    sobre la espina; y la luna gélida, como hecha de cristal, se inclinaba hacia la tierra para
    escucharle. Cantó toda la noche, y la espina iba clavándose más y más honda en su pecho,
    y la sangre de su vida se escapaba... Primero cantó del amor naciente en el corazón de un
    joven y una doncella. Y en el retoño más alto del rosal apareció; pétalo tras pétalo, al
    igual que canción tras canción, una rosa espléndida. Al principio era pálida, como la
    neblina suspendida sobre el río, imprecisa como los primeros pasos de la mañana, y
    argentada como las alas de la aurora. Como el reflejo de una rosa en un espejo de plata,
    como la sombra de una rosa sobre un estanque de agua clara. ¡Así era la rosa que brotó en
    el retoño más alto del rosal!
    Pero el rosal le dijo al ruiseñor que apoyase con más fuerza su pecho contra la
    espina.
    -“Oprime más tu pecho contra la espina, ruiseñor” -decía el rosal- “o llegará el día
    antes de que la rosa esté terminada”.
    Entonces el ruiseñor uniendo su pecho con más fuerza a la espina, entonó una
    melodía cada vez más vibrante; ahora cantaba a la pasión naciente en el seno de un joven
    y una doncella.
    Y un delicado rubor iba cubriendo los pétalos de la rosa, igual al rubor que sube a la
    cara del novio cuando besa los labios de su desposada. Pero la espina aún no había
    llegado a su corazón, así que la corola de la rosa permanecía blanca, porque solamente la
    sangre del corazón de un ruiseñor puede encender el corazón de una rosa.
    Y el rosal decía al ruiseñor:
    -“Oprime más, pequeño ruiseñor; o llegará el día antes de que la rosa esté
    terminada.”
    Entonces el ruiseñor uniendo con todas sus fuerzas su pequeño pecho contra la
    espina, hizo que ésta hiriese su corazón, y el cruel espasmo del dolor le atravesó.
    Terrible, terrible era el dolor mientras el canto crecía alocado, más cantal a sonoro,
    porque ahora cantaba del amor perfeccionado por la muerte; del amor que no termina en
    la tumba.
    Y la rosa magnífica se tornó roja, como las rosas de Oriente. Rojos eran los pétalos
    que la circundaban, y rojo como el rubí era su corazón. Pero la voz del ruiseñor iba apagándose,
    y sus alas comenzaron a vibrar, y un velo le cubrió los ojos. Su canto era cada
    vez más débil, algo estrangulaba su garganta.
    Entonces lanzó un último trino musical. La pálida luna al oírlo, olvidándose de la
    aurora, estuvo vagando por los cielos. La rosa roja al escucharlo se estremeció en éxtasis,
    desplegando sus pétalos al aire fresco del amanecer. El eco lo fue llevando hasta la
    caverna oscura de las colinas, y despertó de sus sueños a los pastores. Fue flotando entre
    los cañaverales del río, y ellos hicieron llegar su mensaje al mar.

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    Antrax, 3 Sep 2008

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    -“¡Mira, mira!” -gritó el rosal- “Ya está terminada la rosa.” Pero el ruiseñor ya no
    podía contestar. Estaba muerto sobre la crecida hierba, con una espina clavada en el
    corazón.
    Y al mediodía el estudiante, abriendo su ventana, miró afuera. ¡Cómo... qué suerte
    maravillosa!” -exclamó-. “¡Hay una rosa roja! ¡Nunca había visto rosa como ésta en toda
    mi vida! ¡Es tan hermosa que seguramente tiene un nombre latino muy largo!” -E inclinándose
    la cortó.
    En seguida, poniéndose el sombrero, fue corriendo a casa del profesor, con la rosa
    en la mano.
    La hija del profesor estaba sentada en el umbral de su casa devanando seda azul en
    la rueca y su perro descansaba a sus pies.
    -“Me dijiste que bailarías conmigo, si te obsequiaba una rosa roja” - dijo el
    estudiante-. “Aquí tienes la rosa más roja de todo el mundo. La lucirás está noche junto a
    tu corazón, y mientras bailamos juntos, ella te dirá lo mucho que te amo.”
    Pero la muchacha hizo un gesto desdeñoso.
    -“Temo que no va a hacer juego con mi vestido, y además el sobrino del chambelán
    me ha obsequiado unas joyas finísimas, y todo el mundo sabe que las joyas valen más que
    las flores.
    -“En verdad, eres una ingrata” -dijo furioso el estudiante.
    Y tiró la rosa al arroyo, y un pesado carromato la deshizo.
    -“¿Ingrata...?, debo confesarte que me pareces un mal educado. Después de todo;
    ¿quién eres tú? Nada más un estudiante. Creo que ni tienes hebillas de plata en tus zapatos,
    como las tiene el sobrino del chambelán.”
    Y levantándose de la silla, entró en la casa.
    -“¡Qué cosa más tonta es el amor!” -dijo el estudiante alejándose-. “No tiene la
    mitad de utilidad que tiene la Lógica; porque no demuestra nada, y siempre nos habla de
    lo irrealizable, y nos hace creer en cosas que no existen. Verdaderamente es un
    sentimiento impráctico; y como en estos tiempos el ser práctico lo es todo, volveré a la
    Filosofía, y estudiaré Metafísica.”
    Así pues, regresó a su cuarto, y tomando en sus manos un gran libro polvoriento,
    comenzó a leer.

    FIN
     
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    El Gigante Egoista

    Todas las tardes al salir de la escuela tenían los niños la costumbre de ir a jugar
    al jardín del gigante.
    Era un jardín grande y bello, con suave hierba verde. Acá y allá sobre la hierba
    brotaban hermosas flores semejantes a estrellas, y había doce melocotoneros que en
    primavera se cubrían de flores delicadas rosa y perla y en otoño daban sabroso fruto.
    Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan melodiosamente que los niños
    dejaban de jugar para escucharles.
    -¡Qué felices somos aquí! -se gritaban unos a otros.
    Un día regresó el gigante. Había ido a visitar a su amigo el ogro de Cornualles, y
    se había quedado con él durante siete años. Al cabo de los siete años había agotado
    todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su
    castillo. Al llegar vio a los niños que estaban jugando en el jardín.
    -¿Qué estáis haciendo aquí? -gritó con voz muy bronca.
    Y los niños se escaparon corriendo.
    -Mi jardín es mi jardín -dijo el gigante-; cualquiera puede entender eso, y no
    permitiré que nadie más que yo juegue en él.
    Así que lo cercó con una alta tapia, y puso este letrero:
    "SE PERSEGUIRÁ A LOS TRANSGRESORES"

    Era un gigante muy egoísta.
    Los pobres niños no tenían ya dónde jugar. Intentaron jugar en la carretera, pero
    la carretera estaba muy polvorienta y llena de duros guijarros, y no les gustaba. Solían
    dar vueltas alrededor del alto muro cuando terminaban las clases y hablaban del bello
    jardín que había al otro lado.
    -¡Qué felices éramos allí! -se decían.
    Luego llegó la primavera y todo el campo se llenó de florecillas y de pajarillos.
    Sólo en el jardín del gigante egoísta seguía siendo invierno. A los pájaros no les interesaba
    cantar en él, ya que no había niños, y los árboles se olvidaban de florecer. En
    una ocasión una hermosa flor levantó la cabeza por encima de la hierba, pero cuando
    vio el letrero sintió tanta pena por los niños que se volvió a deslizar en la tierra y se
    echó a dormir. Los únicos que se alegraron fueron la nieve y la escarcha.
    -La primavera se ha olvidado de este jardín -exclamaron-, así que viviremos aquí
    todo el año.
    La nieve cubrió la hierba con su gran manto blanco, y la escarcha pintó todos los
    árboles de plata. Luego invitaron al viento del Norte a vivir con ellas, y acudió. Iba
    envuelto en pieles, y bramaba todo el día por el jardín, y soplaba sobre las chimeneas
    hasta que las tiraba.
    -Este es un lugar delicioso -dijo-. Tenemos que pedir al granizo que nos haga
    una visita.
    Y llegó el granizo. Todos los días, durante tres horas, repiqueteaba sobre el
    tejado del castillo hasta que rompió casi toda la pizarra, y luego corría dando vueltas y
    más vueltas por el jardín tan deprisa como podía. Iba vestido de gris, y su aliento era
    como el hielo.

    -No puedo comprender por qué la primavera se retrasa tanto en llegar -decía el
    gigante egoísta cuando sentado a la ventana contemplaba su frío jardín blanco-. Espero
    que cambie el tiempo.
    Pero la primavera no llegaba nunca, ni el verano. El otoño dio frutos dorados a
    todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.
    -Es demasiado egoísta -decía.
    Así es que siempre era invierno allí, y el viento del Norte y el granizo y la
    escarcha y la nieve danzaban entre los árboles.
    Una mañana, cuando estaba el gigante en su lecho, despierto, oyó una hermosa
    música. Sonaba tan melodiosa a su oído que pensó que debían de ser los músicos del
    rey que pasaban. En realidad era sólo un pequeño pardillo que cantaba delante de su
    ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar a un pájaro en su jardín que le
    pareció la música más bella del mundo. Entonces el granizo dejó de danzar sobre su
    cabeza, y el viento del Norte dejó de bramar, y llegó hasta él un perfume delicioso a
    través de la ventana abierta.
    -Creo que la primavera ha llegado por fin -dijo el gigante.
    Y saltó del lecho y se asomó. ¿Y qué es lo que vio?
    Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha de la tapia, los niños habían
    entrado arrastrándose, y estaban sentados en las ramas de los árboles. En cada árbol de
    los que podía ver había un niño pequeño. Y los árboles estaban tan contentos de tener
    otra vez a los niños, que se habían cubierto de flores y mecían las ramas suavemente
    sobre las cabezas infantiles. Los pájaros revoloteaban y gorjeaban de gozo, y las flores
    se asomaban entre la hierba verde y reían. Era una bella escena. Sólo en un rincón
    seguía siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y había en él un niño
    pequeño; era tan pequeño, que no podía llegar a las ramas del árbol, y daba vueltas a
    su alrededor, llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía enteramente
    cubierto de escarcha y de nieve, y el viento del Norte soplaba y bramaba sobre su
    copa.
    -Trepa, niño -decía el árbol-, e inclinaba las ramas lo más que podía.
    Pero el niño era demasiado pequeño.
    Y el corazón del gigante se enterneció mientras miraba.
    -¡Qué egoísta he sido! -se dijo-; ahora sé por qué la primavera no quería venir
    aquí. Subiré a ese pobre niño a la copa del árbol y luego derribaré la tapia, y mi jardín
    será el campo de recreo de los niños para siempre jamás.
    Realmente sentía mucho lo que había hecho.
    Así que bajó cautelosamente las escaleras y abrió la puerta principal muy
    suavemente y salió al jardín. Pero cuando los niños le vieron se asustaron tanto que se
    escaparon todos corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno. Sólo el niño pequeño
    no corrió, pues tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio llegar al gigante. Y el
    gigante se acercó a él silenciosamente por detrás y le cogió con suavidad en su mano y
    le subió al árbol. Y al punto el árbol rompió en flor, y vinieron los pájaros a cantar en
    él; y el niño extendió sus dos brazos y rodeó con ellos el cuello del gigante, y le besó.
    Y cuando vieron los otros niños que el gigante ya no era malvado, volvieron
    corriendo, y con ellos llegó la primavera.
    -El jardín es vuestro ahora, niños -dijo el gigante.
    Y tomó un hacha grande y derribó la tapia.
    Y cuando iba la gente al mercado a las doce encontró al gigante jugando con los
    niños en el más bello jardín que habían visto en su vida.
    Jugaron todo el día, y al atardecer fueron a decir adiós al gigante.

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    -Pero ¿dónde está vuestro pequeño compañero -preguntó él-, el niño que subí al
    árbol?
    Era al que más quería el gigante, porque le había besado.
    -No sabemos -respondieron los niños-; se ha ido.
    -Tenéis que decirle que no deje de venir mañana -dijo el gigante.
    Pero los niños replicaron que no sabían dónde vivía, y que era la primera vez que
    le veían; y el gigante se puso muy triste.
    Todas las tardes, cuando terminaban las clases, los niños iban a jugar con el
    gigante. Pero al pequeño a quien él amaba no se le volvió a ver. El gigante era muy
    cariñoso con todos los niños; sin embargo, echaba en falta a su primer amiguito, y a
    menudo hablaba de él.
    -¡Cómo me gustaría verle! -solía decir.
    Pasaron los años, y el gigante se volvió muy viejo y muy débil. Ya no podía
    jugar, así que se sentaba en un enorme sillón y miraba jugar a los niños, y admiraba su
    jardín.
    -Tengo muchas bellas flores -decía-, pero los niños son las flores más hermosas.
    Una mañana de invierno miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el
    invierno, pues sabía que era tan sólo la primavera dormida, y que las flores estaban
    descansando.
    De pronto, se frotó los ojos, como si no pudiera creer lo que veía, y miró, y miró.
    Ciertamente era un espectáculo maravilloso. En el rincón más lejano del jardín había
    un árbol completamente cubierto de flores blancas; sus ramas eran todas de oro, y de
    ellas colgaba fruta de plata, y al pie estaba el niño al que el gigante había amado.
    Bajó corriendo las escaleras el gigante con gran alegría, y salió al jardín.
    Atravesó presurosamente la hierba y se acercó al niño. Y cuando estuvo muy cerca su
    rostro enrojeció de ira, y dijo:
    -¿Quién se ha atrevido a herirte?
    Pues en las palmas de las manos del niño había señales de dos clavos, y las
    señales de dos clavos estaban asimismo en sus piececitos.
    -¿Quién se ha atrevido a herirte? -gritó el gigante-; dímelo y cogeré mi gran
    espada para matarle.
    -¡No! -respondió el niño-; estas son las heridas del amor.
    -¿Quién eres tú? -dijo el gigante, y le embargó un extraño temor, y se puso de
    rodillas ante el niño.
    Y el niño sonrió al gigante y le dijo:
    -Tú me dejaste una vez jugar en tu jardín; hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el paraíso.
    Y cuando llegaron corriendo los niños aquella tarde, encontraron al gigante que yacía muerto bajo el árbol, completamente cubierto de flores blancas.

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    [FONT=&quot]El cumpleaños de la infanta[/FONT]


    [FONT=&quot]Era el día del cumpleaños de la Infanta, la princesita real de España. Ella cumplía doce años, y el sol iluminaba con esplendor los jardines del Palacio.[/FONT]
    [FONT=&quot]Por más que fuese una Princesa de sangre real, y además Infanta del inmenso imperio de España, también ella debía resignarse a no tener más que un cumpleaños cada año, lo mismo que los hijos de los plebeyos del reino. Era, por lo tanto, muy importante para todos que ese día fuera un día hermoso. ¡ Y era un día lindísimo! Los arrogantes tulipanes se erguían en sus tallos, como largas filas de soldados y miraban desafiantes a las rosas, diciendo:[/FONT]
    [FONT=&quot]—¡Hoy somos tan hermosos como ustedes![/FONT]
    [FONT=&quot]Las rojas mariposas revoloteaban alrededor, con alas empolvadas de oro, y visitaban una por una todas las flores; las lagartijas de verde tornasol habían salido de los muros para tomar el sol, y las granadas se abrían con el calor, dejando ver sus corazones rojos. Hasta los pálidos limones amarillentos, que crecían a lo largo de las arcadas sombrías, tomaban del sol un color más rico y resplandeciente, y las magnolias abrían sus grandes flores color marfil, embalsamando el aire con un perfume dulce y pungente al mismo tiempo. [/FONT]
    [FONT=&quot]La Princesita[/FONT][FONT=&quot] con sus compañeros se paseaban por la terraza del palacio que se abría sobre aquel jardín, y después jugó a las escondidas alrededor de los jarrones de piedra y las antiguas estatuas cubiertas de musgo. Por lo general sólo se le permitía jugar con niños de su misma alcurnia, así es que casi siempre tenía que jugar sola. Pero su cumpleaños era una ocasión excepcional, y el Rey había ordenado que la niña pudiese invitar a todos los amigos que quisiera.[/FONT]
    [FONT=&quot]Los movimientos de los esbeltos niños españoles tienen una gracia majestuosa; los muchachos con sus sombreros anchos, adornados de plumas, y sus capitas flotantes; las niñas, recogiendo la cola de sus largos vestidos de brocado y protegiendo sus ojos del sol con grandes abanicos negro y plata. Pero la Infanta era la más encantadora de todas, y la mejor vestida, según la aparatosa moda de aquellos tiempos. Llevaba un traje de raso gris con amplias mangas abullonadas, damasquinadas de plata, y un rígido corpiño cruzado por hilos de perlas finas. Al caminar, dos pequeños escarpines, con moñitos de cinta carmesí, se le asomaban debajo de la falda. Su inmenso abanico de gasa era rosa y nácar, y en la cabellera, que rodeaba su carita pálida como un halo de oro, llevaba prendida una rosa blanca.[/FONT]
    [FONT=&quot]Triste y melancólico, el Rey observaba a los niños desde una ventana del palacio. Detrás de él estaba, de pie, su hermano, don Pedro de Aragón, a quién odiaba, y su confesor, el Gran Inquisidor de Granada, estaba sentado a su lado.[/FONT]
    [FONT=&quot]El Rey estaba más triste que de costumbre, porque al ver a la Infanta saludando con gravedad infantil a los cortesanos, o riéndose detrás del abanico de la horrible Duquesa de Alburquerque, quien la acompañaba siempre, se acordaba de la Reina, la madre de la Infanta, que había venido del alegre país de Francia, para marchitarse en el sombrío esplendor de la Corte de España. Su amada reina había muerto seis meses después de nacer su hija, sin alcanzar a ver florecer dos veces los almendros del jardín. Tan grande había sido el amor del Rey por ella, que no permitió que la tumba se la robara por completo. Un médico moro al que perdonaron la vida —porque según se murmuraba en el Santo Oficio, era hereje y sospechoso de practicar la brujería—, la embalsamó, y el cuerpo de la Reina todavía descansaba en su ataúd, en la capilla de mármol negro del Palacio, tal como los monjes la habían dejado un tempestuoso día de marzo, doce años atrás. Cubierto por una capa oscura y con una bujía en la mano, el Rey iba a arrodillarse al lado del sepulcro cada primer viernes del mes.[/FONT]
    [FONT=&quot]—¡Reina mía, Reina mía! —gemía roncamente.[/FONT]
    [FONT=&quot]Y a veces, olvidando la rígida etiqueta que gobierna cada acto de la vida y limita hasta las expresiones del dolor en un Rey, tomaba entre las suyas aquellas manos pálidas y enjoyadas, y trataba de reanimar con besos insensatos aquel rostro maquillado y frío.[/FONT]
    [FONT=&quot]Sin embargo, esta mañana le parecía verla de nuevo tal como aquella vez en que la contempló por primera vez en el castillo de Fontainebleau, cuando él sólo tenía quince años, y ella era aún menor. Fue en aquella ocasión, cuando sellaron los esponsales ante el Nuncio de Su Santidad, el propio Rey de Francia y toda su Corte. Poco después él había regresado a El Escorial, llevando junto al corazón un rizo de cabellos rubios y el recuerdo de dos labios infantiles que se inclinaban a besarle la mano cuando subía a la carroza. Más tarde celebraron su matrimonio en Burgos, ciudad próxima a la frontera de ambos países, y en seguida entraron solemnemente en Madrid, asistieron a la tradicional misa mayor en la Iglesia de Atocha, y dictaron un auto de fe más solemne que de costumbre, por el cual más de trescientos herejes fueron entregados a la hoguera.[/FONT]
    [FONT=&quot]Sí, el Rey la había amado con locura, y para su propio infortunio. Apenas permitía que se apartara de su lado, y por ella olvidaba, o al menos parecía olvidar, los graves asuntos del Estado. La amaba tanto que jamás llegó a comprender que las complicadas ceremonias con que trataba de entretenerla, sólo conseguían agravar la extraña enfermedad que ella padecía. Cuando la reina falleció, el Rey anduvo algún tiempo como privado de razón. Y sin duda habría abdicado para recluirse en el Gran Monasterio Trapense de Granada, si no hubiese temido dejar a la Infanta, que todavía no tenía un año, en manos de su hermano, cuya crueldad y ambición eran famosas en toda España. Además muchos sospechaban que don Pedro de Aragón había provocado la muerte de la Reina, ofreciéndole unos guantes envenenados cuando ella lo visitó en su castillo de Aragón. Después de pasar los tres años de luto oficial que ordenó en todos sus dominios, el Rey no toleró que sus ministros le hablasen de un nuevo matrimonio. El mismo Emperador de Alemania le ofreció la mano de su sobrina, la encantadora Archiduquesa de Bohemia, pero el Rey dijo a los embajadores que él ya había contraído nupcias con el Dolor. Esta respuesta le costó a su trono perder las ricas provincias de los Países Bajos, que se revelaron contra él, acaudilladas por los fanáticos hugonotes.[/FONT]
    [FONT=&quot]Mientras veía a la Infanta jugar en la terraza, recordaba toda su vida conyugal, con sus goces vehementes y su terrible agonía. La niña tenía, al igual que la Reina, esa petulancia deliciosa, ese gesto voluntarioso, la misma boca encantadora con arrogantes labios altivos, y misma sonrisa maravillosa de su madre cuando miraba hacia la ventana o tendía la manito para que la besaran los solemnes hidalgos españoles. Pero la risa penetrante de los niños le lastimaba los oídos, y el resplandor del sol se burlaba de su tristeza, y un perfume denso de especias orientales, como las que utilizan los embalsamadores, parecía viciarle el aire puro de la mañana. Escondió entre las manos sus facciones, y cuando la Infanta miró nuevamente hacia la ventana, las cortinas estaban corridas, y el Rey se había retirado.[/FONT]
    continuara
     
    Antrax, 8 Sep 2008

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    [FONT=&quot]La Infanta[/FONT][FONT=&quot] hizo un gesto de desagrado y se encogió de hombros. Su padre tendría que haberla acompañado el día de su cumpleaños... ¿Qué podían importarle los aburridos asuntos del Estado?, o, ¿acaso se había ido a la sombría capilla, donde ardían continuamente los cirios, y a donde a ella no la dejaban entrar? ¡Qué tontería, cuando el sol brillaba alegremente y todo el mundo estaba contento! Además, se iba a perder el simulacro de corrida de toros, que ya anunciaban los sones de trompeta, sin contar los títeres y las demás maravillas.[/FONT][FONT=&quot]

    Su tío Pedro y el Gran Inquisidor eran más cuerdos. Habían bajado a la terraza para saludarla y decirle frases bellas y galantes. Levantó entonces su cabecita, y de la mano de don Pedro descendió lentamente las escalinatas, para dirigirse hacia un gran pabellón de seda púrpura que habían levantado a un extremo del jardín. Los demás niños la seguían por orden riguroso de precedencia, ya que iban primero aquellos que tenían una serie más larga de apellidos.[/FONT] [FONT=&quot]Un cortejo de niños nobles, vestidos de toreros, salió a su encuentro, y el joven Conde de Terra Nova, de catorce años y belleza asombrosa, se quitó el sombrero con toda la gracia de un hidalgo y la condujo con solemnidad a un pequeño trono de oro y marfil, colocado sobre un alto estrado que dominaba la plaza. Las muchachas se apiñaron a su alrededor, agitando sus inmensos abanicos y secreteándose entre ellas. Don Pedro y el Gran Inquisidor se quedaron riendo a la entrada. Hasta la Duquesa, dama de facciones enjutas y duras, no parecía de tan mal humor como de ordinario, y por su rostro se veía vagar algo parecido a una sonrisa fría y desvaída.[/FONT]
    [FONT=&quot]Fue por cierto una soberbia corrida de toros, mucho más bonita, pensaba la Infanta, que la corrida de verdad que había visto en Sevilla, cuando el Duque de Parma visitó a su padre. Algunos muchachos caracoleaban sobre caballos de madera y mimbre, esgrimiendo largas lanzas adornadas con gallardetes de colores brillantes; otros iban a pie agitando delante del toro sus capas escarlata y saltando ágilmente la barrera cuando arremetía contra ellos; y en cuanto al toro, era idéntico a uno de verdad, aunque sólo fuera de mimbre forrado de cuero, y mostrara una marcada tendencia a correr en dos patas por la plaza, cosa que nunca haría un toro verdadero. Sin embargo, se portó con tanta valentía, que las entusiasmadas doncellitas, terminaron subidas a los bancos, agitando sus pañuelos de encaje y voceando:[/FONT]
    [FONT=&quot]—¡Bravo toro! ¡Bravo, toro bravo! —igual que si fueran personas mayores.[/FONT]
    [FONT=&quot]Finalmente el Condecito de Terra Nova logró vencer al toro, y tras de recibir la venia de la Infanta, hundió con tanta fuerza su estoque de madera en el morrillo del animal, que la cabeza cayó a tierra, dejando ver el rostro sonriente del Vizconde de Lorena, hijo del Embajador de Francia en Madrid.[/FONT]
    [FONT=&quot]Después de eso, entre aplausos entusiastas, dos pajecitos moros despejaron el ruedo, arrastrando solemnemente los caballos muertos, y tras de un corto intermedio, en el que un equilibrista francés realizó unos ejercicios vertiginosos sobre la cuerda floja, aparecieron en el escenario de un teatro expresamente construido para ese día, unas marionetas italianas, representando la tragedia semiclásica de Sofonisba. La representaron tan bien y con gestos tan naturales, que al final de la obra los ojos de la infanta estaban bañados de lágrimas. Algunos niños lloriqueaban también, y hubo que consolarlos con golosinas. El mismo Gran Inquisidor se sintió tan conmovido que comentó a Don Pedro que le parecía intolerable que unos simples objetos de madera y cera, movidos por alambres, pudieran ser tan desdichados y sufrir tantas desdichas.[/FONT]
    [FONT=&quot]Apareció después un malabarista africano que traía una gran canasta cubierta con un velo rojo. La puso en el centro del ruedo, extrajo de su turbante una flauta de caña, y comenzó a tocar. De pronto el paño comenzó a agitarse y mientras la flauta emitía sonidos cada vez más penetrantes, dos serpientes de verde y oro asomaron sus extrañas cabezas triangulares, y se fueron levantando muy despacio, balanceándose al ritmo de la música, como una planta acuática se balancea en la corriente. Los niños se asustaron un poco, y se divirtieron mucho más cuando el malabarista hizo brotar de la tierra un naranjo diminuto, que súbitamente se cubrió de preciosas flores blancas, y por último exhibió racimos de verdaderas naranjas. Y también se sintieron fascinados cuando el africano le pidió su abanico a la hija del Marqués de Las Torres, y lo transformó en un pájaro azul, que revoloteó cantando entusiasmado alrededor del pabellón. Entonces el deleite y asombro de los niños no tuvo límite.[/FONT]
    [FONT=&quot]Luego vino el espectáculo encantador del solemne minué que bailaron los niños del coro de la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, de Zaragoza. La Infanta no había presenciado nunca esta maravillosa ceremonia que cada año se celebra durante el mes de mayo ante el altar mayor de la Virgen. Además ningún miembro de la familia real había vuelto a entrar en la catedral de Zaragoza desde que un sacerdote loco, y según, se dijo, sobornado por la solterona Isabel de Inglaterra, había intentado hacer comulgar al Príncipe de Asturias con una hostia envenenada. Por eso, la Infanta sólo conocía de oídas aquel minuet que todos llamaban la "Danza de Nuestra Señora".[/FONT]
    [FONT=&quot]Estos niños Zaragozanos venían vestidos con trajes antiguos, de terciopelo blanco, y sus tricornios estaban ribeteados de plata y adornados con grandes penachos de blanquísimas plumas de avestruz. Todo el mundo se sintió encantado por la lindura y dignidad con que bailaron las complicadas figuras de la danza y por la gracia de sus ademanes y reverencias. Cuando terminaron, se sacaron los sombreros para saludar a la Infanta, y ella contestó con mucha cortesía, prometiendo además mandar un gran cirio al santuario, para agradecer la alegría y el placer con que la habían agasajado.[/FONT]
    [FONT=&quot]En el momento en que salían de la iglesia, un grapo de gitanitos avanzó por la plaza. Se sentaron con las piernas cruzadas, formando circulo, y empezaron a tocar suavemente sus guitarras y citaras, al tiempo que canturreaban, casi imperceptiblemente, un aire soñador y melancólico. Cuando divisaron a don Pedro, algunos se aterraron, y otros pusieron el ceño adusto y embravecido, pues pocas semanas atrás don Pedro había mandado a ahorcar por brujería a dos hombres de la tribu; pero la Infanta, que los contemplaba por encima del abanico con sus grandes ojos azules, les encantó transformándoles el ánimo. Una criatura tan encantadora no podía ser cruel con nadie. Y continuaron tocando muy dulcemente, rozando las cuerdas con sus largas uñas, e inclinando sobre el pecho la cabeza, mientras cantaban como si estuvieran a punto de quedarse dormidos. Después se levantaron, desaparecieron por un instante, y regresaron con un lanudo oso pardo, sujeto por una cadena, que llevaba en los hombros varios monos de Berbería. El oso se puso de cabeza, con la mayor gravedad, y los monos hicieron todo tipo de piruetas con dos gitanillos de diez años. En verdad, los gitanos tuvieron un gran éxito con su presentación.[/FONT]
    [FONT=&quot]Pero lo más divertido de la fiesta, lo mejor de todo sin duda alguna, fue la danza del enanito. Cuando apareció en la plaza tambaleándose sobre sus piernas torcidas y balanceando su enorme cabezota deforme, los niños estallaron en ruidosas exclamaciones de alegría, y la infanta rió tanto que la camarera se vio obligada a recordarle que si bien muchas veces en España la hija de un Rey había llorado delante de sus pares, no había procedente de que una Princesa de Sangre Real se mostrara tan regocijada en presencia de personas inferiores a ella. Pero el enano era irresistible, y ni siquiera en la Corte de España, conocida por su afición a lo grotesco, se había visto jamás un monstruo tan extraordinario.[/FONT]
    [FONT=&quot]Fuera de eso, esta era la primera aparición en público del enano. El día anterior, mientras cazaban en uno de los Sitios más apartados del bosque de encinas que rodeaba la ciudad, lo habían descubierto dos nobles, corriendo locamente por entre los árboles. Los nobles pensaron que podía servir de diversión a la Princesa y lo llevaron al Palacio, ya que el padre del enano, un mísero carbonero, no puso dificultad alguna en que lo libraran de un hijo que era tan horrible como inútil. Tal vez lo más divertido era la absoluta inconsciencia que tenía el enano de su grotesco aspecto. Al contrario, parecía muy feliz y orgulloso. Tanto, que cuando los niños se reían, el también reía, tan franca y alegremente como ellos, y al terminar cada danza los saludaba con las más divertidas reverencias, como si fuera igual a ellos, y no un ser raquítico y deforme, que sólo servía para que los demás tuviesen algo de qué burlarse.[/FONT]
    continua...
    [FONT=&quot][/FONT]
     
    Antrax, 8 Sep 2008

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    [FONT=&quot]La Infanta[/FONT][FONT=&quot] lo había fascinado de un modo tal que al enano se le hacía imposible dejar de mirarla, y parecía bailar solamente para ella. Cuando terminó de bailar, la niña recordó haber visto a las grandes damas de la Corte arrojarle ramos de llores a Caffarelli, el famoso tiple italiano, y entonces, en parte por burla y en parte para enojar a su Camarera Mayor, sacó la rosa blanca de sus cabellos y la arrojó a la plaza con la más dulce de sus sonrisas.[/FONT]
    [FONT=&quot]El enano tomó la cosa muy en serio, besó la flor con sus gruesos labios y se llevó la mano al corazón antes de arrodillarse delante de la Infanta, gesticulando con sus ojos chispeantes de alegría.[/FONT]
    [FONT=&quot]Con esto se quebrantó la seriedad y compostura de la Infanta que no pudo contener la risa, ni siquiera cuando el enanito desapareció de la plaza, y manifestó a su tío el deseo de que se repitiera la danza de inmediato. Pero la Camarera Mayor decidió que el sol calentaba demasiado y que sería preferible que Su Alteza regresara sin tardanza al Palacio, donde le habían preparado una fiesta maravillosa.[/FONT]
    [FONT=&quot]Al fin, la Infanta se puso de pie con suma dignidad, y dio la orden de que el enanito danzase de nuevo para ella después de la siesta. Agradeció también al condecito de Terra Nova por su encantador recibimiento, y se retiró a sus habitaciones, seguida por los niños, en el mismo orden en que habían entrado.[/FONT]
    [FONT=&quot]Al saber que iba a bailar de nuevo ante la Infanta, obedeciendo sus expresas órdenes, el enanito se sintió tan orgulloso y feliz, que se lanzó a correr por el jardín besando la rosa blanca en un absurdo transporte de alegría, y gesticulando del modo más estrambótico y pagano.[/FONT]
    [FONT=&quot]Hasta las flores se indignaron de aquella insolente invasión a sus dominios, y cuando le vieron hacer piruetas por los paseos y agitar los brazos de modo tan ridículo, no pudieron contenerse.[/FONT]
    [FONT=&quot]—Es demasiado horrible para permitirle estar donde estamos nosotros —exclamaron los tulipanes.[/FONT]
    [FONT=&quot]—¡Ojalá bebiera jugo de amapolas, que lo hiciera dormir más de mil años! —dijeron las grandes azucenas, encendidas de ira.[/FONT]
    [FONT=&quot]—¡Qué cosa tan horrible! —aullaron las calceolarias—. Es contrahecho y rechoncho, y no puede haber mayor desproporción entre su cabeza y sus piernas. Si se nos llega a acercar va a conocer nuestros pelitos urticantes.[/FONT]
    [FONT=&quot]—¡Y lleva una de mis rosas más bella! —exclamó el rosal blanco—. Yo mismo se la di esta mañana a la Infanta, como regalo de cumpleaños. No cabe duda que la ha robado.[/FONT]
    [FONT=&quot]Y se puso a gritar con todas sus fuerzas:[/FONT]
    [FONT=&quot]—¡Atajen al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Al ladrón![/FONT]
    [FONT=&quot]Incluso los rojos geranios, que no suelen creerse grandes señores, y se les suele conocer por sus numerosas relaciones de dudosa calidad, se encresparon de disgusto cuando lo vieron. Y hasta las violetas mismas observaron —aunque dulcemente—, que si por cierto el enano era sumamente feo, la culpa no era de él. Algunas agregaron que siendo la fealdad del enanito casi ofensiva, demostraría más prudencia y buen gusto adoptando un aire melancólico o siquiera pensativo, en lugar de andar saltando como un enajenado y haciendo gestos tan grotescos y estúpidos.[/FONT]
    [FONT=&quot]En su despreocupación, el enano llegó a pasar rozando el viejo reloj de sol que antiguamente indicaba las horas nada menos que al Emperador Carlos V. El venerable reloj se desconcertó tanto, que casi se olvidó de señalar los minutos, y comentó con el pavo real plateado que tomaba el sol en la balaustrada, que todo el mundo podía advertir que los hijos de los Reyes eran Reyes, y carboneros los hijos de los carboneros. Afirmación que aprobó el pavo real:[/FONT]
    [FONT=&quot]—¡Indudablemente, indudablemente! —dijo con voz tan áspera y chillona que los peces dorados que vivían en la fuente, sacaron del agua la cabeza preguntando qué ocurría a los grandes tritones de piedra que arrojaban sus gruesos chorros para mantener fresca el agua.[/FONT]
    [FONT=&quot]Sin embargo, los pájaros amaban al enanito. Lo habían visto bailando en la selva, como un duendecillo detrás de los torbellinos de hojas, o acurrucado en el hueco de la vieja encina, compartiendo sus nueces con las ardillas, y no les importaba en absoluto que no tuviese esos rasgos que los humanos consideran belleza. Para ellos, el enano no era en absoluto feo. El mismo ruiseñor que canta tan dulcemente en los bosques de naranjos, no es muy hermoso que digamos. Además el enanito había sido muy bueno con ellos y durante aquel invierno crudísimo, cuando no ya en los árboles no quedaba fruta ni semilla alguna, y la tierra estaba dura como el hierro, y los lobos aullaban en las mismas puertas de la ciudad buscando alimento, el enanito no los había olvidado ni un sólo día; siempre les dio migajas de su mendrugo de pan negro y compartió con ellos su almuerzo, por más pobre que fuera.[/FONT]
    [FONT=&quot]Es por eso que volaron su alrededor, rozándole el rostro con una caricia de alas y hablando entre sí. El enanito estaba tan maravillado que les mostró la hermosa rosa blanca, y les dijo que se la había dado la propia Infanta, en prueba de amor.[/FONT]
    [FONT=&quot]Los pájaros no le entendieron ni una palabra, pero no importaba, porque ladeaban la cabeza y lo miraban con aire doctoral.[/FONT]
    [FONT=&quot]También las lagartijas sentían un aprecio muy grande por él, y cuando el enanito se cansó de dar volteretas por todos lados y se tendió sobre la hierba a descansar, jugaron y brincaron alrededor de él entreteniéndolo lo mejor posible.[/FONT]
    [FONT=&quot]—No todos pueden ser tan hermosos como una lagartija —exclamaban—, sería mucho pedir. Y, aunque parezca absurdo, no es tan feo cuando uno cierra los ojos y deja de verlo.[/FONT]
    [FONT=&quot]Las lagartijas son de naturaleza extraordinariamente filosófica, y muy a menudo se pasan horas y horas meditando, cuando no tienen otra cosa que hacer o llueve o hace demasiado frío para salir a pasear.[/FONT]
    [FONT=&quot]Las flores, ante esto, se sintieron fastidiadas por la manera cómo actuaban los lagartos y los pájaros, que para ellas resultaba desleal.[/FONT]
    [FONT=&quot]—Esto demuestra con toda claridad —decían—, como reblandece el cerebro ese ir y venir, ese revolotear sin sentido. La gente bien educada no se mueve de su sitio, como hacemos nosotras. ¿Quién nos ha visto corretear por los paseos o rotar sobre la hierba detrás de las libélulas? Cuando necesitamos cambiar de aire mandamos venir al jardinero, y él nos traslada de sitio. Pero los pájaros y los lagartos no tienen sentido del reposo, y de los pájaros en particular hasta se puede decir que no tienen domicilio fijo. Son simples vagabundos, como los gitanos, y como tales deberían ser tratados.[/FONT]


    continua...
    [FONT=&quot][/FONT]
     
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    [FONT=&quot]Y alzando sus corolas, adoptaron un aire más altanero todavía; sólo volvieron a mostrarse alegres cuando vieron que, poco rato después, el enanito se levantó de la hierba y atravesó la terraza en dirección al Palacio.[/FONT]
    [FONT=&quot]—Como asunto de higiene pública deberían encerrarlo bajo llave para el resto de su vida —comentaron las flores—. ¿Han visto esa joroba y esa piernas retorcidas? —y empezaron a reír burlonamente.[/FONT]
    [FONT=&quot]Pero el enanito no había escuchado nada. Amaba profundamente a las aves y las largatijas, y pensaba que las flores eran la cosa más maravillosa del mundo, exceptuando naturalmente a la Infanta; porque ella le había dado la rosa blanca, y le amaba, y eso establecía una gran diferencia.[/FONT]
    [FONT=&quot]¡Cómo anhelaba volver a encontrarse ante la Princesita! Ella lo sentaría a su diestra, y le sonreiría, y después no volvería a apartarse de su lado; iba a ser su compañero, y le enseñaría juegos deliciosos. Porque a pesar de no haber estado nunca antes en un Palacio, él sabia hacer muchas cosas admirables. Sabía hacer jaulitas de junco para encerrar los grillos, y que cantaran dentro; y con las cañas nudosas podía fabricar flautas y caramillos. Imitaba el grito de todas las aves, y podía hacer bajar a los estorninos de la copa de los árboles, y atraer a las garzas de la laguna.[/FONT]
    [FONT=&quot]El sabia reconocer las huellas de todos los animales y podía seguir la pista de la liebre por su rastro casi invisible, y la de los jabalíes por unas pocas hojas pisoteadas. Conocía todas las danzas salvajes: la danza desenfrenada del otoño, en traje rojo; la danza estival sobre las mieses, en sandalias azules; la danza con blancas guirnaldas de nieve, en el invierno; y la danza embriagada de las flores a través de los jardines en la primavera. Sabía en qué lugares las palomas torcazas ocultan sus nidos, y una vez que un cazador había capturado a los padres, él crió a los polluelos construyéndoles un pequeño palomar en la oquedad de un olmo desmochado. Y los domesticó con tanta habilidad que todas las mañanas acudían a comer en su mano. La Infanta también los amaría, lo mismo que a los conejos, que se hacen invisibles entre los grandes helechos y las zarzas; y a los grajos, de plumas aceradas y picos negros; y a los puercoespines que pueden convertirse en una bola de púas y a las grandes galápagos, que se arrastran lentamente, menean la cabeza y comen hojas tiernas y raíces suculentas. Sí, la Infanta iría a la selva, y jugaría con él. Por las noches le cedería su propia cama para que ella durmiese, y él la cuidaría hasta el alba, para que los lobos hambrientos no se allegasen demasiado a la choza. Y al amanecer, la despertaría con unos golpecitos en la ventana. Y se irían al bosque, y allí, bailando juntos, dejarían transcurrir el día entero.[/FONT]
    [FONT=&quot]Pero ¿dónde estaba la Infanta? Interrogó a la rosa blanca pero no obtuvo respuesta. Todo el Palacio parecía dormir, y hasta en las ventanas abiertas colgaban pesados cortinajes para amortiguar la resolana.[/FONT]
    [FONT=&quot]Después de dar mil vueltas buscando una entrada, halló finalmente una puertecilla, que había quedado entreabierta. Se deslizó dentro con cautela, y se encontró en un salón espléndido, mucho más espléndido, pensó atemorizado, que la misma selva. Todo era dorado, y hasta el piso estaba hecho de primorosos baldosines de colores, dispuestos en dibujos geométricos.[/FONT]
    [FONT=&quot]Pero la Infanta tampoco estaba allí; sólo había unas maravillosas estatuas blancas, que le miraban desde lo alto de sus zócalos de jaspe, con ojos de mirada ambigua y una extraña sonrisa en los labios.[/FONT]
    [FONT=&quot]Al fondo del salón había una cortina de terciopelo negro, lujosamente bordada de soles y estrellas; era la enseña favorita del Rey. ¿No estaría la Infanta ahí detrás?[/FONT]
    [FONT=&quot]Avanzó sigilosamente y descorrió la cortina. No había nadie. Era otra habitación, todavía más hermosa que la anterior. Las paredes estaban cubiertas con tapices de Arras, en tonos verdes y castaños, representando una escena de cacería. En otro tiempo esa había sido la habitación de Jean Le Fou, como llamaban a ese Rey Loco, tan apasionado por la cacería, que más de una vez, en su delirio, había querido montar en los grandes corceles encabritados de los tapices, y perseguir al ciervo acosado por los enormes sabuesos. Ahora la habían destinado a sala del consejo, y sobre la mesa del centro se veían las carteras rojas de los ministros y consejeros.[/FONT]
    [FONT=&quot]El enano miró a su alrededor lleno de asombro, y casi sin atreverse a seguir su camino, a los extraños jinetes silenciosos, que galopaban tan velozmente por el bosque, sin hacer el menor ruido en la tapicería. Le parecía que eran los Comprachos, esos terribles fantasmas de que había oído hablar a los carboneros, que sólo cazan de noche, y si encuentran a un hombre lo transforman en ciervo para cazarlo.[/FONT]
    [FONT=&quot]Pero el recuerdo de la encantadora Infantita le hizo recobrar el coraje. Necesitaba encontrarse a solas con ella y decirle que él también la amaba.[/FONT]
    [FONT=&quot]Atravesó corriendo las alfombras persas y abrió la puerta siguiente. ¡No! Tampoco estaba allí. La habitación estaba completamente vacía.[/FONT]
    [FONT=&quot]Era el imponente salón del Trono, destinado a la recepción de los embajadores extranjeros, cuando el Rey accedía a darles audiencia, cosa que sucedía rara vez. Las colgaduras eran de cuero dorado de Córdoba, y una pesada lámpara dorada colgaba del techo blanco y negro, con suficientes brazos como para sostener trescientas bujías. El trono se alzaba bajo un gran dosel de brocado de oro, donde estaban bordados los leones y las torres de Castilla. Sobre el segundo escalón del Trono estaba el reclinatorio de la Infanta, con su cojín de tisú de plata; y más abajo, fuera del dosel, el asiento del Nuncio Pontificio, único dignatario que tenía el derecho de estar sentado en presencia del Rey.[/FONT]
    [FONT=&quot]En la pared frente al trono pendía un retrato, en tamaño natural, de Carlos V en traje de caza, acompañado de su gran mastín. Otro cuadro representaba a Felipe II recibiendo el homenaje de sus vasallos de Flandes.[/FONT]
    [FONT=&quot]Mas poco le importaba toda esta magnificencia al enanito. No habría cambiado su rosa blanca por todas las perlas del dosel, ni habría dado un sólo pétalo por el mismísimo trono. Lo único que quería era ver a la Infanta antes que ella fuese al pabellón, y pedirle que se marchara con él cuando la danza concluyese.[/FONT]
    [FONT=&quot]Dentro del palacio, el aire era sofocante y pesado, mientras que en la selva el viento soplaba filtrándose alegremente entre hojas fragantes y la luz del sol apartaba las ramas con sus manos doradas. También había flores en la selva, no tan espléndidas como las flores del jardín, pero de perfume más dulce: como los jacintos tempranos, las prímulas amarillas, las brillantes celidonias, las verónicas azules y los lirios de color morado y oro. ¡Sí, la Princesa se iría con él una vez que lograse encontrarla! Le acompañaría a la selva, y él pasaría el día entero bailando para ella. Esta idea lo hizo sonreír y entró sin vacilar en la cámara siguiente.[/FONT]
    [FONT=&quot]De todas las habitaciones dónde ya había estado, ésta era la más espléndida y hermosa. Las paredes estaban tapizadas de damasco rojo, salpicado de pájaros y flores de plata; los muebles eran de plata maciza y ante las dos enormes chimeneas, se abrían dos grandes pantallas, con pavos reales y papagayos de hilo de oro bordado en relieve. El pavimento, de ónix color verde mar, parecía perderse en la lejanía. Pero aquí no estaba solo. Desde la sombra de la puerta, al otro extremo de la habitación, una pequeña figura lo contemplaba. Le tembló el corazón, dejó escapar un grito de alegría, y avanzó. Entonces, la figura avanzó también y el enanito consiguió distinguirla con claridad.[/FONT]


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    [FONT=&quot]¿Era la Infanta? No, quien se le acercaba era un monstruo, el monstruo más grotesco que podía existir. No era proporcionado como todo el mundo, sino jorobado y patizambo, con una cabezota enorme que se bamboleaba de un lado a otro, y una hirsuta crin negra. El enanito frunció el ceño, y el monstruo también lo frunció. Se echó a reír, y el monstruo se puso a reír con él, dejando caer los brazos lo mismo que él. Le hizo una reverencia burlona, y el monstruo le respondió con una reverencia todavía más irónica. Avanzó hacia él, y el monstruo vino a su encuentro remedando todos sus gestos y deteniéndose cuando él se detenía. Gritó alegremente y corrió hacia él, alargándole la mano, y la mano del monstruo tocó la suya y era fría como el hielo. Se asustó y retiró la mano y la mano del monstruo le imitó vivamente, mientras ponía una grotesca expresión de miedo.[/FONT]
    [FONT=&quot]Hizo un intento de esquivarlo y seguir adelante pero lo detuvo aquel ente, poniéndosele siempre por delante con su contacto duro y resbaladizo. La cara del monstruo estaba muy cerca de la suya, como si tratase de besarlo, y se veía patéticamente aterrorizada. Retiró los mechones que le caían sobre los ojos, y el monstruo hizo lo mismo. Lo golpeó, y el monstruo le devolvió golpe por golpe, le hizo muecas y en el rostro del monstruo se dibujaron las mismas muecas. Retrocedió, y el monstruo retrocedió también, entreabriendo una jeta repulsiva.[/FONT]
    [FONT=&quot]¿Qué extraño fenómeno era ése? Reflexionó un momento mirando en torno suyo por todo el salón. Era extraño: todo parecía tener su igual detrás de ese muro invisible de agua transparente y sólida. Si, cuadro por cuadro, y asiento por asiento todo estaba allí como duplicado. El fauno dormido, junto a la puerta, tenía su hermano gemelo que dormía también; y la Venus de plata, en pie bajo los rayos del sol, extendía los brazos a otra Venus tan hermosa como ella.[/FONT]
    [FONT=&quot]¿Sería aquello el Eco?[/FONT]
    [FONT=&quot]Recordó aquella ocasión en que había llamado al eco en el valle y el Eco le había respondido palabra por palabra. ¿Podría burlar la vista, como burlaba la voz? ¿Podría crear un mundo a imitación, idéntico al mundo real? ¿Las sombras de las cosas, podrían tener color y vida y movimiento? ¿Sería posible que...?[/FONT]
    [FONT=&quot]Se estremeció, y sacando de su pecho la rosa blanca, la besó. ¡ Pero he aquí que el monstruo también tenía una rosa, pétalo por pétalo idéntica a la suya! ¡Y la besaba con igual deleite, y la estrechaba contra su corazón haciendo gestos grotescos![/FONT]
    [FONT=&quot]Cuando al final la verdad se abrió paso en su mente, el enano lanzó un aullido un grito de desesperación y cayó al pavimento sollozando. ¡Ese ser deforme y jorobado, de aspecto horrible y grotesco, era él! ¡Era él mismo, él era el monstruo, y era de él de quien se habían reído todos los muchachos... y la Princesita, en cuyo amor creyera... ella también se había burlado de su fealdad, había hecho mofa de sus piernas torcidas! ¿Por qué no lo habían dejado en el bosque, donde no había espejo que le mostrara su horror? ¿Por qué no lo había matado su padre antes de permitir que se burlaran de él? Lloró lágrimas quemantes, y sus manos destrozaron la rosa blanca... y el monstruo hizo lo mismo y esparció por el aire los delicados pétalos.[/FONT]
    [FONT=&quot]El enanito se cubrió los ojos con las manos, y se alejó del espejo temiendo verlo una vez más.[/FONT]
    [FONT=&quot]Como un pobre ser herido se arrastró hacia la sombra, y allí se quedó gimiendo.[/FONT]
    [FONT=&quot]En ese preciso instante, por el ventanal abierto, entró la propia Infanta con su séquito, y cuando vieron al horroroso enanito de bruces en el pavimento, golpeándolo con los puños del modo más fantástico, estallaron en alegres carcajadas.[/FONT]
    [FONT=&quot]—Sus danzas son muy graciosas —dijo la infanta—, pero su manera de actuar es mucho más divertida todavía. Lo hace casi tan bien como las marionetas, aunque con menos naturalidad.[/FONT]
    [FONT=&quot]Agitó su abanico, y aplaudió.[/FONT]
    [FONT=&quot]Pero el enanito no levantó la cabeza. Sus sollozos eran cada vez más débiles; hasta que exhaló un extraño suspiro y se oprimió el costado. Luego, cayó boca arriba y quedó inmóvil.[/FONT]
    [FONT=&quot]—¡Lo has hecho estupendo! —aplaudió la Infanta después de una pausa— Pero ahora te toca bailar.[/FONT]
    [FONT=&quot]—Sí —gritaron los demás niños—, tienes que levantarte y bailar. Eres tan inteligente como los monos de Berbería, y mucho más gracioso.[/FONT]
    [FONT=&quot]Pero el enanito no contestó.[/FONT]
    [FONT=&quot]La Infanta[/FONT][FONT=&quot], airada, dio un golpe en el suelo con su pie, y llamó a su tío, que estaba paseando con el Chambelán, mientras leían unas cartas recién llegadas de México, donde se acababa de establecer la Santa Inquisición.[/FONT]
    [FONT=&quot]—Mi enanito se está haciendo el desobediente —gritó la Infanta—. ¡Levántenlo y díganle que baile![/FONT]
    [FONT=&quot]Los caballeros sonrieron entre sí y entraron sin prisa. Al llegar junto al enanito, don Pedro se inclinó y lo golpeó suavemente en la mejilla con su guante bordado.[/FONT]
    [FONT=&quot]—Baila ya, petit montre –dijo-. La Infanta de España y de todas las Indias quiere que la diviertas.[/FONT]
    [FONT=&quot]Pero el enanito permaneció inmóvil.[/FONT]
    [FONT=&quot]—Habrá que hacer venir al verdugo —dijo enojado don Pedro.[/FONT]
    [FONT=&quot]Pero el Chambelán, que miraba la escena con rostro grave, se arrodilló junto al enanito y le puso la mano sobre el corazón. Después de un momento se encogió de hombros y levantándose, hizo una profunda reverencia a la infanta diciendo:[/FONT]
    [FONT=&quot]—Mi bella Princesa, tu enanito no volverá a bailar. Y es lamentable, porque es tan feo, que con seguridad habría hecho sonreír al propio Rey.[/FONT]
    [FONT=&quot]—¿Y por qué no volverá a bailar? —preguntó la Infanta con aire decepcionado.[/FONT]
    [FONT=&quot]—Porque su corazón se ha roto —contestó el Chambelán.[/FONT]
    [FONT=&quot]Y la Infanta frunció el ceño, y sus finos labios se contrajeron en un delicioso gesto de fastidio.[/FONT]
    [FONT=&quot]—De ahora en adelante —exclamó echando a correr al jardín— los que vengan a jugar conmigo no deben tener corazón.[/FONT]


    FIN
     
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    muy buen comentario ... a ver si te posteas algunas obras de wilde ... y de paso me das un par de thanks...
     
    Antrax, 10 Sep 2008

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    EL AMIGO FIEL

    Un día, la vieja rata de agua sacó la cabeza por su agujero. Tenía unos ojos redondos muy vivaces y unos densos bigotes grises. Su cola parecía un largo elástico oscuro.
    Unos patitos nadaban en el estanque igual que una bandada de canarios amarillos, y su madre, completamente blanca con patas rojas, esforzábase por enseñarles a meter la cabeza en el agua.
    -No podéis presentaros jamás a la buena sociedad si no aprendéis a meter la cabeza- les decía.
    Y les enseñaba una vez más cómo tenían que hacerlo Pero los patitos no prestaban mucha atención a sus lecciones. Eran tan jóvenes que no sabían las ventajas que depara la vida de sociedad.
    -¡Qué criaturas más desobedientes!- exclamó la rata de agua-. ¡Merecían ahogarse sinceramente!
    -¡No lo quiera Dios!- repuso la pata-. Todo tiene sus principios y nunca es demasiada la paciencia de los padres.
    -¡Ah! No tengo la más vaga idea de los sentimientos paternos- dijo la rata de agua-. No soy padre de familia. Nunca me he casado, ni he pensado en hacerlo. Seguramente el amor es una buena cosa a su manera; pero la amistad vale más. Afirmo que no conozco en el mundo nada más noble o más raro que una fiel amistad.
    -Y, dígame, se lo ruego, ¿qué idea tiene usted de los deberes de un amigo fiel?- preguntó un pardillo verde que había escuchado la conversación sobre un sauce retorcido.
    Sí, eso es precisamente lo que quisiera yo saber dijo la pata y, nadando hacia el borde del estanque, metió su cabeza en el agua para dar buen ejemplo a sus hijos.
    -¡Tonta pregunta!- gritó la rata de agua-. ¡Cómo es natural, considero amigo fiel al que me demuestra fidelidad!
    -¿Y qué hará usted en cambio?- dijo la avecilla hamacándose en una ramita plateada y moviendo sus alitas.
    -No le entiendo a usted- respondió la rata de agua.
    -Permitidme que les cuente una historia sobre el asunto-dijo el pardillo.
    -¿Se refiere a mí esa historia?- preguntó la rata de agua-. Si es así, la escucharé con agrado, porque a mí me vuelven loca los cuentos.
    -Puede aplicarse a usted- respondió el pardillo.
    Y desplegando las alas, se posó en la orilla del estanque, y contó la historia del amigo fiel.
    -Había una vez- comenzó el pardillo- un honrado mozo llamado Hans.
    -¿Era un hombre realmente distinguido?- preguntó la rata de agua.
    -No- respondió el pardillo-. No creo que fuese nada distinguido, salvo por su buen corazón y por su redonda cara morena y afable.
    Vivía en una humilde casita del campo y todos los días trabajaba en su jardín.
    En toda la región no había jardín tan lindo como el suyo. Crecían en él claveles, alelíes, capselas, saxífragas, así como rosas de Damasco y rosas amarillas, azafranadas, lilas y oro y alelíes rojos y blancos.
    Y según los meses y en orden florecían agavanzos y cardaminas, mejoranas y albahacas silvestres, velloritas e iris de Alemania, asfódelos y claveros.
    Una flor reemplazaba a otra. Por lo cual había siempre cosas bonitas a la vista y buenos olores que respirar.
    El pequeño Hans tenía muchos amigos, pero el más cercano a él era el gran Hugo, el molinero. Realmente, el rico molinero era tan íntimo del pequeño Hans, que no visitaba jamás su jardín sin inclinarse sobre los macizos y tomar un gran ramo de flores o un buen puñado de lechugas suculentas o sin llenarse los bolsillos de ciruelas y de cerezas, según la estación.- Los amigos verdaderos lo comparten todo- solía decir el molinero.
    Y el pequeño Hans asentía con la cabeza, sonriente, sintiéndose orgulloso de tener un amigo con tan nobles pensamientos.
    Algunas veces, no obstante, al vecindario le resultaba raro que el rico molinero no diese nunca nada en cambio al pequeño Hans, aunque dispusiera de cien sacos de harina almacenados en su molino, seis vacas lecheras y una gran cantidad de ganado lanar; pero Hans no pensó jamás en semejante cosa.
    Nada le gustaba tanto como oír las bellas cosas que el molinero acostumbraba decir sobre la solidaridad de los verdaderos amigos.
    Así, pues, el pequeño Hans cultivaba su jardín. En primavera, en verano y en otoño, sentíase muy feliz; pero cuando llegaba el invierno y no tenía ni frutos ni flores que llevar al mercado, sufría mucho frío y mucha hambre, acostándose con frecuencia sin haber comido más que unas peras secas y algunas nueces rancias.
    Además, en invierno, hallábase muy solo, porque el molinero no iba jamás a visitarle en aquella estación.



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    Antrax, 11 Sep 2008

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    -No está bien que visite al pequeño Hans mientras duren las nieves- decía con frecuencia el molinero a su mujer-. Cuando las personas pasan apuros hay que dejarlas solas y no mortificarlas con visitas. Ésa es por lo menos mi opinión sobre la amistad, y estoy seguro de que es atinada. Por eso esperaré la primavera y entonces iré a verle; podrá darme un gran cesto de velloritas y eso le pondrá contento.
    -Eres realmente solícito con los demás- le comentaba su mujer, sentada en un cómodo sillón al lado de un buen fuego de leña-. Es un verdadero placer oírte hablar de la amistad. Tengo la seguridad de que el cura no diría sobre ella tan bellas cosas como tú, aunque tenga una casa de tres pisos y lleve un anillo de oro en el meñique.
    -¿Y no podríamos decir al pequeño Hans que venga aquí?- preguntaba el hijo del molinero-. Si el pobre Hans está en apuros, le daré la mitad de mi sopa y le mostraré mis conejos blancos.
    -¡Qué tonto eres!- exclamó el molinero-. Verdaderamente, no sé para qué sirve mandarte a la escuela. Parece que no aprendes nada. Si el pequeño Hans viniese aquí, ¡diablos!, y viera nuestro buen fuego, nuestra magnífica cena y nuestra gran barrica de vino tinto, podría sentir envidia. Y la envidia es una cosa horrible que arruina los mejores caracteres. Realmente, no podría yo sufrir que el carácter de Hans se estropeara. Soy su mejor amigo, cuidaré siempre de él y tendré buen cuidado de no exponerlo a ninguna tentación. Además, si Hans viniese aquí, podría pedirme que le diese un poco de harina fiada, lo cual no me es posible hacer. La harina es una cosa y la amistad es otra, y no deben mezclarse. Esas dos palabras se escriben de un modo diferente y significan cosas muy distintas, como todo el mundo sabe.
    -¡Qué bien hablas!- dijo la mujer del molinero sirviéndose un gran vaso de cerveza caliente-. Me siento realmente como adormecida, lo mismo que en la iglesia.
    -Muchos obran bien- continuó el molinero-, pero pocos saben hablar bien, lo que prueba que hablar es, con mucho, la cosa más difícil, así como la más bella de las dos.
    Y miró con severidad por encima de la mesa a su hijo, que sintió tal vergüenza de sí mismo, que agachó la cabeza, se puso casi rojo y empezó a llorar encima de su té.
    ¡Era tan joven, que bien pueden ustedes disculparle!
    -¿Así termina la historia?- preguntó la rata de agua.
    -Nada de eso- respondió el pardillo-. Ése es el principio.
    -Entonces está usted muy atrasado con relación a su tiempo- respondió la rata de agua-. Hoy día todo buen cuentista comienza por el final; prosigue por el comienzo y acaba por la mitad. Es el nuevo método. Lo he oído así de boca de un crítico que se paseaba alrededor del estanque con un joven. Trataba el asunto magistralmente y estoy segura de que tenía razón, porque calzaba unas gafas azules y era calvo; y cuando el joven le hacía observación respondía siempre: "¡Ps!" Pero continúe usted su historia, se lo ruego. Me gusta mucho el molinero. Yo también encierro toda clase de bellos sentimientos, por eso hay una gran simpatía entre él y yo.
    -¡Bien!- dijo el pardillo saltando en sus dos patitas-. No bien pasó el invierno, y apenas las velloritas empezaron a abrir sus estrellas amarillas pálidas, el molinero dijo a su mujer que iría a visitar al pequeño Hans.
    -¡Ah, qué buen corazón tienes!- le gritó su mujer- Piensas siempre en los demás. No olvides llevar el canasto grande para traer las flores.
    Entonces el molinero ató unas con otras las aspas del molino con una fuerte cadena de hierro y bajó la colina con la cesta al brazo.



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    -Buenos días, pequeño Hans- dijo el molinero.
    -Buenos días- respondió Hans, apoyándose en su azadón y sonriendo con toda su boca.
    -¿Que tal has pasado el invierno?- preguntó el molinero.
    -¡Bien, bien!- respondió Hans-. Muchas gracias por tu interés. He pasado malos ratos, pero ahora ha vuelto la primavera y soy casi feliz... Además, mis flores van muy bien.
    -Hablamos de ti con mucha frecuencia este invierno, Hans- prosiguió el molinero-, preguntándonos qué sería de ti.
    -¡Qué amable eres!- dijo Hans-. Temí que me hubieras olvidado.
    -Hans, me asombra oírte hablar de ese modo- dijo el molinero-. La amistad no olvida jamás. Eso es lo que tiene de admirable, aunque me temo que no comprendas la poesía de la amistad... Y entre otras cosas, ¡qué bellas están tus velloritas!
    -Sí, realmente están muy bellas- dijo Hans-, y es para mí una gran suerte tener tantas. Voy a llevarlas al mercado, para vendérselas a la hija del burgomaestre y con ese dinero compraré otra vez mi carretilla.
    -¿Qué comprarás otra vez tu carretilla? ¿Quieres decir entonces que la vendiste? Es un acto muy tonto.
    -Seguramente, pero el hecho es- replicó Hans- que me vi obligado a ello. Como sabes, el invierno es una estación mala para mí y no tenía nada de dinero para comprar pan. Así es que vendí primero los botones de plata de mi traje de los domingos; después mi cadena de plata y luego mi flauta. Por fin vendí mi carretilla. Pero ahora voy a rescatarlo todo.
    -Hans- dijo el molinero- te daré mi carretilla. No está en muy buen estado. Uno de los lados se ha roto y están algo maltrechos los radios de la rueda, pero no obstante te la daré. Sé que es muy generoso por mi parte y a mucha gente le parecerá una locura que me deshaga de ella, pero yo no soy como el resto del mundo. Creo que la generosidad es la esencia de la amistad, y por otra parte, me he comprado una carretilla nueva. Sí, puedes quedar tranquilo... Te daré mi carretilla.
    -Gracias, eres muy bueno- dijo el pequeño Hans. Y su afable cara redonda se iluminó de placer-. Puedo arreglarla fácilmente porque tengo una tabla en mi casa.
    -¡Una tabla!- exclamó el molinero-. ¡Muy bien!
    Eso es justamente lo que necesito para la techumbre de mi granero. Hay una gran brecha y se me echará a perder todo el trigo si no la tapo. ¡Qué oportuno has estado! Realmente está claro que una buena acción engendra otra siempre. Te he dado mi carretilla y ahora tú vas a darme tu tabla. Es cierto que la carretilla vale mucho más que la tabla, pero la amistad sincera no nunca se detiene en esas cosas. Dame enseguida la tabla y hoy mismo comenzaré a trabajar para arreglar mi granero.
    -¡Ya lo creo!- repuso el pequeño Hans.
    Fue corriendo a su casa y sacó la tabla.
    -No es una tabla muy grande- dijo el molinero mientras la observaba- y me temo que una vez hecho el arreglo de la techumbre del granero no quedará madera suficiente para la compostura de la carretilla, pero claro es que no tengo la culpa de eso... Y ahora, en vista de que te he dado mi carretilla, estoy seguro de que accederás a darme en cambio unas flores... Aquí está el cesto; trata de llenarlo casi por completo.
    -¿Casi por completo?- dijo el pequeño Hans, bastante afligido porque el cesto era bastante grande y comprendía que si lo llenaba, no le quedarían flores para llevar al mercado y estaba deseando recuperar sus botones de plata.
    -A fe mía- respondió el molinero-, ya que te doy mi carretilla no creí que fuese mucho pedirte unas cuantas flores. Podré estar equivocado, pero yo supuse que la amistad, la verdadera amistad, estaba exenta de toda clase de cálculos.
    - Mi querido amigo, mi mejor amigo- protestó el pequeño Hans-, todas las flores de mi jardín son tuyas, porque me importa mucho más tu estimación que mis botones de plata.
    Y corrió a cortar las lindas velloritas y a llenar el canasto del molinero.
    - ¡Adiós, pequeño Hans!- dijo el molinero subiendo la colina con su tabla al hombro y su gran cesto al brazo.
    - ¡Adiós!- le respondió el pequeño Hans.
    Y se puso a cavar dichoso ¡estaba tan contento de tener carretilla!
    Al otro día, cuando estaba sujetando unas madreselvas encima de su puerta, oyó la voz del molinero que lo llamaba desde el camino. Entonces bajó de su escalera, corrió hacia el fondo del jardín y miró por sobre del muro.
    Era el molinero con un gran saco de harina a su espalda,
    -Pequeño Hans- dijo el molinero-, ¿querrías llevarme este saco de harina al mercado?
    - ¡Oh, lo siento mucho!- dijo Hans-; pero a decir verdad me encuentro hoy ocupadísimo. Tengo que sujetar todas mis enredaderas, que regar todas mis flores y que cortar todo el césped.
    - ¡Pardiez!- replicó el molinero-; creí que tomando en cuenta que te di mi carretilla no te negarías a complacerme.
    - ¡Oh, si no me niego!- protestó el pequeño Hans-.
    Por nada del mundo dejaría yo de proceder como amigo tratándose de ti.
    Y fue a buscar su gorra y partió con el gran saco cargado al hombro.



    Continua...
     
    Antrax, 11 Sep 2008

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    Era un día muy caluroso y la carretera estaba terriblemente polvorienta. Antes de que Hans llegara al mojón que marcaba la sexta milla, estaba tan fatigado que tuvo que sentarse a reposar. Sin embargo, no tardó mucho en continuar alegremente su camino, llegando por fin al mercado.
    Después de un rato, vendió el saco de harina a un buen precio y volvió a su casa de un tirón, porque temía tropezar con algún salteador en el camino si se demoraba mucho.
    -¡Qué día más duro!- se dijo Hans al meterse en la cama-. Pero me alegra mucho no haberme negado, porque el molinero es mi mejor amigo, y además, me dará su carretilla.
    A la mañana siguiente, muy temprano, el molinero llegó a buscar el dinero de su saco de harina, pero el pequeño Hans estaba tan cansado, que no se había levantado aún de la cama.
    -¡Palabra!- exclamó el molinero-. Eres muy perezoso. Cuando pienso que acabo de darte mi carretilla, creo que podrías trabajar con más ánimo. La pereza es un gran defecto y no quisiera yo que ninguno de mis amigos fuera perezoso o apático. No creas que te hablo sin consideración. Es cierto que no te hablaría así si no fuese amigo tuyo. Pero, ¿de qué serviría la amistad si no pudiera uno decir sinceramente lo que piensa? Todo el mundo puede decir cosas agradables y esforzarse en ser agradable y en halagar, pero un amigo verdadero dice cosas molestas y no teme causar pesadumbre. Por el contrario, si es un amigo leal, lo prefiere, porque sabe que así hace bien.
    -Lo lamento mucho- respondió el pequeño Hans, restregándose los ojos y sacándose el gorro de dormir- Pero estaba tan cansado, que creía haberme acostado hace poco y escuchaba cantar a los pájaros. ¿No sabes que trabajo siempre mejor cuando he oído cantar a los pájaros?
    -¡Bueno, tanto mejor!- replicó el molinero dándole una palmada en el hombro-; porque necesito que arregles la techumbre de mi granero.
    Al pequeño Hans le era muy necesario ir a trabajar a su jardín porque hacía dos días que no regaba sus flores, pero no quiso decir que no al molinero, que era su mejor amigo.
    -¿Crees que sería inamistoso decirte que tengo que hacer?- preguntó con voz humilde y tímida.
    -No creí nunca, a fe mía- respondió el molinero-, que fuese demasiado pedirte, teniendo en cuenta que acabo de regalarte mi carretilla, pero por supuesto que lo haré yo mismo sí te niegas.
    -¡Oh, de ningún modo!- exclamó el pequeño Hans, saltando de su cama.
    Se vistió y corrió al granero.
    Trabajó allí durante todo el día hasta el atardecer, y al ponerse el sol, vino el molinero a ver cuánto había hecho.
    -¿Has tapado el boquete del techo, pequeño Hans?- gritó el molinero con tono alegre.
    -Está casi terminado- respondió Hans, bajando de la escalera.
    -¡Ah!- dijo el molinero-. No hay trabajo tan delicioso como el que se hace para los demás.
    -¡Es un encanto oírte hablar!- respondió el pequeño Hans, que descansaba secándose la frente-. Es un encanto, pero temo no tener yo jamás ideas tan hermosas como tú.
    -¡Oh, ya las tendrás!- dijo el molinero-: pero habrás de tomarte más trabajo. Por ahora no tienes más que la práctica de la amistad. Algún día dominarás también la teoría.
    -¿Crees eso de verdad?- preguntó el pequeño Hans.
    Sin ninguna duda- contestó el molinero-. Pero ahora que has arreglado el techo, mejor harás en regresar a tu casa a descansar, pues mañana necesito que lleves mis carneros a la montaña.
    El pobre Hans no tuvo ánimos para protestar, y al día siguiente, al amanecer, el molinero condujo sus carneros hasta cerca de su casita y Hans se fue con ellos a la montaña. Entre ir y volver se le pasó el día, y cuando volvió estaba tan cansado, que se durmió en su silla y no se despertó hasta entrada la mañana.
    -¡Qué tiempo más delicioso tendrá mi jardín- se dijo-, e iba a comenzar a trabajar; pero por un motivo u otro no tuvo tiempo de echar un vistazo a sus flores; llegaba su amigo el molinero y lo enviaba muy lejos a recados o le pedía que lo ayudase en el molino. Algunas veces el pequeño Hans se apuraba mucho al pensar que sus flores creerían que las había olvidado; pero lo consolaba pensar que el molinero era su mejor amigo.
    -Además- acostumbraba decirse- va a darme su carretilla, lo cual es un acto de real desprendimiento.



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    Y el pequeño Hans trabajaba para el molinero, y éste decía gran cantidad de cosas bellas sobre la amistad, cosas que Hans copiaba en su libro verde y releía por la noche, pues era culto.
    Ahora bien; sucedió que una noche, cuando el pequeño Hans estaba sentado junto al fuego, dieron un aldabonazo en la puerta.
    La noche era oscurísima. El viento soplaba y rugía en torno de la casa de un modo tan terrible, que Hans pensó al principio si sería el huracán el que sacudía la puerta.
    Pero sonó un segundo golpe y después un tercero más fuerte que los otros.
    -Será algún pobre viajero- se dijo el pequeño Hans y fue a la puerta.
    El molinero estaba en el umbral con una linterna en una mano y un gran garrote en la otra.
    -Querido Hans- gritó el molinero-, me agobia un gran pesar. Mi hijo se ha caído de una escalera, hiriéndose. Voy a buscar al médico. Pero vive lejos de aquí y la noche es tan mala, que he pensado que fueses tú en mi lugar. Ya sabes que te doy mi carretilla. Se me ocurre que estaría muy bien que hicieses algo por mí en cambio.
    -Por supuesto- exclamó el pequeño Hans-; me alegra mucho que hayas pensado en tu linterna, porque la noche es tan negra, que temo caer en alguna zanja.
    -Lo siento muchísimo- respondió el molinero-, pero es mi linterna nueva y sería una gran desgracia que le ocurriese algo.
    -¡Bueno, no hablemos más! Prescindiré de ella- dijo el pequeño Hans.
    Se puso su gran capa de pieles, su gorro rojo de gran abrigo, se enrolló su tapabocas alrededor del cuello y salió.
    ¡Qué terrible tempestad se desencadenaba!
    La noche era tan negra, que el pequeño Hans apenas veía, y el viento era tan fuerte, que le costaba gran trabajo caminar.
    Sin embargo, él era muy animoso, y después de caminar cerca de tres horas, llegó a casa del médico y llamo a la puerta.
    -¿Quién es?- gritó el doctor, asomando la cabeza a la ventana de su habitación.
    -¡El pequeño Hans, doctor!
    -¿Y qué quieres, pequeño Hans?
    -El hijo del molinero se ha caído de una escalera y se ha herido y necesita que vaya usted en seguida.
    -¡Muy bien!- replicó el doctor.
    Enjaezó en el acto su caballo, se calzó sus grandes botas, y, tomando su linterna, bajó la escalera. Se dirigió a casa del molinero, llevando al pequeño Hans a pie, detrás de él.
    Pero la tormenta arreció. Llovía a cántaros y el pequeño Hans no podía ni ver por dónde iba, ni seguir al caballo.
    Al fin, perdió su camino y anduvo vagando por el páramo, que era un paraje peligroso lleno de pozos profundos, cayó en uno de ellos el pobre Hans y se ahogó.
    Al día siguiente, unos pastores hallaron su cuerno flotando en una gran charca y lo llevaron a su casita.
    Todo el mundo fue al entierro del pequeño Hans porque era muy querido. Y el molinero estuvo a la cabeza del duelo.
    -Era yo su mejor amigo- decía el molinero-; justo es que ocupe el lugar de honor.
    Así es que fue a la cabeza del cortejo con una larga capa negra; de cuando en cuando se secaba los ojos con un gran pañuelo de hierbas.
    -El pequeño Hans representa ciertamente una gran pérdida para todos nosotros- dijo el hojalatero cuando hubieron terminado los funerales y cuando el acompañamiento estuvo cómodamente instalado en la posada, bebiendo vino dulce y comiendo buenos pasteles.
    -Es una gran pérdida, sobre todo para mí- contestó el molinero-. A fe mía que fui lo suficiente bueno para comprometerme a darle mi carretilla y ahora no sé qué hacer de ella. Me molesta en casa, y está en tan mal estado, que si la vendiera no obtendría nada. Os aseguro que de ahora en más no daré nada a nadie. Se pagan siempre las consecuencias de haber sido generoso.
    -Y es verdad- comentó la rata de agua después de una larga pausa.
    -¡Bueno! Pues nada más- dijo el pardillo.
    -¿Y qué fue del molinero?- dijo la rata de agua.
    -¡Oh! No lo sé con certeza- contestó el pardillo- y verdaderamente me da igual.
    -Es obvio que el carácter de usted no es nada simpático-dijo la rata de agua.
    -Temo que no haya usted entendido la moraleja de la historia- replicó el pardillo.
    -¿Qué?- gritó la rata de agua.
    -La moraleja.
    -¿Eso quiere decir que la historia tiene una moraleja?
    -¡Por supuesto que sí!- afirmó el pardillo.
    -¡Caramba!- dijo la rata con tono irritado-. Podía usted habérmelo dicho antes de comenzar. De haberlo sabido no lo hubiera escuchado, con toda seguridad. Le hubiese dicho indudablemente: "¡Ps!", como el crítico. Pero todavía estoy a tiempo de hacerlo.
    Gritó su "¡Ps!" a toda voz, y dando un coletazo, regresó a su agujero.
    -¿Qué le parece a usted la rata de agua?- preguntó la pata, que llegó chapoteando un poco después-. Tiene muchas buenas cualidades, pero yo, por mi parte, tengo sentimientos de madre y no puedo ver a un solterón empedernido sin que se me salten las lágrimas.
    -Temo haberle molestado- contestó el pardillo- Lo cierto es que le he contado una historia que tiene su moraleja.
    -¡Ah, eso es siempre una cosa muy arriesgada!- dijo la pata.
    -Y yo soy de su misma opinión en absoluto.



    FIN
     
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    [FONT=&quot]EL FAMOSO COHETE

    [/FONT]
    El hijo del rey estaba en vísperas de casarse. Con este motivo el regocijo era general.
    Estuvo esperando un año entero a su prometida, y al fin llegó ésta.
    Era una princesa rusa que había hecho el viaje desde Finlandia en un trineo tirado por seis renos, que tenía la forma de un gran cisne de oro; la princesa iba acostada entre las alas del cisne.
    Su largo manto de armiño caía recto sobre sus pies. Llevaba en la cabeza un gorrito de tisú de plata y era pálida como el palacio de nieve en que había vivido siempre.
    Era tan pálida, que al pasar por las calles, se quedaban admiradas las gentes.
    -Parece una rosa blanca -decían.
    Y le echaban flores desde los balcones.
    A la puerta del castillo estaba el príncipe para recibirla. Tenía los ojos violeta y soñadores, y sus cabellos eran como oro fino.
    Al verla, hincó una rodilla en tierra y besó su mano.
    -Tu retrato era bello -murmuró-, pero eres más bella que el retrato.
    Y la princesita se ruborizó.
    -Hace un momento parecía una rosa blanca -dijo un pajecillo a su vecino-, pero ahora parece una rosa roja.
    Y toda la corte se quedó extasiada.
    Durante los tres días siguientes todo el mundo no cesó de repetir:
    [FONT=&quot]-¡Rosa blanca, rosa roja! ¡Rosa roja, rosa blanca! [/FONT]
    Y el rey ordenó que diesen doble paga al paje.
    Como él no percibía paga alguna, su posición no mejoró mucho por eso; pero todos lo consideraron como un gran honor y el real decreto fue publicado con todo requisito en la Gaceta de la Corte.
    Transcurridos aquellos tres días, se celebraron las bodas.
    Fue una ceremonia magnífica.
    Los recién casados pasaron cogidos de la mano, bajo un dosel de terciopelo granate, bordado de perlitas.
    Luego se celebró un banquete oficial que duró cinco horas.
    El príncipe y la princesa, sentados al extremo del gran salón, bebieron en una copa de cristal purísimo. Únicamente los verdaderos enamorados podían beber en esa copa, porque si la tocaban unos labios falsos, el cristal se empañaba, quedaba gris y manchoso.
    -Es evidente que se aman -dijo el pajecillo-. Resultan tan claros como el cristal.
    Y el rey volvió a doblarle la paga.
    -¡Qué honor! -exclamaron todos los cortesanos.
    Después del banquete hubo baile.
    Los recién casados debían bailar juntos la danza de las rosas, y el rey tenía que tocar la flauta.
    La tocaba muy mal, pero nadie se había atrevido a decírselo nunca, porque era el rey. La verdad es que no sabía más que dos piezas y no estaba seguro nunca de la que interpretaba, aunque esto no le preocupase, pues hiciera lo que hiciera todo el mundo gritaba:
    -¡Delicioso! ¡Encantador!
    El último número del programa consistía en unos fuegos artificiales que debían empezar exactamente a media noche.
    La princesita no había visto fuegos artificiales en su vida. Por eso el rey encargó al pirotécnico real que pusiera en juego todos los recursos de su arte el día del casamiento de la princesa.
    -¿A qué se parecen los fuegos artificiales? -preguntó ella al príncipe, mientras se paseaban por la terraza.
    -Se parecen a la aurora boreal -dijo el rey, que respondía siempre a las preguntas dirigidas a los demás-. Sólo que son más naturales. Yo los prefiero a las estrellas, porque sabe uno siempre cuándo van a empezar a brillar y son además tan agradables como la música de mi flauta. Ya verán.., ya verán...
    Así pues, levantaron un tablado en el fondo del jardín real, y no bien acabó de prepararlo todo el pirotécnico real, cuando los fuegos artificiales se pusieron a charlar entre sí.
    -El mundo es seguramente muy hermoso -dijo un pequeño buscapiés-. Miren esos tulipanes amarillos. ¡A fe mía, ni aun siendo petardos de verdad, podrían resultar más bonitos! Me alegro mucho de haber viajado. Los viajes desarrollan el espíritu de una manera asombrosa y acaban con todos los prejuicios que haya podido uno conservar.
    -El jardín del rey no es el mundo, joven alocado -dijo una gruesa candela romana-. El mundo es una extensión enorme y necesitarías tres días para recorrerlo por entero.
    -Todo lugar que amamos es para nosotros el mundo -dijo una rueda unida en otro tiempo a una vieja caja de pino y muy orgullosa de su corazón destrozado- pero el amor no está de moda; los poetas lo han matado. Han escrito tanto sobre él, que nadie les cree ya, cosa que no me extraña. El verdadero amor sufre y calla... Recuerdo que yo misma, una vez.., pero no se trata de eso aquí. El romanticismo es algo del pasado.
    -¡Qué estupidez! -exclamó la candela romana-. La novela no muere nunca. ¡Se parece a la luna: vive siempre! Realmente, los recién casados se aman tiernamente. He sabido todo lo concerniente a ellos esta mañana por un cartucho de papel oscuro que estaba en el mismo cajón que yo y que sabe las últimas noticias de la corte.



    Continua
     
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    Pero la rueda meneó la cabeza.
    -¡El romanticismo ha muerto! ¡El romanticismo ha muerto! ¡El romanticismo ha muerto! -murmuró.
    Era una de esas personas que creen que repitiendo una cosa cierto número de veces, acaba por ser verdad.
    De pronto se oyó una tos fuerte y seca y todos miraron a su alrededor. Era un pequeño cohete de altivo continente atado a la punta de un palo. Tosía siempre antes de hacer una advertencia, como para llamar la atención.
    -¡Ejem! ¡Ejem! -exclamó.
    Y todo el mundo se dispuso a escucharle, menos la pobre rueda, que seguía moviendo la cabeza y murmurando:
    [FONT=&quot]-¡El romanticismo ha muerto!
    [/FONT]
    -¡Orden! ¡Orden! -gritó un petardo.
    Tenía algo de político y había tomado siempre parte importante en las elecciones locales. Por eso conocía las frases empleadas en el Parlamento.
    -¡Ha muerto del todo! -suspiró la rueda. Y se volvió a dormir.
    No bien se restableció por completo el silencio, el cohete tosió por la tercera vez y comenzó. Hablaba con una voz clara y lenta, como si dictase sus memorias, y miraba siempre por encima del hombro a la persona a quien se dirigía. Realmente, tenía unos modales distinguidísimos.
    -¡Qué feliz es el hijo del rey -observó- por casarse el mismo día en que me van a disparar! Ni preparándolo de antemano podría resultar mejor para él; aunque los príncipes siempre tienen suerte.
    -¿Ah, sí? -dijo el pequeño buscapiés-. Yo creí que era precisamente lo contrario y que era usted a quien se disparaba en honor del príncipe.
    -Ése quizás sea su caso -replicó el cohete-. Casi diríase que estoy seguro de ello; pero en cuanto a mí, es ya diferente. Soy un cohete distinguido y desciendo de padres igualmente distinguidos. Mi madre era la girándula más célebre de su época. Tenía fama por la gracia de su danza. Cuando hizo su gran aparición en público, dio diecinueve vueltas antes de apagarse, lanzando por el aire siete estrellas rojas a cada vuelta. Tenía tres pies y medio de diámetro y estaba fabricada con pólvora de la mejor. Mi padre era cohete como yo y de origen francés. Volaba tan alto, que la gente temía que no volviese a descender. Descendía, sin embargo, porque era de excelente constitución e hizo una caída brillantísima, en forma de lluvia, de chispas de oro. Los periódicos se ocuparon de él en términos muy halagüeños, y hasta la Gaceta de la Corte dijo que "señalaba el triunfo del arte pilotécnico".
    -Pirotécnico, pirotécnico querrá decir -interrumpió una bengala-. Sé que es pirotécnico porque he visto la palabra escrita sobre mi caja de hoja de lata.
    -Pues yo digo pilotécnico -replicó el cohete en tono severo.
    Y la bengala se quedó tan apabullada, que empezó inmediatamente a mortificar a los buscapiés pequeños para demostrar que ella también era persona de bastante importancia.
    -Decía yo... -prosiguió el cohete-, decía yo... ¿qué es lo que yo decía?
    -Hablaba de usted mismo -repuso la candela romana.
    -Naturalmente. Sé que hablaba de alguna cosa interesante cuando he sido tan groseramente interrumpido. Odio la grosería y las malas maneras, porque soy extremadamente sensible. No hay nadie en el mundo tan sensible como yo, estoy seguro de ello.
    -¿Qué es una persona sensible? -preguntó el petardo a la candela romana.
    -Una persona que porque tiene callos pisa siempre los pies a los demás -respondió la candela en un débil murmullo.
    Y el petardo casi estalló de risa.
    -¡Perdón! ¿De qué se ríe? -preguntó el cohete-. Yo no me río.
    -Me río porque soy feliz -replicó el petardo.
    -Es un motivo bien egoísta -dijo el cohete con ira-. ¿Qué derecho tiene para ser feliz? Debería pensar en los demás, debería pensar en mí. Yo pienso siempre en mí y creo que todo el mundo debería hacer lo mismo. Eso es lo que se llama simpatía. Es una hermosa virtud y yo la poseo en alto grado. Suponga, por ejemplo, que me sucediese algún percance esta noche. ¡Qué desgracia para todo el mundo! El príncipe y la princesa no podrían ya ser felices: se habría acabado su vida de matrimonio. En cuanto al rey, creo que no podría soportarlo. Realmente, cuando empiezo a pensar en la importancia de mi papel, me emociono hasta casi llorar.
    -Si quiere agradar a los demás -exclamó la candela romana-, haría mejor en mantenerse en seco.
    -¡Ciertamente! -exclamó la bengala, que no estaba de muy buen humor-, eso es sencillamente de sentido común.
    -¿Cree que es de sentido común? -replicó el cohete indignado-. Olvida que yo no tengo nada común y que soy muy distinguido. ¡A fe mía todo el mundo puede tener sentido común con tal de carecer de imaginación! Pero yo tengo imaginación, porque nunca veo las cosas como son. Las veo siempre muy diferentes de lo que son. En cuanto a eso de mantenerme en seco, es que no hay aquí, con toda seguridad, nadie que sepa apreciar a fondo un temperamento delicado. Afortunadamente para mí, no me importa nada. La única cosa que le sostiene a uno en la vida es el convencimiento de la enorme inferioridad de sus semejantes y éste es un sentimiento que he mantenido siempre en mí. Pero ninguno de ustedes tiene corazón. Gritan y se regocijan como si el príncipe y la princesa no estuviesen celebrando sus bodas.

    -¡Eh! -exclamó un pequeño globo de fuego-. ¿Y por qué no? Es una alegre ocasión y cuando estalle yo en el aire pienso comunicárselo a todas las estrellas. Ya verán cómo brillarán cuando las hable de la bella recién casada.
    [FONT=&quot]-¡Oh, qué concepto más banal de la vida! -dijo el cohete-, pero no me esperaba yo menos. No hay nada en usted. Es hueco y vacío. ¡Bah! Quizás el príncipe y la princesa se vayan a vivir en un país en que haya un río profundo, quizás tengan un solo hijo, un pequeñuelo de pelo rizado y de ojos violeta como los del príncipe. Quizás vaya algún día a pasearse con su nodriza. Quizás la nodriza se duerma debajo de un gran sauce. [/FONT] [FONT=&quot]Quizás el niño se caiga al río y se ahogue. ¡Qué terrible desgracia! ¡Los pobres perder su hijo único! Es terrible, realmente. No podré soportarlo nunca. [/FONT]

    Continuara
     
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    -Pero no han perdido su hijo único -dijo la candela romana-. No les ha sucedido ninguna desgracia.
    -No he dicho que les haya sucedido -replicó el cohete-. He dicho que podría sucederles. Si hubiesen perdido a su hijo único, sería inútil decir nada sobre el suceso. Detesto a las personas que lloran por su cántaro de leche roto. Pero cuando pienso que han perdido a su hijo único, me siento verdaderamente tristísimo.
    -Ya lo veo -exclamó la bengala-. Realmente es usted la persona más afectada que he visto en mi vida.
    -Y usted la persona más grosera que he conocido -dijo el cohete-. No puede comprender mi afecto por el príncipe.
    -¡Bah! Ni siquiera lo conoce... -chisporroteó la candela romana.
    -No, nunca dije que le conociera -respondió el cohete-. Me atrevo a decir que si lo conociese no sería de ningún modo amigo suyo. Es cosa peligrosa conocer uno a sus amigos.
    -Mejor haría en mantenerse en seco -dijo el globo de fuego-. Eso es lo más importante.
    -Para usted no dudo que será importantísimo -respondió el cohete-. Pero yo lloraré si me viene en gana.
    Y el cohete estalló en lágrimas que corrieron sobre su vara en gotas de lluvia, ahogando casi a dos pequeños escarabajos que pensaban precisamente en fundar una familia y buscaban un bonito sito seco para instalarse.
    -Debe tener un temperamento verdaderamente romántico, pues llora cuando no hay por qué llorar -dijo la rueda.
    Y lanzando un profundo suspiro, se puso a pensar en la caja de madera.
    Pero la candela romana y la bengala estaban indignadas. Gritaban con todas sus fuerzas:
    -¡Pamplinas! ¡Pamplinas!
    Eran muy prácticas, y cuando se oponían a algo lo denominaban pamplinas.
    Entonces apareció la luna como un soberbio escudo de plata y las estrellas comenzaron a brillar y llegaron al palacio los sones de una música.
    El príncipe y la princesa dirigían el baile. Bailaban tan bien que los pequeños lirios blancos echaban un vistazo por la ventana contemplándolos, y las grandes amapolas rojas movían la cabeza, llevando el compás.
    En aquel momento sonaron las diez, luego las once y luego las doce, y a la última campanada de media noche, todo el mundo fue a la terraza y el rey hizo llamar al pirotécnico real.
    -Empiecen los fuegos artificiales-dijo el rey. Y el pirotécnico real hizo un profundo saludo y se dirigió al fondo del jardín. Tenía seis ayudantes. Cada uno llevaba una antorcha encendida sujeta a la punta de una larga pértiga.
    Fue realmente una soberbia irradiación de luz.
    -¡Ssss! ¡Ssss! -hizo la rueda que empezó a girar.
    -¡Bum! ¡Bum! -replicó la candela romana. Entonces los buscapiés entraron en danza y las bengalas colorearon todo de rojo.
    -¡Adiós! -gritó el globo de fuego mientras se elevaba haciendo llover chispitas azules.
    -¡Bang! ¡Bang! -respondieron los petardos, que se divertían muchísimo.
    Todos tuvieron un gran éxito, menos el cohete. Estaba tan húmedo por haber llorado que no pudo arder. Lo mejor que había en él era la pólvora y ésta se hallaba tan mojada por las lágrimas que estaba inservible. Toda su pobre parentela, a la que no se dignaba hablar sin una sonrisa despectiva, produjo un gran alboroto por el cielo, como si fuesen magníficos ramilletes de oro floreciendo en fuego.
    -¡Bravo! ¡Bravo! -gritaba la corte.
    Y la princesita reía de placer.
    -Creo que me reservan para alguna gran ocasión -dijo el cohete-. Indudablemente es eso.
    Y miraba a su alrededor con aire más orgulloso que nunca.
    Al día siguiente vinieron los obreros a colocarlo todo de nuevo en su sitio.
    -Evidentemente es una comisión -se dijo el cohete-. Los recibiré con una tranquila dignidad.
    Y engallándose empezó a fruncir las cejas como si pensase en algo muy importante. Pero los obreros no se dieron cuenta de su presencia hasta dejarlo atrás.
    Entonces uno de ellos lo vio.
    -¡Ah! -gritó-. ¡Qué mal cohete!
    Y le tiró al paso por encima del muro.
    -¡Mal cohete! ¡Mal cohete! -dijo éste girando por el aire-. ¡Imposible! Famoso cohete, eso es lo que han querido decir. Mal y famoso suenan para mí casi lo mismo, y a veces ambas cosas son idénticas.
    Y cayó en el lodo.
    -No es esto muy cómodo -observó-, pero sin duda es algún balneario de moda a donde me han enviado para que reponga mi salud. Mis nervios están muy desgastados y necesito descanso.



    continua
     
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