Estar en la universidad es una cosa de arrechos

Tema en 'Relatos Eróticos Peruanos' iniciado por gnussi98, 12 Abr 2024.

    gnussi98

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    Mi paso por la universidad fue fugaz y carente de emoción. No logré forjar amistades duraderas, aunque sí disfruté de algunos polvos pasajeros. Por ello, deseo compartir con el respetable cofrade una corta miscelánea de historias, esperando que sea de su agrado.

    La reina de la facultad I

    La universidad se erigía en distintas jerarquías estudiantiles como pirámides de poder. Estaban los chancones, los apuestos, los que tenían hartas fichas y claro, la última escala de la pirámide se desplegaba para el resto de estudiantes, entre la cual me incluía, individuos cuyas existencias parecían desvanecerse en la sombra de la insignificancia. ¿Cómo habíamos llegado a compartir los mismos espacios académicos que los vástagos de la élite? Una incógnita que flotaba en el aire enrarecido de los pasillos, mientras las miradas altivas de los privilegiados apenas se posaban sobre nosotros, como si fuéramos meros fantasmas en su universo dorado. A veces me auto reconfortaba oír que estudiaba en la misma universidad que los hijos de varios políticos y empresarios peruanos, incluso varios actores y chicas de la TV de la época se cruzaron varias veces en mi camino, en los pasillos universitarios, obviamente sin siquiera observarme ni mucho menos saludarme.

    Mi vida estudiantil transcurría en aquella monotonía resignada, alternando entre las distintas aulas y la búsqueda incesante de cualquier chambita o cachuelo para mitigar la cruda realidad de mi precaria situación económica. En mi afán de buscar nuevas conexiones, pero sobre todo regocijarme en la arrechura que me causaba ver a tanta estudiante hermosa de otras facultades, decidí incursionar en un terreno desconocido: un curso electivo en la facultad de letras. Una elección motivada más por la arrechura que por el interés genuino, buscando llenar el vacío de créditos en mi expediente académico.

    Fue entonces cuando mi destino, caprichoso y arrechón, me condujo a cruzarme con Alexandra. Una estudiante de comunicaciones. Alexandra había sido la miss de su Facultad un par de años antes. Su belleza era incuestionable, su cabello castaño y ensortijado, parecía cubierto de un brillo eterno. Su piel blanca y bronceada daba el aspecto de estar siempre en un viaje constante entre Máncora y Lima. Cuando la conocí llevaba ropa veraniega y pude apreciar su cuerpo delicado y esculpido. Era una fascinación para cualquier estudiante verla por los pasillos de la universidad. Su presencia era una fantasía palpable, una ilusión que envolvía a quienquiera que se atreviera a cruzar su camino. Algunos compañeros contaban que su abuelo había sido senador en la época de Belaunde, y tenía, además, ascendencia ítalo-alemana. Sus apellidos compuestos no dejaban duda de ello. Yo la miraba embobado y me sentía tan feliz cuando me dirigía la palabra.

    Durante aquel curso coincidió que hicimos un grupo, más que coincidencia, entré casi al caballazo a ese grupo. Entendía que un individuo como yo que apenas ayer había bajado de un pueblito casi olvidado de la sierra peruana no iba a tener nunca el privilegio efímero y casi exclusivo de estar al lado de la dueña de mis pajas nocturnas de aquella época. Durante el tiempo que duro ese grupo, intercambié varias ideas y algunas sonrisas con ella y los demás integrantes. Pude agregarla a las redes sociales de aquel tiempo y estar, al menos, como parte de sus amigos, aunque nuestra supuesta amistad carecía de substancia. Éramos dos seres destinados a habitar universos paralelos y que nuestras vidas seguían caminos divergentes marcados por la distancia insalvable de la clase social. “¡Qué chu.cha!, quizá hasta tenga suerte y por ahí la pulseo”, me repetía a mí mismo. Me conformaba con ser un espectador distante, un observador solitario en el teatro de su vida.

    Jamás me atreví a dar un paso más allá, consciente de mi incapacidad para ofrecerle algo en retorno. Carecía del carisma necesario, de la labia seductora que podría cautivar a una chica como ella, y mucho menos poseía la presencia imponente o la pinta de galán que requería su atención. Ni siquiera el dinero podía ser un puente hacia su mundo de opulencia, apenas si podía cubrirme el cuerpo con dos harapos que alguna tía mía me había regalado. Me conformaba con ser un mero espectador de su vida, sadiqueándome con sus fotos en las redes sociales como si fueran las escenas de alguna página erótica.

    Viajes a paraísos tropicales como Cancún, Miami y Aruba se sucedían en su galería virtual, donde su figura se deslizaba entre la bruma del mar en bikini y atuendos ligeros. Su vida social, envuelta en un halo de privilegio sutil, era la envidia de todos. Rumores y chismes entre compañeros de curso insinuaban que había desfilado como modelo, incluso se decía que había hecho apariciones en programas de televisión de la época, y su presencia constante en las páginas sociales de diarios y revistas de gente de “clase bien” confirmaban su estatus como una figura destacada entre la alta sociedad limeña. Otros decían que ya su familia estaba en declive, y que ya no eran ni el rastro de lo que alguna vez fueron. Los más sapos decían que Alexandra era una chica fácil y le gustaba meterse sus toques, en las fiestas de su facultad.

    Nuestra interacción durante aquel breve lapso compartiendo una única clase fue escueta. Alexandra no destacaba por su brillo intelectual, por lo que confería a nuestras conversaciones una simplicidad que fluía sin esfuerzo. Contaba que había estudiado en uno de los colegios más exclusivos de Lima, pertenecía a lo que en aquel tiempo se auto denominaban “la gentita”.

    El semestre llegó a su término, como tantos otros, sin penas ni alegrías para mí. Tras aquel curso, nuestros encuentros se redujeron a escasos cruces por los pasillos universitarios, quizás acompañados de un par de diálogos sin importancia. Así, cada uno emprendió su propio rumbo en el torbellino de la vida.

    Más de una década después de aquellos fugaces encuentros, me encontraba establecido en Alemania. Mi carrera profesional no iba mal, adaptándome al ritmo de vida teutón y expandiendo mis horizontes tanto académicos como laborales. Una nueva oportunidad se presentaba ante mí: dirigir un departamento recién creado. Aunque claro, yo sería director, asistente y hasta el propio conserje de este nuevo departamento y con la promesa de independencia y la posibilidad de explorar distintos lugares en modo de hueveo, o como se le conoce normalmente: viajes de negocios, financiados generosamente por la empresa.

    En medio de este vendaval de cambios, una etiqueta en una foto de una ponencia que había hecho en España me devolvió a mi pasado estudiantil en Lima. Un mensaje breve de Alexandra, una presencia que había permeado mi ser durante años, como las gotas que forman una estalactita de deseo en las profundidades de una cueva.

    "¡Hola! ¿Recuerdas quién soy?".

    Al leer esas palabras en mi pantalla, resonó en mi mente la voz distinguida de la chica de cabellos dorados, con ese acento propio de la pituquería limeña que, por alguna razón, muchos intentaban emular en mis años universitarios. ¿Cómo olvidarla? Cada paja dedicada a ella estaba grabada en mi memoria como un eco lejano en la vastedad del tiempo.

    Nos pusimos al día rápidamente. Ella estaba cursando una maestría en España y expresó su interés en entrevistar a algún directivo de la empresa para la que yo trabajaba. Un gesto de cortesía se formó en mi mente, pero como bien puede percibir el respetable cofrade, mis pensamientos se dirigieron de inmediato a cómo sacar provecho de esta situación.

    Después de aquel breve encuentro virtual, conversamos largamente, me contó que estaba algo cansada de vivir en Perú y había buscado un empleo en España, pero el salario allá no era muy diferente a lo que podría recibir en Perú. Yo le decía que aquí en Alemania el salario era mejor, la calidad de vida insuperable y las flores hasta brillaban en primavera y cualquier paja mental que se me podría ocurrir en ese momento. Trataba de manipular su empatía hacia mí y empezaba a tener éxito en ello.

    Utilizaba algunos halagos y elogios sutiles para realzar su “empoderamiento femenino” y su brillantez académica. Me presentaba a mi mismo como una figura experimentada en el ámbito laboral y académico, ofreciéndome a ayudarla no solo con la entrevista que tan deseosamente quería hacer sino también con ayudarle a conseguir un trabajo muy bien remunerado cuando termine su post-grado. Fue en esa vorágine de floro barato que decidí pactar un encuentro con ella en España. Los siguientes días me dediqué a planificar encuentros disforzados con socios comerciales y clientes desubicados, proponiéndoles encuentros urgentes para conversar nuestros últimos desarrollos y un sinfín de mejoras que casi la mayoría aceptaba con bastante ánimo.

    Cuando viajé allá, lo primero que hice fue alquilarme el auto más caro y lujoso que podía brindarme el concesionario y, claro, un hotel que hasta yo mismo me quedé impresionado. Una parte de mi tenía algo de temor de la gran puteada que me esperaría luego cuando el departamento contable vea el estado de cuenta de la tarjeta, pero en ese momento mi mente estaba enfocada en los labios de Alexandra, acariciar sus rizos de oro y casi orando para que pueda tener al menos un polvo memorable con ella. Mi sique trataba de justificar mi conducta con relativo éxito, pero eso solo escondería verdades subjetivas para justificar mi conducta.

    La diferencia entre el amor o cariño que pude sentir por los distintos amores ocasionales o duraderos distaban en la obsesión que me consumía por Alexandra, una pasión meramente arrechante que se alimentaba únicamente por un deseo carnal e incontrolable. Ansiaba consumar mis más oscuros pensamientos y anhelos hacia ella, sintiendo el poder que me confería la suerte o tal vez la ironía de un destino caprichoso o quizá la mera casualidad de un cholito pendejo o un Paco Yunque moderno con ganas de comerse un Humberto Grieve en versión femenina y completamente estilizada y que además podía permitirse aquellos lujos sin gastar un centavo en ello.

    El cofrade que ha pasado por una situación similar, navegando por los mares del deseo casi animal, comprenderá que a veces este deseo o enchuchamiento puede convertirse en una fuerza destructora, cosificando al otro como un mero medio para la satisfacción personal.

    Después de instalarme en aquel lujoso hotel, retomé mi rutina de chamba con la misma determinación de siempre. Al segundo día, concerté una cita con Alexandra. Le ofrecí recogerla en su apartamento o en la universidad, deseando impresionarla con aquel auto ostentoso para confirmar la seriedad de mi propuesta, tanto en relación a su entrevista como a una posible posición en la empresa.

    Cuando la vi, Alexandra irradiaba una belleza deslumbrante. Aunque ambos rozábamos la base tres, al verla enfundada en un vestido floreado de verano y contemplar sus pechos y ese culito que tanto había anhelado en mi juventud, parecía como si el tiempo no hubiera dejado huella en ella. Nos abrazamos con la familiaridad de viejos amigos y partimos. Había reservado una mesa en uno de los restaurantes más fancy de la ciudad, buscando crear un ambiente propicio para mis planes con ella.
     
    Última edición: 12 Abr 2024
    gnussi98, 12 Abr 2024

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