Ñawi Tinku: Un Loncco suelto en Europa

Tema en 'Relatos Eróticos Peruanos' iniciado por gnussi98, 15 Jun 2023.

    gnussi98

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    Puedes ser que en tu tierra no había a donde ir
    Puede ser que tus sueños no tenían lugar

    Migré hace más de una década a Europa. Este año se cumplirán catorce años desde aquella decisión. Al igual que muchos compatriotas, llegué como estudiante. Después de completar mi postgrado, se me presentaron oportunidades laborales que acepté y, poco a poco, me fui adaptando a esta nueva vida. He tenido que mudarme en varias ocasiones y he vivido en diferentes países. Debido a mi chamba, he tenido la oportunidad de viajar a lugares que nunca pensé conocer. He conocido personas de diversas culturas y, como resultado, he experimentado algunas aventuras que considero dignas de ser contadas. Todo empezó en Alemania, el país que me acogió durante casi diez años. Allí viví numerosas aventuras y también me encontré con muchas desventuras. La vida me dio mucho, pero también me quitó más de lo que habría imaginado. Hace algún tiempo escribí una anécdota de mi tiempo allá, quizá algún moderador puede ayudarme a unir esta anécdota a este post. Con estos relatos, deseo compartir algunas de estas vivencias para que el lector o cofrade pueda disfrutar y, tal vez, si alguien tiene pensado dejar nuestro hermoso país algún día, esta narración pueda servir como una pequeña guía de experiencias cacheriles.

    De de Ho Chi Minh a Te ca-ché (parte I)

    Mi llegada a Alemania fue pesada, como muchos estudiantes extranjeros llegaba con una mano por delante y otra por detrás. Había sacado un préstamo de la Pronabec y juntado todo el dinero que pude en Perú. Por suerte había cogido un cuarto en la residencia de estudiantes y al menos estaba seguro de que no iba a dormir bajo algún puente. El único detalle era que la ciudad donde estaba ubicada la universidad era casi una aldea a unas tres horas en tren de Múnich. Para llegar ahí tuve que tomar distintos trenes y finalmente un bus que me llevaría a mi destino.

    Pero solo en tu cuarto tu tendrás que admitir
    Que podría haber pobreza, pero nunca soledad (…)

    Las primeras semanas, mi tiempo transcurría en las clases de la universidad y conocer un poco de gente, el sistema y claro, buscar una chambita que me permitiera subsistir, al menos decentemente. En la clase de maestría todos eran alemanes, exceptuando tres extranjeros, uno de ellos era Hoang. Una chica vietnamita, su alemán era tan malo como el mío, quizá por eso hicimos rápidamente amistad. Ella había vivido dos años en Austria, donde aprendió el idioma y luego encontró una plaza para la maestría en esa Universidad. Hoang era pequeñita como casi todos los vietnamitas que he conocido. Era delgada, senos pequeños y un culito acorde a su contextura. Su cabello negro liso le daba hasta los hombros, y contrastaba con su piel pálida. Su nariz pequeña y sus ojos rasgados me producían cierta ternura, sin llegar a la excitación. Pronto descubrí que muchas culturas asiáticas son poco propensas al contacto físico, como los latinos, a lo mucho un apretón de manos.

    Las semanas pasaban y como era de esperarse, no agarraba ni un resfriado. La ciudad donde estaba la universidad era muy pequeña y yo era un recién llegado. Unas semanas después de mi arribo, pude, por fin, conseguir una pequeña chambita de fin de semana en un restaurant, fregando platos, eso me ayudaba económicamente. A la vez que me iba a adaptando de a pocos a mi nueva vida, el invierno también comenzaba, y con ella todas las vicisitudes que esto acarreaba.

    Cierto día Hoang me citó en la universidad. La cantidad de trabajos de cada curso era a veces enfermante y Hoang se esforzaba en terminarlos lo antes posible. Ese día mientras iba a la universidad, noté que las calles estaban vacías, pensé que era porque había empezado a nevar. Nos quedamos haciendo el bendito trabajo hasta bien tarde. En esa época del año anochece incluso antes de las cuatro de la tarde y la temperatura bajaba a veces a 15 grados bajo cero. Cuando salimos, el pueblo entero estaba cubierto por la nieve, incluso era difícil distinguir los autos estacionados, era un caos. Hoang me pidió acompañarla a su casa, me dijo que tenía algo de temor, no había ni un alma en la calle. La casa de Hoang estaba como a tres kilómetros de la universidad, igual que la mía, pero en el sentido opuesto, no tenía ni intención de cruzar dos veces la ciudad con un frío de miércoles y encima casi enterrado en nieve. Quise rehusarme, pero Hoang me sugirió quedarme en su casa hasta el día siguiente. Ella no me atraía sexualmente, pero tampoco quería ser descortés, así que acepté.

    Esos tres kilómetros se convirtieron en un desafío, era la primera vez que veía tanta nieve, en cierta parte del camino, la nieve casi me llegaba a la cintura, los carritos de limpieza no se daban abasto para limpiar tan rápido esa ciudad, aún siendo pequeña. Cuando llegamos a su habitación, ella preparó un té caliente y luego algo de comer, por la ventana miraba como la nieve seguía cayendo. Hoang me dijo que podíamos dormir en la misma cama, pero me advirtió que me “comportara”, me dijo que tenía novio y se iba a casar y ella había conocido antes a un par de latinos y sabía nuestra debilidad. Por mi parte no objeté nada, además estaba cansado y por poco me congelo los huevos en la calle, no quería que Hoang me eche de su habitación en medio de la noche.

    Esa noche dormimos en la misma cama, Hoang no me atraía realmente, pero al estar ambos juntos en la misma cama intenté ir un poco más allá, por primera vez dormía con una mujer sin poder tocarle siquiera la mano. Al día siguiente ella preparó el desayuno y me marché.

    Pasaron varios días y no tocamos el tema, como dije antes, Hoang fue siempre muy amable conmigo, pero no teníamos ningún contacto físico, por un tema cultural. Un día saliendo de la universidad, Hoang, medio avergonzada me preguntó si quería acompañarla a su casa, me sorprendí un poco, a pesar de que la nieve inundaba ese pueblo, pero ya los caminos estaban limpios. Hoang me dijo que si yo deseaba podíamos repetir lo mismo de la última vez, mientras me decía esto bajaba la voz como si alguien nos iría a escuchar. Acepté, creo que más por curiosidad que por arrechura.

    Cuando llegamos a su habitación, Hoang preparó algo de comer y no quiso que me levantara de mi lugar, ella me sirvió la comida y luego me preguntó si me iba a bañar, así lo hice y casi me ordenó que me vaya a la cama, mientras ella se fue a duchar. Con la luz apagada, Hoang salió, pero está vez no llevaba el pijama de franela que llevaba la primera vez, sino una especie de babydoll de color claro. Ella se echo junto a mí y sin decir palabra me tomó la mano dentro de la cama. Yo me acerqué a ella y nos besamos...
     
    Última edición: 15 Jun 2023
    gnussi98, 15 Jun 2023

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    Buen relato, no demore en seguir con la historia.
     
    luigui001, 15 Jun 2023

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    Hoang tenía una personalidad bastante introvertida, nunca existió, hasta ese momento, un contacto físico entre nosotros. Apenas si me dirigía una sonrisa cuando nos veíamos y solía hacer una leve reverencia al principio, que, con el pasar del tiempo dejaría de lado. Esa noche todo cambiaría, ella tomó la iniciativa, yo sólo actué más por curiosidad.

    Tenía algunos meses en Alemania y no había tenido contacto con ninguna fémina. Estando ambos en su cama, me incorporé encima de ella. Hoang no ofrecía resistencia, se dejaba llevar por mis besos. Yo me había metido a la cama con un pantalón delgadito de algodón, de esos que uno lleva por dentro para evitar congelarse las pelotas en lugares como este. Hoang me abrazaba y de a poco empezaba a explorar sus pechos por encima de su babydoll. “Bite my bobs”, me susurraba, mientras jadeaba cada vez más rápido. No entendía bien qué tipo de juego tenía Hoang en mente. Sin embargo, a esas alturas del partido, ya me había quitado la ropa más rápido de Quicksilver. Tal cual me lo ordenó, empecé mordiendo sus pechos, sus pezones eran pequeños como sus pechos, los mordía con delicadeza, pero Hoang repetía “stronger, please stronger”. Empecé entonces a chuparlos y morderlo, con más fuerza según su deseo. Ella se excitaba más, con mi mano exploraba dentro de la tanguita que se había puesto para la ocasión. Hoang no estaba depilada, sentía sus vellitos, y empezaba a escarbarlos con dedicación, quería tocar su vagina y mis dientes se entretenían más con los pezones de Hoang. La sentía mojada.

    Hoang tomó mi rostro y lo puso delante el suyo, así nos besamos un rato más, yo estaba aún con el boxer puesto, de pronto ella dejó de besarme, esto me desconcertó un rato, creí que se había arrepentido o quizá fui demasiado rápido para ella. No tarde mucho en darme cuenta de que ella empezaba también a acariciarme y sus manitos bajaban hacia mi entrepierna encima de mi calzoncillo. Hoang se sentó de lado en la cama y yo la acompañe, a pesar de la oscuridad, veía sus tetas pequeñas a través del babydoll. Nunca la había visto con ojos más allá que de amistad pura. Sin decir nada, dirigió su mirada directo a mi entrepierna, y empezó a acariciarme el pene cada vez con más fuerza, de poco fue metiendo sus manos a través del boxer. Miraba mi pinga asombrada y curiosa, mi pinga se ponía más dura con cada movimiento de su manito, en un momento tenía el rostro como petrificado. Pensé que estaba preocupada de cachar sin condón, así que le dije que tenía protección, pero Hoang me respondió en alemán: “Verdammt, es ist zu groß” (ta mare la tienes bien grande). Casi me cago de risa con esa respuesta, nunca me he considerado un malogrado ni nada que se le parezca, siempre he estado orgulloso de mi muchacho, pero a la vez he sido consciente que no soy un Rocco o un Rasputín.

    Ella insistía y dejó de hablar en inglés, y pasó al alemán por alguna razón “Es ist so groß, es ist wie ein...” (es tan grande como si fuera un…). Ya para ese rato estaba haciendo un esfuerzo sobre humano para no cagarme de risa, y a la vez, de que tanto “halago” no haga decaer mi pene. Mientras Hoang estaba sorprendida mirando y haciéndome una paja, sus ojos se abrían más como para ver cada detalle de mi pene. Su rostro cambiaba de a poco, su mirada de tranquilidad y benevolencia empezaba a transformarse en una mirada de lujuria, de deseo y de ganas de cachar. Yo le cogí el rostro y la besé de nuevo, ella me besaba con más pasión, y su mano seguía entretenida sobando mi pinga de atrás a adelante a un ritmo cada vez más rápido, como si de un juguete se tratara, le dije que me lo chupe, ella se quedó pensando un rato, pero accedió sin reparos. Yo me senté en la cama y ella se agacho hacia mi pinga, mientras se inclinaba, no perdí el tiempo y le acariciaba el culito por encima de la lencería que llevaba puesta, mis manos entraban debajo de su tanga y jugaba con su conchita. De pronto sentí un calor en toda la pinga, Hoang se la había metido toda como queriendo atragantarse. En esa posición comenzó a deslizar sus labios por toda mi pinga y sus ojos estaban abiertos. Con su otra mano acariciaba mis huevos, ella se volvió a sacar mi pinga de su boca, solo para tomar aire y volverlo a metérselo.

    Su forma de chupar era algo rudimentaria, pero se sentía tan rico que en poco tiempo yo ya tenía los ojos cerrados disfrutando de esa delicadeza asiática. Hoang no tenía una técnica impresionante, pero si me sorprendía la tranquilidad con que la chupaba, dándose su tiempo, haciendo pausas y volviendo a mover su cabeza. Con mi mano quería sacarle el babydoll que llevaba, ella se dio cuenta y ayudo a que se lo saque, sin sacar mi pinga de su boquita. Sólo se la sacó de la boca para pasar el babydoll por su cabeza y lo tiró al suelo, pero inmediatamente volvió a lo que estaba haciendo.

    Yo seguía entretenido acariciando sus pezones pequeños y puntiagudos, ella no era voluptuosa, su cuerpo era delgado, eso me traía aún más morbo. Después de un rato la tumbé en la cama, de un tirón le quité la tanguita que llevaba puesta y me sumergí en su conchita peluda, haciéndome un espacio entre sus vellitos para visitar esa conchita con aroma a deseo y arrechura. Hoang me miraba con un rostro como aterrada. De a pocos empecé a entrar en esa rajita peluda, parecía como si una corriente la hubiese atravesado el cuerpo. Hoang dio un pequeño grito de satisfacción y empecé a chupáselo con delicadeza. El olor de Hoang era suave, no tuve mucho problema en reconocer su clítoris y ese botoncito que enloquece a las mujeres. Con mi lengua iba jugando por las paredes de su vagina y volvía nuevamente hasta su botoncito, ella gemía sin reparo alguno, a veces me cogía la cabeza con una mano, con la otra se agarraba fuerte de la sabana. Me incorporé sobre ella para ponerme el condón, pero ella me interrumpió: “no need for that” (no hace falta). Me quedé huevón por un rato, quería que me la cachara a pelo, ¿quién era yo para negarme? Puse mi pinga en la entrada de su conchita, ella sólo asintió con la cabeza y abrió las piernas un poco más. Empecé a empujársela hacia adentro, aún veía un poco de saliva goteándole de los labios.

    Su vagina estaba totalmente húmeda, mi pinga pudo entrar dentro de ella sin problema. Se sentía tan delicioso ese ajuste que me quedé dentro de ella un rato. Hoang soltó un gemido esta vez más fuerte. Mi pinga estaba totalmente sumergida en ella. Hoang, con los ojos todavía cerrados, me abrazaba fuertemente y me besaba el cuello. Ahora solo había que seguir la rutina. Me la cachaba en esa posición y de cuando en cuando nuestras bocas se entrelazaban con pasión. Sus pequeñas tetas se movían con cada embestida, su boca semi abierta fruncía una señal de disfrute. Gemía ligeramente a cada embestida. Yo por mi parte solo miraba su cara mientras la cachaba. Me encantaba, me alucinaba. Había estado meses en ese país frío batiéndome a pajazos y después de todo este tiempo disfrutaba enteramente del cuerpecito de Hoang, pero además había un morbo en esa situación y el hecho de que me estaba dejando cachármela sin condón.

    Antes de venirme, quería disfrutarla más y le indiqué que se voltee, quería darle de perrito. Ella obedeció, pero no tenía mucho entrenamiento en esa posición, su espalda estaba muy encorvada hacia arriba y yo no disfrutaba de ese culito como hubiera querido. Para hacer las cosas más sencillas, le puse el cuerpo contra la cama y dejé sus piernas en el piso, en esa posición la embestía nuevamente con fuerza, Hoang gemía con más fuerza esta vez, no tuve tiempo de sacar mi pinga, me vine dentro de ella a borbotones y así agotado me quedé pegado a ella. Hoang no se inmutó, nos reincorporamos y se fue al baño a lavarse.
    De nuevo en la cama, empezamos a conversar y ella no dejaba de cogerme la pinga, me repetía nuevamente que era grande. Sospeché que su novio era un manicero o que ella sólo quería ser amable conmigo. Después de un rato volvimos a cachar. Esta vez ella me cabalgo y luego cachamos de lado. Abrazados nos quedamos dormidos.

    Al día siguiente Hoang se despertó muy temprano, no me dio tiempo para el mañanero, me dijo que iba salir un rato y luego volvía para desayunar. Al cabo de un buen rato regresó, me dijo que había ido a la iglesia, ella era católica creyente e iba al menos un par de veces a la semana a rezar. Yo me quise acercar nuevamente cariñosamente a ella, pero esta vez una mirada fría me bloqueo como un gran telón y me dijo que debíamos conversar.
    Hoang me propuso iniciar algo serio. Tenía un novio, casi desde que cumplió, la mayoría de edad, sus padres lo conocían, fue por él que viajó primero a Austria y luego a Alemania. Ella no tenía interés, y me lo dijo, de aventuras que no llevaran a ningún lado, sino de relaciones serías. Me contó que la primera noche que dormimos juntos, sin hacer nada, yo le había demostrado que era una persona “educada en valores”, si hubiese sabido que después de esa noche me corrí la paja como cinco veces pensando en ella y salí de su casa molesto porque no hice nada. Ella estaba dispuesta a cancelar el compromiso con su novio, pero no quería arriesgarse a ninguna aventura. Me dijo que los latinos teníamos cierta “fama” de no tomar las cosas en serio.

    Ya que había sido sincera conmigo, le dije que yo no estaba pensando en nada serio. Yo aún tenía 25 ó 26 años, me sentía viejo para algunas cosas, pero muy joven para vivir un romance en serio, además, quería conocer más la vida, no sabía si después de la maestría me iría a Perú o quizá otro país me esperaba. Le dije que me agradaba como ser humano, y como mujer era excepcional, pero no podía prometerle una relación seria, al menos no en ese momento. Ella entendió, no hubo drama de por medio. Nos despedimos con una pequeña reverencia y luego seguimos nuestra amistad. Nunca más hablamos del tema. Con el tiempo llegué a conocer a su novio, me cayó muy bien desde el principio, ambos me ayudaron luego cuando me mudé de ciudad. Aún de vez en cuando mantenemos contacto, ellos se casaron y tienen un par de hijos hermosos.

    Años después hice un pequeño tour con una exnovia mía. Coincidía con las vacaciones de Hoang y su esposo. Nos llevaron a un restaurant Fancy en Ho Chi Minh, compartimos toda la noche y contamos historia de nuestros tiempos de estudiantes. Al terminar la velada, mi novia, de aquel tiempo, me preguntó: “Es raro que nunca hayas intentado empezar una relación con una chica como ella. Encaja en tus gustos, ¿no?”
     
    gnussi98, 20 Jun 2023

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    Cofra prosiga con sus aventuras, en el viejo continente
     
    Luman, 7 Jul 2023

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    La chica de las flores

    Tenía poco tiempo en Alemania tres o cuatro meses como mucho. Como todo novato en este juego de adaptación, caminaba con pasos lentos por la senda de la vida estudiantil, enfrascado en la tarea de sobrevivir con monedas contadas en el bolsillo. Afortunadamente, tenía varios cachuelos que, cual malabarista de subsistencia, me permitían sostenerme con cierta dignidad dentro de los estrechos márgenes de la vida de un estudiante forastero en tierras germánicas.

    Como la mayoría de los estudiantes, yo también vivía en una residencia estudiantil (Wohnheim) el cual era un edificio de ocho pisos, cada piso contaba con doce habitaciones cuyas dimensiones oscilaban entre los 12 y 16 metros cuadrados. Y en el epicentro de esta peculiar morada, yacía la sala común, un espacio metamorfoseado semestre tras semestre por los caprichos decorativos de los estudiantes. En nuestra propia morada, la sala de nuestro piso, la extravagancia se manifestaba en la forma de muebles rescatados de algún cementerio de objetos y en una diminuta nevera que funcionaba como custodia de los licores que celebraban nuestras victorias, reales o inventadas.

    Y las celebraciones, oh, cómo abundaban. A excepción de las semanas de tortura conocidas como exámenes, apenas se pasaba un día sin que dos o más almas se aliaran en un brindis jubiloso, donde las excusas nacían como relámpagos en una tormenta de creatividad. Así, en medio de esta comuna internacional, mi piso se convirtió en un crisol amistoso de forasteros ebrios. Rusos, húngaros, serbios, jordanos, chinos y un par de almas negras africanas. Y entre todos, dos chicos de raíces latinas: mi pata, el carioca João, y yo.

    João hablaba un inglés perfecto, habíamos llegado el mismo semestre ambos íbamos a empezar la maestría, pero en distintas áreas, João estaba inmerso en el mundo del IT, mientras lo mío era más proyectos en ingeniería. Cierto día João me pide que le acompañe a comprar flores, se estaba ligando una estudiante de intercambio japonesa y quería hacer puntos con ella, ya que su alemán era casi escaso, necesitaba alguien que le ayude con el idioma, mi alemán era rudimentario y bastante miserable, pero al menos podía llevar una conversación que no involucre gran profundidad técnica.

    Habíamos divisado una única tienda de flores en todo el poblado. Al cruzar su umbral, vimos tres personas trabajando en el lugar: una señora mayor y dos chicas jóvenes. Por deducción, asumí que la señora mayor era la dueña del recinto. Una de las jóvenes se adelantó, un rayo de sol danzaba en su rostro. João explicaba sus intenciones y yo, como traductor de ocasión, procuraba entrelazar nuestras palabras en un discurso que, con suerte, no se derrumbara. La florista poseía un encanto natural, una sonrisa que encendía su mirada, dientes luminosos que destilaban alegría. Sus pecas salpicaban un cutis pálido como leche, y su cabello dorado y suelto conferían un aire de niña etérea. Era delgada, de senos medianos y apenas un poco más bajita que yo, llevaba puesto un mandil, pero noté rápidamente que tenía un culo exquisito.

    La Florista se percató que éramos un par de imbéciles tratando de comunicarnos, así que cambió rápidamente al inglés. Su inglés parecía nativo, tenía una entonación como la de los suburbios de Londres. João se sintió entonces como pez en el agua y se sumergió de lleno en el juego de seducción lingüística. Nos dijo que se llamaba Charlotte. Después de nuestra diligencia, salimos del local mientras João me comentaba que iría a regresar una próxima vez cuando haya menos gente para invitarla a salir.

    Aquel sábado João y yo emprendimos una aventura al mercado. Y, oh sorpresa, el destino tramó una nueva treta. Entre los puestos de colores y fragancias, allí estaba Charlotte, sumida en una transacción culinaria. João, impulsado por una premura que tan bien conocía, se abalanzó para saludarla. Yo le seguí y también la saludé. Las fiestas navideñas estaban cerca y propuse tomarnos un vino caliente (Glühwein) propia de esas épocas para calmar un poco el frío. Invité la primera ronda, y luego Charlotte invitó la segunda y se excusó. João le había pedido su número y le había invitado a una de las celebraciones que hacíamos casi a diario en la sala común de nuestro piso. Ella también me pidió mi número y así nos despedimos.

    Las fiestas navideñas se acercaban, y la mayoría de los estudiantes más afortunados trazaban rutas de escape hacia destinos exóticos o regresaban a los nidos familiares para celebrar bajo el cobijo de las tradiciones. Los corredores de la residencia estudiantil, que solían estar repletos de risas y pasos apresurados, comenzaban a vaciarse. Mientras tanto, aquellos cuyos pasaportes marcaban hogares distantes, y cuyas billeteras escasamente sostenían los gastos cotidianos, quedaban atrapados en la telaraña del tiempo. Fue así como días antes de la celebración de año nuevo un mensaje de Charlotte me sorprendió, preguntando si había planes de celebración en la residencia estudiantil para el Año Nuevo, le avisé a João, quien al igual que yo había quedado atrapado en esta red de soledad momentánea, y decidimos invitarla a la celebración.

    Con el resto de las estudiantes de la residencia planeamos la fiesta, éramos en total como veinte personas entre hombres y mujeres, la mayoría extranjeros, pero también un par de alemanes que nos acompañarían. João dijo que iba a preparar Pão de queijo, un par de chinos propusieron que iban a preparar algo tradicional, yo me matriculé con una Causa Limeña. La celebración estuvo amena empezamos a beber e incluso a bailar. João se emborrachó y junto a Charlotte decidimos llevarlo a su habitación. Charlotte me dijo que también se iba a dormir, traje nuestros abrigos y le acompañé a su auto. Ahí conversamos un poco más y acerqué mis labios a los suyos, Charlotte agachó un poco la cabeza y casi susurrando me dijo “Wenn du mich küsst, können wir uns danach vielleicht nicht mehr so locker voneinander lösen” (si me besas quizá no vamos a poder separarnos luego). Aún así nos besamos. Su rostro estaba frío, afuera la temperatura llegaba fácilmente a quince grados bajo cero y empezaba a caer nuevamente la nieve que no desaparecería durante varios meses.

    Me encontré luego con Charlotte unas dos veces más afuera para tomar un café, me contaría luego que ella había nacido en ese pueblo, apenas terminó la escuela y se fue a Inglaterra a estudiar la universidad, luego de obtener una licenciatura en artes, viajó a Nueva Zelanda a seguir un post grado. Cuando terminó su estudió allá, su mamá le dijo que regresara al pueblo, ella se encontraba enferma y quería pasar tiempo con Charlotte, finalmente la madre de Charlotte falleció y ella se quedó con la casa familiar. Por otro lado, su abuelo paterno había iniciado una empresa de intercomunicadores en los años setenta, su padre y su tío se habían hecho responsables y extendido el negocio familiar, cuando Charlotte era aún una niña, su padre falleció en un accidente y siendo ella hija única heredó gran parte de las acciones en la empresa.
    Charlotte no tenía intención de trabajar en la empresa, su tío se encargaba de todo, podía vivir fácilmente de la pequeña fortuna que su mamá le había dejado y de las rentas heredadas, pero ella decidió renovar la vieja florería del pueblo y reabrir el negocio, le gustaba las flores, la decoración y la naturaleza.

    Nuestra tercera salida fue nuevamente en mi casa, yo le invité a cenar, quería prepararle un plato peruano, aunque no era un buen cocinero, la necesidad de comida peruana me hizo aprender y experimentar con distintos ingredientes. Ese día después de la cena bebimos un poco de vino y entre besos y abrazos nos dirigimos a mi pequeña habitación. Charlotte llevaba un pantalón jean y una blusa, de a poco empecé a desabotonar su blusa, pero cuando quise que sus pechos tomen también acción en nuestra lucha de cuerpos, ella se arrodilló ante mí, en esa posición me miraba excitada y empezó a desabrocharme la correa, mientras sonreía pícaramente, una vez que mi pantalón se abrió sacó sin problemas mi pinga que para ese momento ya la tenía bien parada. Empezó a sobarla con la mano, hasta que mi pinga se puso totalmente rígida. Sin decir una palabra, Charlotte empezó a chupar mi pinga, primero con cierta delicadeza, luego con más fuerza, ella disfrutaba lo que hacía, yo le tocaba las tetas por encima de la blusa que no estaba completamente desabrochada, y quería también chuparle todo el cuerpo, pero Charlotte no se separaba ni un instante de mi pinga. Ella siguió chupándomela cada vez con más fuerza, cuando paraba de chupármela, meneaba mi pene con su mano, ella no tenía ninguna intención de parar, después de un rato, me dejé llevar por ella y sólo le cogía la cabeza, cuando estaba a punto de venirme Charlotte se separó un poco y con su boca abierta me vine en todo su rostro y tragó un poco de semen. Yo me quedé agotado sosteniéndome con una mano del ropero de mi habitación y ella se fue a limpiar. Me dijo que le había gustado, pero tenia que irse a su casa, le acompañé nuevamente a su auto y nos besamos como despedida.

    Así empezamos a salir esporádicamente, tuvimos sexo en mi habitación dos veces. El cuerpo de Charlotte era estilizado, tenía la piel suave y pálida, cuando la desnudé por primera vez, vi su conchita totalmente depilada pero un mechoncito de vellos rubios en la parte superior que acompañaba la hermosa hendidura. No pude resistir en chuparle y entretenerme largo tiempo en su conchita, ella tenía los labios superiores un poco metidos en la vagina, cuando me agaché a chupárselo veía que poco a poco sus labios se abrían hacia mi como queriendo mostrarme el interior de la vagina. Mi lengua entraba de poco dentro de ella y con mis dedos exploraba un poco más hasta que pude observar su pequeño clítoris. Coloqué mi lengua en su clítoris y empecé a buscar su botoncito mientras que mis manos amasaban ese culo delicioso. Charlotte gemía y me cogía la cabeza, yo disfrutaba con el sabor de sus fluidos y presionaba con mi lengua su botoncito para que empiece a gemir un poco más.

    Después de un buen rato me incorporé sobre ella, y lentamente la penetré, su vagina totalmente húmeda recibía mi miembro erecto y nuestros labios se entrelazaban en un beso interracial. “Weiter, weiter”, me decía Charlotte y yo continuaba penetrándola con más fuerza. En un momento quise cambiar de posición y Charlotte entendió lo que quería, ella se volteó en la cama y me regalo la vista de ese culo hermoso que tenía. Preso de la arrechura la penetré en esa posición, a ella le encantaba. No se si por instinto o la arrechura, le tomé de los cabellos a empecé a jalarla con fuerza, ella empezó a emitir pequeños grititos que se confundían con sus gemidos, en esa posición me vine y dejé el condón lleno de fluido.

    Esta escena se repetiría una vez más en mi habitación. La tercera vez ella me invitó a su casa a cenar, el frío era gélido, pero ni los quince grados bajo cero me impidió tomar mi bicicleta y recorrer cinco kilómetros hasta su casa. Cuando llegué ni sentía el rostro debido al frío. Pero, aún no estaba completamente satisfecho de cachar con Charlotte. Su casa era enorme, tenía un jardín inmenso que ese momento estaba cubierto de nieve. Después de la cena no dirigimos a su cama, ahí empezamos nuevamente a hacer el amor y yo descubriría una nueva forma de cachar que hasta ese momento no había experimentado.

    Mientras ella estaba echada desnuda en la cama empecé a acariciarla no solo su conchita, sino también sus pechos, notaba como sus pezones rosados se iban endureciendo de a pocos, en un momento ella tiro la cabeza hacia atrás mostrándome su cuello, que empecé a besarlo y chuparlo con apasionamiento. Ella entonces puso sus manos en forma de puños y los dirigió a la cabecera de su cama. Con su mirada me decía algo, pero no me percataba que lo que deseaba. Cogí una de sus muñecas con algo de fuerza y la aprisione contra mi mano y la cabecera de la cama, sentí que ella daba un gemido largo, creo que por instinto tome mi polo que estaba tirado en el piso y quise atar su mano a la cama, ella abrió su boca en un ademán de arrechura y sólo movía su cabeza, apenas si emitió un parco sonido “mach die Schublade auf!(abre el cajón), me ordenó casi sin voz.

    Así lo hice y vi algunas cuerdas dentro, saqué las cuerdas y empecé a atar sus manos a la cama, ella sólo cerraba los ojos y gemía de placer dejándose llevar como presa de la excitación del momento. Yo nunca había experimentado algo similar, me aventuraría a decir que incluso no había visto casi porno con este tipo de temática, no se si llamarla sadomasoquista. Ver a Charlotte desnuda y atada a la cama me hizo sentir una sensación de empoderamiento distinto a lo que había experimentado antes. Empecé a jugar con mis boca y mis dedos dentro de su concha, mientras ella se retorcía llena de éxtasis, escupía y golpeaba ligeramente su conchita que brotaba fluido de excitación, Charlotte gemía y apenas si soltaba palabras en forma de leves aullidos. Me subí sobre ella para penetrarla y por alguna razón comencé a presionar su cuello, cada vez con un poco más de fuerza, hasta que observé como su rostro cambiaba de color y ella trataba casi desesperadamente de zafarse de mi castigo, de pronto abrí mis manos dejándola respirar y me acerqué a ella, Charlotte me besó y aprisionó mi lengua con su boca. ¡Qué rica sensación, carajo! Pensé.

    Desaté a Charlotte e hice que me chupara la pinga, tenía esa sensación de poder que no había experimentado antes, le metí toda mi pinga en su boca, y le aprisioné con fuerza para que no se la saque de la boca, Charlotte se ahogaba y quería desprenderse, pero yo la tenía cogida del pelo y no dejaba que se desprenda. Cuando sentí que daba ciertas arcadas, recién la liberé y ella tomo una bocanada de aire, su cara enrojecida y sus cabellos alborotados daban la sensación de que había salido de una lucha, aún así en su rostro veía una leve sonrisa llena de arrechura y complicidad. Sin mediar más palabra la volteé, mientras ella me entregaba sus nalgas para mi deleite. En esa posición, ella juntó sus manos por detrás de la espalda y nuevamente la até y até también sus pies. Mientras la cabalga por detrás, con mi polo nuevamente simulaba ahorcarla, con mis manos golpeaba sus nalgas cada vez más fuerte, Charlotte aullaba de dolor, las manos ya me dolían, pero Charlotte disfrutaba de recibir el castigo, así en esa posición me vine a borbotones sobre su espalda. Charlotte estaba completamente roja y con los ojos completamente llorosos por el castigo recibido, nuestros fluidos mojaban la cama y ella cansada y casi sin aliento apenas sonreía.

    Después de esta rutina hablamos mucho al respecto, efectivamente, ella tenía más experiencia que yo en esto del sado masoquismo, dominación o sexo duro. Yo me creía conocedor de distintas formas en el arte amatorio, pero esto resultaba totalmente nuevo para mi y claro bastante excitante. Empezamos a practicarlo más seguido, ella le gustaba recibir castigo, con el tiempo compramos diferentes tipos de juguetes, cada uno de sus agujeros eran un nuevo desafío para mí. Detrás de esa figura de chica dulce y amable se encontraba una mujer llena de deseo de explorar cada vez nuevas vivencias en el ámbito sexual y yo, un novato en estas artes estaba deseoso de aprender.

    Lo nuestro duró más de un año, disfruté cada uno de nuestros encuentros, ese pequeño pueblo junto a los Alpes Bávaros fue un pueblo de ensueño con Charlotte a mi lado. La confianza entre nosotros crecía día a día, permitiéndonos explorar nuevas fronteras de la intimidad, aventurándonos a veces en terrenos inexplorados, donde la pasión y la curiosidad se entretejían en una danza efervescente. Su presencia no solo iluminó mi corazón, sino que también hizo resurgir mi manejo del alemán. En esa tierra fría y ajena, su calor me rescató del naufragio de la soledad, un rescate especialmente necesario para un peruano, un latino, en tierras germánicas. Ella me ayudó a sobrellevar esta nueva vida, pero como todo en mi vida, tenía que tomar decisiones y decidí dejar este pueblo y mudarme una vez que terminé la maestría. El último semestre de la universidad había encontrado una empresa donde escribía mi tesis de grado y sólo regresaba al pueblo los fines de semana y me quedaba con Charlotte.

    Su mirada sabía leer en mí los pasos que daban forma a mi nueva etapa, como si ella hubiera sido un preludio de las transformaciones que me esperaban. Sin quebrar el hilo que nos unía, emprendí mi travesía hacia el mundo profesional, deseoso de abrazar horizontes desconocidos, más allá de las fronteras que hasta entonces había rozado. Alemania había sido un punto de partida, un escalón inicial en mi camino. Pero Charlotte, dulce Charlotte, ansiaba detenerme en sus confines. Aun así, mi hambre por la exploración eclipsó aquel deseo. En un intento de compartirla con mi nueva aventura, le ofrecí su viaje hacia lo desconocido. No obstante, fue en esa encrucijada que decidió aferrarse al pueblo que se había convertido en nuestro santuario.

    El último día que pasé con ella hicimos el amor con pasión y mientras llegaba al orgasmo, casi entre lágrimas sus labios murmuraron palabras que resonarían en mí como una promesa melancólica. "Ich gehöre zu dir, ich werde immer zu dir gehören", susurró con voz temblorosa. "Te pertenezco y siempre te perteneceré."

    A pesar de los regalos que aquel pequeño rincón de los Alpes me había concedido, sus calles y paisajes quedaron anclados en el pasado. Un temor, como una sombra, me impide retornar a ese lugar que fue cuna de un tiempo que ya no existe. La inquietud de descubrir que Charlotte, quizás, haya tejido una familia y una vida ahí, persiste. Y en el rincón más oscuro de mi corazón, arde el temor de cruzar su camino, de hallarla nuevamente. ¿La amé? ¿Nos amamos? La respuesta reposa en el eco del viento, en las esquinas del tiempo.

    En ocasiones, el aroma de las flores, un sencillo ramo, revive en mí la esencia de aquel capítulo efímero. Como un eco que perdura en el laberinto de los años, me pregunto si acaso fui un personaje en el cuento que nos unió, si nuestras almas se desnudaron en esa danza única y etérea que solo ella y yo compartimos. En el firmamento de los "qué hubiera sido", ninguna estrella brilla más que aquella que nos llevó al cruce de nuestros destinos.
     
    gnussi98, 15 Ago 2023

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    Dios, que buen relato me prende mucho saber que tengo la mitad de mi familia en españa tengo 27 años no si si ya es tarde para mi estudiar una carrera en europa, espero le este yendo muy bien cofra
     
    xXAzmodeo96Xx, 15 Ago 2023

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    Que final que tuvo usted con charlotte cofra ¿no llego ah saber que fue de ella? ¿no le da curiosidad?
     
    xXAzmodeo96Xx, 15 Ago 2023

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    Que linda historia, a continuarla cofrade!! Gracias por compartir
     
    caraho114, 18 Ago 2023

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    Gran relato....la hubieras tankeado a Charlotte, para regresar siempre....y despues t la traias de vacas x aca, para q conozca Machupicchu...le hubiera gustado, con tantos paisajes por conocer en Peru...c'est la vie :cool:
     
    Godzuki_2022, 18 Ago 2023

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    #9

    gnussi98

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    Una dama católica

    Cada piso de la residencia estudiantil era un crisol de estudiantes llegados de distintas latitudes. Aquel semestre, uno de los pisos albergaría bellezas de europa del este. Entre ellas destacaba Renata, una chica húngara que apenas llegaba a los veinte años. Su piel blanca hacía un contraste con su cabello oscuro, casi azabache, sus ojos grandes y claros, parecían guardar cierto secreto y misticismo, era delgada, algunas veces la encontraba camino a la universidad, la veía guapa, sin llegar al entusiasmo que me provocaban otras estudiantes. Como muchos estudiantes europeos, Renata habia venido con una beca Erasmus por un semestre.

    Asi mismo, también habia algunos chiquillos mexicanos, que venían por uno o dos semestres para llevar algún curso o aprender el idioma. Uno de ellos era Ricardo, él era de los pocos estudiantes extranjeros que vivian en un apartamento privado, contaban que su padre era un empresario mexicano radicado en Estados Unidos. Cuando lo conocí, me pareció amable, se le notaba esas ínfulas de mexicano fresa o pituco, como diríamos nosotros. Conmigo nunca fue pedante, sin embargo mi pata João me contaría luego,de que cada vez que se embriagaba hacia lujo de una pedantería y engreimiento que había causado desavenencias con otros estudiantes.

    João era mi pata de piso, además que nos hicimos, en poco tiempo, grandes amigos. Él me traía las noticias de la infinidad de fiestas a la que por varios motivos no podía asistir, yo estaba ocupado en la universidad, mis cachuelos y claro casi todos los días me veía con Charlotte y exploraba su cuerpo como mi tarea más importante.

    Fue João quien me contaría que Renata y Ricardo habían empezado una relación y a él le gustaba presumirla, la belleza de Renata no pasaba desapercibida en nuestra residencia y tampoco en la universidad. Hasta ahi era el chisme estudiantil a la que João, como buen brazuca, me tenía acostumbrado.

    En una de las tantas celebraciones en las que tomé parte, pude compartir un poco más con Renata, aquella vez Ricardo, su "novio", no estaba presente. Reni tenia un aire cautivador, su sonrisa parecía franca, su inglés era más o menos aceptable y su alemán era casi nulo. Aquel día, después de la celebración, João sugirió continuar la fiesta en nuestro piso.

    Renata era una católica empedernida, después de algunas cervezas me confesaría que detestaba a los musulmanes y a los homosexuales, se refería a ellos como: "Waste of human beings, they are like animals" (desperdicios de seres humanos, como animales) y lo diría sin inmutarse. Pensé que era producto del alcohol, no comenté nada al respecto, no me gustaba entrar en polémicas. Después de la celebración Renata me dio su número y cada quien regresó a su habitación.

    Los días transcurrían con los mismos infortunios y alegrías de cualquier estudiante extranjero. Cierto dia, ya encerrado en mi habitación a punto de dormir, un mensaje de Renata llamaría mi atención. Me preguntaba si estaba ocupado y si tenía azúcar, me quedé un poco intrigado, le contesté que podía venir. A los pocos minutos, tocaría la puerta de mi habitación, yo sólo le abrí la puerta pensando entregarle lo que buscaba, ella metió su cabeza y me pregunto si podía pasar. No me negué. Recorrió con su mirada cada rincón de mi pequeña habitación, con sus manos cogía uno que otro libro que estaba suelto.

    Sin mucho preámbulo se acercó a mi y me dijo "It's very cold, isn't it? We should warm up" (está haciendo frío, ¿no? Deberíamos calentarnos) y puso su rostro frente al mío. Casi por inercia me acerque a ellas y nos besamos. Nuestros besos sonaban, su lengua jugaba traviesa con la mía. Yo me dejaba llevar. Yo tenía el pijama puesto, ella estaba con la ropa cómoda de casa, pantalón ancho y una polera. Sin preguntar, metí mi mano bajo su polera y me percaté que no llevaba nada puesto. De un tirón le quité la polera y ante mi se presentaban sus senos pequeños. Sus pezones eran rosados como sus aureolas, yo empezaba a calentarme.

    Con una mirada, me invitó a jugar con sus pechos, los comencé a besar, al principio con delicadeza, luego empezaba a morderlo. Ambos de pie, le quite el buzo y vi que tampoco llevaba ropa interior. Estaba medio rasurada, su conchita era pequeña, sus labios un poco salidos. Para ese momento ya estaba bien excitado, me quité la pijama y casi la empujé a mi cama. Los pelitos de su conchita me raspaban un poco, pero no me importó, le di una sopeada. Ella se estremecia y cerraba los ojos, repetía algo en húngaro, yo no entendía, seguía entretenido chupándole la conchita. Después de un buen rato le entregué mi pinga erecta, ella lo chupó, se entretuvo un buen rato sólo en mi glande, luego empezó a chuparlo completo. Después de un rato, se echó en la cama y con sus piernas abiertas me invitó a poseerla. Me puse el condón y empecé a penetrarla. Su conchita hacía presión en mi pinga, eso me gustaba, me movía dentro de ella. Reni gemía con mas fuerza, quise incentivar un poco más el placer y coloqué sus piernas en mis hombros, en esa posición la penetré con algo mas de fuerza y ella gemía mas fuerte. Sin mucho aspaviento me vine y dejé el condón lleno. Nos echamos un rato en la cama, me dijo que le gustó y me ofreció repetirlo otro día si lo deseaba, acepte gustoso. Se vistió rapidamente y se despidió con un beso.

    No entendía bien que había pasdo, me quedé pensando unos minutos y vi otro mensaje en mi teléfono, esta vez era João, me preguntaba si ya estaba durmiendo, quería conversar conmigo. Le contesté que iba a dormir y que al dia siguiente podíamos conversar.

    Al dia siguiente, después de clases, João tocó presuroso mi puerta. Medio agitado me dijo:

    -"Você se lembra da húngara, a namorada daquele mexicano filho da puta?"-
    -Si, claro que si, ¿qué pasa con ella?- respondí.
    -Ontem ela veio ao meu quarto e, sem muita cerimônia, me perguntou se eu queria transar com ela.-

    Me quedé huevón, o sea, primero fue con el mismo floro a tirar con él y luego con otro cuento se vino a cachar conmigo. Y yo encima le había hecho una sopa intensiva. ¡ta mare!, pensé. ¡Europeas de mi€ЯД@!

    João se cagaba de risa y me contaba con lujo d detalles su encuentro. Por mi parte yo no decía nada. Le dije a João que tenía que estudiar un poco, pero en la noche, quería tomar unas chelas con él. João se marchó. Ese dia me llamaron para un cachuelo en la noche y no pude verme con João.

    Pasaron dos o tres días y nuevamente Reni me mandaba un mensaje. Cuando entró a mi cuarto, le dije, sin inmutarme, como iba a ser lo nuestro. Hasta donde sabía, ella estaba cachando oficialmente con el mexicano y extra oficialmente con João y conmigo. Ella ni se inmuto, ni se sintió aludida. Por el contrario me dijo: "That little German girl you're dating fucks as good as me?" (¿esa alemanita con la que sales cacha tan bien como yo?).

    Me quedé medio huevón, además de João nadie sabia que tenía una relación con Charlotte, por otro lado, contarle un secreto a João era como contárselo a la barra del Alianza Lima o la Trinchera Norte. Además, claro, ese pueblo era pequeño. Estaba un poco molesto, la iba a mandar al carajo, pero se acercó de nuevo a mi y prosiguió: "Are you afraid of a real woman?" (¿Tienes miedo de una mujer de verdad?).

    No se si por instinto o por furia, le cogí fuerte del pelo y la besé con furia, ella accedió y me correspondió. Con la misma furia le arranqué la ropa, y la tiré con fuerza a la cama. Reni cayó bruscamente y vi como en su rostro se dibujaba una sonrisa de deseo y de putaria. No tenía deseos de ver esa sonrisa cachosa y lujuriosa, la voltee bruscamente y en esa posición empecé a penetrarla con mucha fuerza e ira, la muy puta gemía incluso más que la primera vez. En esa posición le jalaba el cabello y ella se ahogaba en sus gemidos. Casi ahogándose me gritó: "That German whore you have for a girlfriend, she's going to leave you one day, and she's probably a lesbian like all Germans" (Esa alemana te va a dejar cualquier dia, de seguro es lesbiana como todas las alemanas).

    Eso me emputó aún más, ¿quién se creia que era esa putita húngara para hablarme de ese modo? Sin pensarlo, escupí con fuerza en su culo, y ¡zaz! se lo quise clavar. Ella pegó un grito y le tapé su boca con mi mano. Reni se tiró boca a bajo en la cama, como queriendo escapar y en esa posición la penetré con furia por detrás. Comenzó a moverse, como poseída, queriendo salirse, pero yo le ganaba en fuerza, y mi mano presionaba su cabeza fuertemente contra el colchón. Así la penetre tres, cuatro veces, hasta que sus quejidos de dolor se fueron transformando en gemidos de arrechura. Mientras me la cachaba pensaba: ¿qué tipo de puta es esta húngara?

    Cuando terminé, me levanté y arrojé el condón a la basura, ella se quedó un rato echada en esa posición, desnuda y de espaldas. Se levantó y medio llorosa se vistió. Se limpió las lágrimas y se marchó sin decir nada. Me arrepentí por mi forma de actuar, estaba seguro que no debí haber hecho eso, me dejé llevar por mi instinto bruto y de animal, quería decirle que lo sentía, pero pensé decirselo en persona.

    Los siguientes dias tenía un gran remordimiento, habia sido muy grosero y brusco con ella, le habia hecho daño por mi falta de control sobre la situación. No pasaron tres o cuatro dias desde aquel incidente y nuevamente un mensaje de Renata aparecía en mi teléfono: "Can I come to your room?". Nuestros encuentros se volvieron rutinarios. A veces dos o tres veces por semana, a veces luego de quince días, ella se había vuelto mi perra personal, luego me enteraría que no solo João, el mexicano y yo pasamos por ella. Renata tenía una lista de amantes estudiantiles que visitaba con frecuencia mientras duró su semestre de intercambio de la universidad. Nunca me enteré si era ninfomana o sólo quería buscar nuevas experiencias.

    Aún la tengo agregada en el Facebook. Años despues de ese episodio, publicó fotos de su boda y se unió a un grupo católico pro-familia o algo similar en su país. Hace algún tiempo atras, mientras husmeaba sus fotos, reconocí entre sus fotos a una activista o influencer peruana ultra católica y pro familia. Ambas sonreían y sostenian una biblia o algo similar entre manos.

    En cuanto al mexicano fresa, João se enteraría que este llevó a Renata a México y hasta le propuso matrimonio ahí, pero, según João, ella le respondió que junto a los gays y los musulmanes, había descubierto que los latinoaméricanos eran similares. Sin embargo, es João, nunca sabré de donde saca sus noticias.
     
    Última edición: 26 Ago 2023
    gnussi98, 25 Ago 2023

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    g4mys, 13 Sep 2023

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    Ojo de loca no se equivoca

    Mi experiencia estudiantil en Perú se presentó de manera notablemente diferente en comparación con Europa. En Lima, no logré establecer vínculos significativos con mis compañeros universitarios. Me sentía, en verdad, un ser aparte. Mi crianza se desarrolló en un pequeño pueblo de la sierra, bajo la guía benevolente de mi madre y mi abuela. Mi personalidad se forjó en ese entorno, en un hogar de profundas convicciones conservadoras y puritanas. Después de descubrir el placer sexual en distintos amores de turno, esto se convirtió en el aliciente que necesitaba para quedarme en Lima: el gozo de cachar, que hubiese sido imposible encontrar en mi pueblo.

    En Europa, tanto los estudiantes extranjeros como yo compartíamos esa añoranza de nuestro hogar y la constante sensación de ser forasteros. Sin embargo, esta diferencia estaba impregnada de un fuerte deseo de convertir nuestras aspiraciones e ilusiones en realidades concretas. Pero, sobre todo nos unía el deseo de explorar nuevas formas de diversión, la fiesta, el trago, lujuría, cacherío interracial estaban a la orden del día y ninguno quería desperdiciarlo.

    En una celebración, de las tantas que recuerdo, en aquella época estudiantil, estuvimos bebiendo y celebrando. En la celebración había distintas chicas la mayoría extranjeras y por supuesto, alemanas a la orden del día. Ya había ubicado mi objetivo en aquella fiesta, una linda italiana, estuve tras de ella durante casi toda la fiesta, bailábamos y bebíamos, ella se acercaba a mí, coqueta, como son las italianas, pero cuando quería dar mi estocada, se alejaba nuevamente.

    Estuve en ese trance durante un buen rato. Me sentía cada vez más alegre, más eufórico e impulsivo. De a poco iba cayendo en una profunda borrachera, la celebración se movió a otro lugar y yo continué con el grupo. Apenas recuerdo pequeñas escenas borrosas, en ninguna de ellas recuerdo a la italiana bonita de cabellos rizados. Finalmente, mi ecuanimidad fue desapareciendo hasta quedarme en un limbo de recuerdos borrosos, sin forma ni argumentos.

    Cuando desperté, no recordaba nada de la noche anterior, “debí mezclar ayer”, pensé, al ver a otro huevón acostado de espaldas a mi lado, pero ya no era ayer sino mañana, como diría la canción. Lo miré con mucha lentitud y cuidado. Tenía un dolor agudo en la cabeza, la resaca de todo lo vivido y de todo bebido, pensaba, mientras entraba en un corto ataque de pánico. ¡¿Qué he hecho, carajo?!, me dije a mi mismo. ¿Cómo pudo haber sucedido aquello? Había bebido tanto que terminé encamado con otro huevón, desnudos y en la misma cama. Esos segundos se volvían interminables en mi cabeza. No cabía ninguna duda que me había emborrachado y habíamos terminado cachando en su cama. Lo más triste es que no sabía que papel había jugado yo en ese demencial acto del sexo entre ese gringo huevón y yo.

    Durante mucho tiempo, mis allegados y amigos me habían molestado de gay y mariconazo por no conocerme ninguna novia, enamorada o agarre, pero yo siempre fui consciente de mi sexualidad, ¿cómo pude haber tirado mi orgullo masculino a la basura?

    Empecé a tocarme lentamente el culo. Si había hecho el papel de muerde-almohada, de seguro iba a notar algún dolor o molestia, pensaba todo triste y ahuevonado. Recordaba como había hasta rogado varias veces a más de una conquista para que me entregue el culo, "la puntita nomás", solía decirles, como hemos dicho mas de uno en alguna oportunidad. Esta vez sin embargo todo era distinto, al menos no notaba ningún dolor, ni molestia, de todas maneras, seguía todo confundido, era improbable que ambos nos habíamos echado a dormir sin ropa y como buenos amigos, recordaba aquella frase de quien a hierro mata a hierro muere, y quizá, estaba pagando todos mis pecados y mis perversiones y era hora de afrontar ese problema.

    Empecé a quitarle despacio la sabana, el gringo era lampiño y parecía que tenía los pezones más grandes de lo normal. Había leído en algún lado que los maricas solían tomar hormonas para hacerles crecer las tetas, pero al parecer este huevón no se había hormoneado correctamente, apenas sus pezones eran de mayor tamaño, pero sus tetas no habían crecido. Quisé pararme y salir huyendo, ni siquiera sabía donde estaba mi ropa y la cabeza parecía que me iba a estallar.

    Empecé a levantarme sigilosamente y de pronto el gringo abrió los ojos de par en par. Fueron milisegundo donde pensaba que podía hacer en caso este conchesumare quiera sobrepasarse conmigo. Una cosa era que nos hállamos encamado y que este huevón haya aprovechado mi escasa ecuanimidad o la santa borrachera que llevara y otra muy distinta, que en mi sobriedad me vean la cara de huevón y de trolazo. ¡No señor!, pensé. Muy alemán y todo, pero yo soy un descendiente Wari y bien peruano y no permito que ningún cojudazo me agarre de su mariquita, especialemente estando sobrio, y si yo hice el papel de mostacero o minero durante la noche, pues, quedará en el recuerdo, pero deje usted de acariciarme el rostro ¡carajo!

    Sus manos eran delicadas, ni un solo cayo. Estos maricas se reinventan, deduje todo molesto y con ganas de empezar una pelea. Si mi abuela me viera calato y agarrándome a golpes con otro cojudazo en la cama, posiblemente me hubiera golpeado aún mas con su bastón, pensé. Nadie me ordenó venir a Europa, sabía que los maricas eran bien vistos aquí y ahora yo encamado con uno más, hasta alguna enfermedad venerea puedo contraer, por cojudo y borracho. Una tristeza invadió mi ser hasta que escuché lo que dijo: "gestern warst du sehr geil" (anoche estuviste muy calentón).

    Me quedé un poco confundido, tenia hasta la voz aguda. Milagros de la ciencia y las hormonas, pensaba, aún mas confundido. Para sacarme de cualquier duda empecé a meter mi mano despacito bajo el edredón. Una calma, como ninguna, volvió a mi ser. No noté ningún pedazo o pedazote de carne ahí abajo. Sólo para asegurarme presioné un poco mas y hasta metí un par de dedos a esa hendidura algo peluda.

    "Latino caliente", pronunció en un español horrendo. Era una alemana, con el pelo corto, podría jurar que llevaba un "corte escolar". No tenía ni tetas ni culo y su barriga era incluso más dura que la mía. Hasta la resaca desapareció en ese momento. Mientras le metía mis dedos a la concha, ella aprovechó y cogió mi pinga con fuerza, la tenía dura. "Sollen wir einen zweiten Fick machen?" (¿nos metemos otro polvo?), me preguntó. Estaba bien fea esta alemana y no tenía casi nada rescatable, pero, había que ser agradecido a la vida y en especial al hecho que continuaba estando invicto y bien machito.

    "Dann mal los!" (¡a darle, pues!), le respondí. Ella se levantó y busco un condón entre sus cosas. Cuando la vi desnuda, noté que era delgada, ningún gramo de grasa en ese cuerpo pálido. Su cabello era corto y castaño, tenía la conchita sin rasurar y sus pelitos claros, hacían que me pinga se ponga en forma de una buena vez. Me entregó el condón y me puse encima de ella, apenas si tenía pechos, aun así los chupé con ternura y excitación. Ella gemía y de a pocos me incorporaba dentro de ella. Tal cual lo noté, mientras mis manos recorrían su cuerpo, sólo noté músculos en ese cuerpecito delgado. Yo estaba todo chaqueteado, pero aún así pude cumplir con ella y echarle un buen polvo.

    Cuando terminamos, y sin ningún reparo, me invitó a retirarme, como buena alemana me dijo que iba a tener un día muy ocupado. Sin mucha parafernalia, me vestí y salí de su habitación.

    Varias semanas pasaron. Un día estaba en la cafetería de la universidad con João y la chica del corte escolar pasó frente a nosotros "Hallo!", nos saludó. Respondimos a su saludo y un rato después João, como siempre, me contó que ella era parte del equipo de fútbol femenino de la universidad, y como buen brazuca exclamó: -Sempre achei que as alemãs são bonitas, mas essa é uma espécie de exceção,você não acha?-
    -Ni cagando, yo la veo hermosa-, y me reí de forma cachosa.
    -Você transaria com ela?-, insistió.
    -Me metería hasta cinco polvos con ella-, le contesté y me cagué de risa.
    -Vocês peruanos são todos estranhos- (ustedes los peruanos son todos raros).
     
    Última edición: 17 Sep 2023
    gnussi98, 17 Sep 2023

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    Una historia Soviética

    Dejé aquel pintoresco pueblo a los pies de los Alpes Bávaros en busca de nuevas oportunidades, encontrando refugio en una transnacional reconocida, donde me aventuré a escribir mi tesis de grado. Aunque el salario no era exorbitante, era suficiente para subsistir. Así fue como me vi obligado a buscar, casi al caballazo, un nuevo lugar para vivir, dando con un modesto piso compartido.

    El apartamento constaba de cinco habitaciones. Sergei, un ruso de pocas palabras y estudiante universitario aficionado al boxeo, ocupaba una de ellas. Él era el típico macho alfa, desde que llegué a aquel apartamento me lo hizo saber mientras me explicaba las reglas de convivencia. En la segunda habitación vivía Milana, una ucraniana alta y delgada, llevaba siempre un rostro serio, pero las pocas veces que la vi sonreír, pude notar su sonrisa cautivadora, casi como de niña. Sus cabellos eran castaños y andaban siempre alborotados. Sus pechos no eran más grandes que dos naranjas pequeñas. Mi relación con ella apenas si era de un saludo cordial cuando me la cruzaba en la cocina que todos compartíamos.

    Sergei no tardó en comentarme o quizá advertirme que Milana era su novia, marcando su territorio sin rodeos. Los otros dos inquilinos eran un estudiante de doctorado de Indonesia y una francesa que realizaba una pasantía en el mundo automotriz. Mi tiempo se dividía entre la oficina y el piso compartido y, al menos, ya no necesitaba recursearme lavando platos. Los meses transcurrían, cuando me cruzaba con Milana, la veía con una mirada triste y parecía siempre incómoda por algo. Por otro lado, su novio, Sergei, estaba más insoportable que de costumbre. Sabía que, si ocurría algún problema, este ruso hijo puta no duraría en romperme la cara, casi sin esfuerzo.

    Pasado unas semanas, me enteré de que la parejita soviética había terminado. Aunque el hecho de que ambos continuaban viviendo en el mismo piso compartido, no hacía la situación fácil para ellos y en especial para el resto de roomies. Cada vez que coincidía con alguno de ellos, se podía sentir la tensión en el ambiente.
    Un bonito día de verano, me encontraba hueveando por la ciudad, mirando los culos y distintos tipos de bellezas, las había las rubias autóctonas, asiáticas, negras y árabes. Un crisol de bellezas que no pasaban desapercibidas para mis ojos. En aquellos días estaba más solo que el Chavo del Ocho, apenas si tenía amigos en aquella ciudad y de amores o agarres no había ni rastro. En buen peruano estaba como trompo nuevo. Así fue como aquel día, entre las bellezas locales, avisté a Milana, quien, con su falda larga y su rostro serio, destacaba entre la multitud. Al alcanzarla en bicicleta, nos sumergimos en una conversación reveladora.

    La invité a tomar un café en una panadería, donde descubrí las penurias vividas con Sergei, sus celos y su control desmedido. Explicó con frustración cómo él le prohibía relacionarse con los demás inquilinos, incluso conmigo, arguyendo que los latinos no eran de confiar. La conexión entre nosotros creció, y en un giro del destino Milana me confesó, que deseaba salir de ese lugar, pero siendo ella aún una estudiante, el dinero escaseaba para mudarse a otro piso sin tener muchos contactos. Casi como una visión y con ganas de ayudarle o quizá el plan inconsciente de probar una oportunidad con ella recordé que una amiga se mudaba y necesitaba remplazar su habitación compartida.

    La noticia entusiasmó a Milana, y en pocos días, la presenté a mi amiga. La nueva residencia, aunque compartida, ofrecía un ambiente más tranquilo y asequible. La alegría en los ojos verdes de Milana y su sonrisa de niña también me alegraron o quizá me arreché con la situación. La mudanza se organizó con cuidado, Milana y yo, habíamos trazado un plan. Ella no quería que su ex se entere de la mudanza ya que quería evitar reproches y toxicidad innecesaria. Por mi lado, había conocido varios africanos, en uno de los cachuelos que tuve mucho tiempo atrás. Les pedí de favor para ayudar a una ucraniana necesitada, las pizzas y las cervezas serían el pago por la ayuda y prometí presentarle a las amigas de la ucraniana luego.

    El día de la mudanza llegó y, Milana, lo zambos y yo arrancamos cada uno con una caja, una maleta o cualquier huevada, y como si se tratara de una sinfonía salimos todos a la vez, mientras yo batuteaba la operación. Milana me abrazó agradecida, expresando con su encantador acento eslavo: "du bist der aufmerksamste Mann, den ich je in Deutschland getroffen habe" (eres el hombre más atento que he conocido en Alemania). Con ese abrazo podía sentir su cuerpo frágil y suave en mis brazos, y trataba de contener una erección para no ser delatado por mis instintos de arrechura.

    No pasaron muchos días desde aquel episodio, hasta que un día me escribió un mensaje, decía que había comprado un pequeño mueble y necesitaba ayuda para armarlo. Aquello sonó como música para mis oídos. Supuse que podía pasar algo más que ir a hacer el papel de huevón a su casa. Cuando llegué Milana tenía puesto un pantalón de yoga y un polito ancho. Su nueva compañera de habitación había salido y llegaría en unos días, - ¡ya campeoné! – pensé. Estaba tan arrecho que confundía varias palabras del alemán al inglés. Milana conversaba, pero no me daba ningún sajiro para clavar mis garras en ellas y la situación empeoraba para mí. Cada vez que Milana se volteaba o se agachaba, me relamía viéndole el culito.

    Cuando terminamos de armar el dichoso mueble, ella se ofreció voluntariamente a mostrarme su nuevo apartamento: dos habitaciones, una sala y una cocina, y, por último, un pequeño balconcito con vista a la calle. Milana entro al balconcito y mirando a la calle y recargándose sutilmente en la baranda, me preguntó “Gefällt dir die Aussicht?” (¿te gusta la vista?). Inmerso en mi arrechura dejé escapar el escaso control que aún me quedaba hasta ese momento, así que me la jugué. Me acerqué por detrás de ella, le cogí las manos y presioné mi cuerpo al suyo. – Ich liebe diese Ausicht! – (adoro esta vista) susurré en su oído. Milana no pronunció palabra alguna, tampoco se incomodó cuando sintió mi pinga dura a través del pantalón. Su fragancia me embriagaba, y empecé a susurrarle al oído lo mucho que me gustaba a la vez que besaba lentamente su fino cuello. Con cada beso, percibía como su piel se estremecía, y ella se acurrucaba contra mi como una gatita, desatando en mí una excitación incontrolable.

    Ya sin pudor ninguno, empecé a bajarle el pantalón y desabrochar el mío. Ella era un poco más alta que yo, y sus piernas más largas, pero en ese momento no me interesaba traer un banquito o ver la forma de llegar dentro de ella. Saqué mi pinga, que ya chorreaba líquido preseminal y le puse en su culito desnudo ante mí. Milana pegó un gritito, stop, dijo, casi sin aliento, pero lejos de tratar de alejarse de mi pinga dura, siguió moviéndose hasta sentir que su cuerpo se puso rígido tirando la cabeza para atrás señal que tomé como una invitación. Apenas agregó: “Nicht hier, man kann uns sehen” (aquí no, alguien nos puede ver). Hice caso omiso a su propuesta, bajé un poco más su pantalón y por fin pude ver su vagina, rosadita, totalmente depilada y húmeda. Me acomodé como pude y logré penetrarla un poco, la posición era incómoda, apenas si podía llegar a penetrarla de a poco, yo era demasiado chato y ella tenía las piernas demasiado largas. Aún así, y como buen guerrero y, por la arrechura que llevaba, pude penetrarla un poco más. Estuvimos en esa posición un rato más. Milana recobró el sentido que yo había perdido y me empujó un poco para reincorporarse y subirse el pantalón.

    Me indicó que la siga a su habitación, me tomó de la mano y me dirigió. La arrechura de ambos era épica, en la sala nos besamos nuevamente y caímos en la alfombra. En esa posición mis manos empezaron con las caricias por todo su cuerpo y mi lengua se enredaba con la suya. Le quité el polo que llevaba y vi su brasier, apenas tenía pechos, cuando le quité el brasier, noté que sus pechos eran casi planos, sino fuera por esos pezones rosados que tenía apenas se podría notar que tenía tetas. Nunca había visto, hasta ese momento, una mujer tan plana. Sin darme cuenta, eso me arrechó aún más y un nuevo fetiche se desbloqueó en mi ser. Me volví loco queriendo comerme sus pechitos diminutos y sus pezones rosados, los mordía y los volvía a chupar, Milana gemía y con su mano luchaba por bajarme el pantalón. Nos desnudamos con el apuro que conlleva la arrechura de dos cuerpos que necesitan la satisfacción mutua.

    Por fin pude apreciar su conchita depilada en todo su esplendor, que brillaba por la excitación. Sus labios estaban un poco salidos y algo hinchados, quizá por la excitación. Me entretuve con su conchita, la lamía, chupaba y estimulaba su clítoris, quería hacerla acabar primero sin penetrarla. Sus gemidos elevaron su potencia, y eso me excitó aún más, introduje un dedo en su vagina y empecé a girarlo sin descuidar mis caricias linguales en su clítoris. Al parecer el movimiento de mis dedos dentro de ella y las caricias con mi lengua tuvo un efecto explosivo. Milana cogió mi mano y apretó mi dedo con los músculos vaginales hasta que soltó un largo suspiro. Prácticamente mi mano se encharcó con sus fluidos, mientras ella respiraba agitadamente. Saqué mis dedos de su conchita y los lamí con excitación. Me incorporé sobre ella, y fue una penetración fácil. Ella estaba totalmente lubricada. Sentía mi pinga entrando y saliendo de ella, mientras nos comíamos a besos.

    En un momento, pasó sus piernas sobre mis hombros, haciendo que la penetración sea total y sus gemidos se volvían casi en gritos de ruego “da da da” (si en ruso), repetía y me vine dentro de ella. Me asusté un poco, porque lo habíamos hecho sin protección, pero ella me tranquilizó. Nos quedamos echados en la alfombra un rato más. Yo no había tenido aún suficiente de ella y al parecer ella tampoco. Nos dirigimos a su habitación, cual gata, cayó de bruces en la cama entregándome una vista espectacular de su culito el cual chupé con gusto y empecé a penetrarla en esa posición. Con mis manos acariciaba sus diminutos pechos, por alguna razón eso me excitaba aún más. Había estado tanto tiempo sin cachar, que con ella recobré el ánimo.

    Cuando terminamos la sesión amatoria, me acompañó a la puerta y me despidió con un beso de amantes. Me fui caminando a mi casa, con una sonrisa de complicidad. La noche apenas empezaba, pensaba ver una película o leer algo antes de dormir. Cuando estaba ya en mi habitación, sentí que alguien llamaba a mi puerta. El temor se apoderó por unos segundos de mi ser, Sergei estaba frente a la puerta de mi habitación. Pensé que se había enterado de que minutos antes me había cachado a su exnovia. Busqué rápidamente con la mirada en mi habitación como defenderme. Muy ruso y macho alfa, pero si me quería sacar la conchesumadre, no me iba a dejar tan fácilmente. Sergei llevaba una botella en su otra mano. - Können wir reden? (¿podemos conversar?) – dijo, alzando la botella de vodka.

    Lo invité a pasar y saqué unos vasos, bebimos. Me contó que Milana ya no vivía en el apartamento y que habían terminado y demás historias. Me contó por primera vez su historia: había venido con sus padres a Alemania, siendo él aún un adolescente. Aún así no se sentía a gusto con los alemanes, sentía cierta discriminación hacia su persona. Me preguntó si yo sentía lo mismo. Me cagué de risa, le conté que hasta en mi propio país me discriminaban por cholo, y que seguramente eso seguiría mientras sea yo color chaufa, pero que no solo me tenía sin cuidado, sino que hasta me divertía con ese asunto. Sergei quería encontrar unas prácticas, pero sentía que, por ser de ascendencia extranjera, no le daban una plaza fácilmente. Le ofrecí llevar su hoja de vida a la empresa donde yo escribía mi tesis, tenía un par de contactos en recursos humanos y quizá podía servir de algo. Nos acabamos la botella y nos despedimos en medio de la borrachera.

    Visité a Milana algunas pocas veces más, básicamente para cachar, ella fue sincera conmigo: buscaba un alemán, estaba convencida que solo un autóctono podría brindarle seguridad de distintas maneras en ese país. No supe más de ella, sin embargo, con Sergei nos vimos a lo largo de todos estos años esporádicamente. Ahora vive en Austria, se casó con una chica rusa muy hermosa, fui a su boda con una exnovia mía. Me presentó como un amigo respetuoso y sincero, y, creo que siempre tuvo razón, los latinos no somos de confiar, a veces.
     
    gnussi98, 8 Mar 2024

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    Luego de tantas experiencias, cómo toleras la soledad, en muchos casos aquí eso causa ansiedad.
     
    rasputin17, 9 Mar 2024

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    Un dulce de ébano

    No abrigo devoción por el estereotipo de las chicas 90-60-90, una medida impuesta por caprichos de modistos y caprichos publicitarios que se ha incrustado en nuestro imaginario como la norma ineludible de la belleza. No malinterpreten mis palabras, no desecho la gracia que emana de una mujer así moldeada por la percepción social, ni he negado el placer de la intimidad con alguna dama que encaje en ese estándar. Mi criterio estético se rige por la llamada de mis raíces, donde la sutileza de unos pechos planos, el cuidado esmerado de un cabello, o el encanto de una voz melodiosa, despiertan en mí una veneración igualmente profunda. Humildemente afirmo que mi concepción de la belleza femenina se expande en múltiples direcciones, lo cual, quizás, ha sido la clave de mis variadas y singulares experiencias románticas, que a menudo desgrano en mis narraciones.

    Aquella mañana, me hallaba entre los pasajeros del tren, como cada mañana, rumbo a la labor diaria. Aún no contaba con un auto propio, y optaba por el transporte público en Alemania, que resultaba más apacible que los punteos mañaneros y las metidas de mano de los choros de turno en las combis o buses limeños. Yo estaba ubicado cerca de la puerta del vagón, inmerso en la música de mis audífonos, divagando sobre las tareas pendientes en la oficina: correos por responder, charlas con los colegas y, como es costumbre, algunos fugaces vistazos a los culos de ciertas colegas de la chamba.

    De repente, advertí la presencia de una joven negra ocupando un asiento, no tan alejado al mío. Su cabeza destacaba por su pequeñez, en armonía con un cuello esbelto, como el de un cisne negro en plena majestuosidad. Sus ojos, grandes y vivaces, parecían verlo todo al mismo tiempo. Su boca, de generosas dimensiones, acunaba unos labios grandes y carnosos. Estaba seguro de que sería de algún país africano, aunque me resultaba difícil precisar con exactitud el país de aquel continente que ella procedía, a diferencia de la familiaridad con que distinguía las personas europeas o latinoamericanas. Sus cabellos, largos y lacios, se recogían en una sencilla cola de caballo. Nuestros ojos coincidieron en un par de ocasiones, aunque sin que mediaran deseos evidentes, al menos no por mi parte. Un par de estaciones antes de mi parada, observé cómo se levantaba de su asiento.

    Aproveché los fugaces momentos en que permanecía de espaldas a mí para deleitarme con el espectáculo que se desplegaba ante mis ojos asombrados. No pude evitar comerme con los ojos cada centímetro de sus divinas caderas. Era una visión espectacular, extraordinariamente esbelta, hasta el punto de parecer que la mitad superior de su cuerpo pertenecía a una entidad completamente distinta. Sus caderas, amplias y generosas, se destacaban, sosteniendo unas nalgas de formas voluptuosas que parecían amenazar con reventar las costuras del ceñido pantalón deportivo que envolvía aquel prodigio. Y como si eso no bastara, la belleza de ébano alternaba constantemente el peso de su cuerpo de una pierna a otra, provocando un balanceo encantador que realzaba aún más la solidez y el atractivo de su figura, ofreciendo distintas posturas que no hacían sino dejar en claro lo macizo y lo rico que estaba su alucinante CU-LA-ZO.

    No exagero en absoluto, mis amigos, cuando afirmo que, literalmente, quedé sin aliento por unos instantes, absorto ante aquel espectáculo. Me encontraba inmóvil, y medio huevón, mientras advertía que varios alemanes compartían mi estado de estupefacción al contemplar la perfección materializada en ese culo prominentes. Un calor intenso se apoderó de mi entrepierna, acompañado de un tenue dolor en mis testículos. Supongo que más de uno ha experimentado esta sensación y comprende perfectamente a qué me refiero. No se trataba del deseo común que nos asalta varias veces al día ante mujeres anónimas, sino de ese impulso salvaje que de vez en cuando se apodera de nosotros en contadas situaciones, liberando al más primitivo de los animales que todos llevamos dentro.

    Permanecí allí, estático, sin tener claro qué acción emprender. Como muchos de ustedes, soy un ferviente admirador de los culos femeninos, y encontrarme repentinamente frente a aquella mujer de ébano, poseedora de un cuerpo exquisito, desató un torbellino de pensamientos en mi mente, aunque me vi incapaz de mover un solo músculo. Nunca he sido hábil en el arte de entablar conversaciones con mujeres de manera espontánea; nunca aprendí las sutilezas de hacerlo correctamente. Siempre que me acercaba a una fémina, lo hacía con un tema concreto en mente.

    Los instantes que transcurrieron mientras ella aguardaba a que se abrieran las puertas del tren se convirtieron en valiosos segundos que aproveché para grabar en mi memoria cada detalle de su anatomía y de su rostro. Su semblante irradiaba la esencia de una protagonista de la vida real, como aquellas negras guerreras que se ven en la National Geographic. Pude apreciar con mayor claridad sus ojos, resplandecientes y de un tono miel encantador; su nariz chata le confería un aire de exotismo, como si fuera la princesa de alguna lejana tribu africana. Su piel, era completamente negra, diría que azulada, parecía incluso brillar bajo los rayos del sol. El cabello largo y negro enmarcaba su rostro, y vestía un atuendo puramente deportivo. Sus pechos, pequeños y delicados, se armonizaban con una cintura de dimensiones diminutas y súper fina. Me esforcé por reprimir la expresión de gran cojudo que amenazaba con deformar mi rostro, evitando así quedar absorto ante semejante figura.

    Cuando bajó del tren, la seguí con la mirada, no sabía si ir tras de ella, me quedé congelado. Cuando el tren siguió nuevamente su trayecto, me arrepentí de haberme quedado sentado, hecho un imbécil. Noté claramente cómo mi pene se había salido del boxer debido a la espontánea y tremenda erección, sentía cómo mi glande rozaba la áspera tela de mi pantalón.

    Llegué a la oficina con un sudor frío en mi frente, incapaz de concentrarme el resto del día mientras permanecía frente a la pantalla de la computadora. De vuelta hacia mi casa, bajé del tren en el mismo punto donde ella lo había hecho, aferrado a la esperanza de un encuentro fortuito, como aquellos que el destino a veces nos reserva. Sin embargo, solo conseguí desperdiciar mi tiempo. Al día siguiente, abordé el mismo tren, a la misma hora, y recorrí cada uno de sus vagones en una búsqueda frenética, anhelando avistarla entre la multitud. Pero una vez más, el destino no estuvo de mi lado; no hallé ni la más mínima pista de su paradero. Fiel a mi costumbre de quemar hasta el último cartucho al puro estilo de Bolognesi, especialmente en asuntos que impliquen el goce carnal o un polvo nuevo, repetí esta rutina durante toda la semana. Después de hacer el ridículo ante mí mismo y de más de una semana de vanas búsquedas, me resigné a la idea de que no volvería a cruzarme con ella.

    Abatido, me resigné la idea de no volver a cruzar caminos con aquella belleza de ébano. Pasaron un par de semanas, durante las cuales casi había logrado relegar aquel recuerdo de sus apetecibles caderas, hasta que un día tuve que ir a un compromiso en la ciudad. Al regresar a casa, debía tomar el tren en la estación central. De pronto, a lo lejos, divisé aquel cuerpo de ébano moviéndose rápidamente hacia una de las plataformas. Guiado únicamente por mi arrechura y alimentado por una excitación sin medida, aceleré el paso y casi corrí tras ella. Al llegar a la plataforma, descubrí que había desaparecido una vez más, presumiblemente habiendo ingresado a uno de los trenes estacionados. Con el corazón latiendo desbocado, y con una suerte que parecía guiada por premoniciones, me lancé casi de cabeza al tren que estaba a punto de partir. Cuando las puertas se cerraron tras de mí, me adentré en el vagón y recorrí cada uno de sus compartimentos con la mirada, escudriñando cada asiento en busca de aquella figura que me obsesionaba.

    Finalmente, el destino me reservaba una sorpresa: la morena de ébano estaba sentada en un asiento doble, ocupando los dos lugares contiguos. Elevó la mirada hacia mí y por fin pude encontrarme directamente con sus ojos. Esos ojos enormes me escrutaban, parecían atravesar hasta lo más profundo de mi ser.
    Observé que su mochila estaba colocada en el asiento contiguo. "Ist hier besetzt?" (¿está ocupado?) -pregunté, señalando el asiento con su mochila. Ella sólo atino a mirarme y retiró rápidamente su mochila. No sabía que decir, nuevamente mi pene me traicionó poniéndose duro y dejando mi cerebro casi sin suficiente sangre u oxígeno para poder hacer una sinapsis adecuada y decir algo más o menos inteligente. Sólo atiné a preguntarle si el tren paraba en una determinada estación. Noté que, hacia un esfuerzo para hablar alemán, no quise ser descortés e insistí en un inglés suave, ella se sonrío un poco, como avergonzada.

    Con algo más de confianza en mí mismo, inicié una conversación en inglés con ella y le pregunté de donde era, “I am from Spain”, me dijo con un acento bien marcado, propio de los españoles. Le dije que yo era peruano y me encantaba España y todo lo que esté relacionado con este país. Ella dijo inmediatamente que había nacido en Senegal, pero de niña migró a España con su familia, insistí que me encantaba Senegal, aunque ni siquiera sabía ubicarlo en un mapa, ni mucho menos tenía la remota idea de que demonios había en ese país. La conversación fue muy rápida, después de un par de estaciones me advirtió que iba a bajar, yo le respondí que casualmente, yo iba a hacer lo mismo. Cuando bajamos quiso despedirse de mí, pero le dije, que la verdad es que la había visto desde que subió al tren y quería saber si podíamos encontrarnos nuevamente. Ella me quedó mirando seriamente, luego sonrío, su boca era enorme, me imagine sus labios saboreando mi pene. Ya con más confianza me dijo “¿no nos hemos visto ya hace unos días en el tren?”, también me sonreí e intercambiamos números.

    En los días siguientes, comenzamos a comunicarnos a través de WhatsApp, hasta que finalmente decidimos salir juntos a un evento. Era verano, y las ciudades estaban repletas de ferias y festividades. Me informó que los sábados trabajaba en un bar, pero que podíamos salir en la noche del viernes. Cuando llegó el día esperado, aguardé su llegada con entusiasmo desbordante.

    Se llamaba Dulce, su mamá era de Angola y su padre senegalés. Dulce había practicado atletismo durante la escuela, pero por una lesión en la rodilla dejó de hacerlo, aunque era una fanática del deporte y el atletismo y siempre estaba ejercitándose. Estudió para quiropráctica en España, pero la situación no era buena allá, movida por la curiosidad, decidió mudarse a Alemania con una amiga que vivía con su novio. Quería trabajar en su profesión, pero aún tenía que aprender el idioma, así que empezó a trabajar en cachuelos en restaurantes y bares. Su progreso en el idioma iba lento, el alemán es un dolor de huevos para los hispanohablantes.

    Ese día estaba con una licra azul, sus caderas parecían que iban a romper el pantalón. Notaba la tanga bajo su pantalón y mi arrechura crecía de una manera exponencial. Apenas podía hilar mis ideas, como hubiera querido. Dulce era muy agradable, su conversación resultaba sencilla, me contaba que apenas había conocido gente de habla hispana. Ya al anochecer, le acompañé a tomar su tren, en el trayecto le cogí la mano, ella se dejó. Antes de despedirnos, me acerqué a ella y accedió sin titubeos, nos dimos un beso, sus labios ocupaban casi toda mi boca. Creo que hasta moje mi calzoncillo por la arrechura.

    Empezamos a salir ocasionalmente, yo trabajaba durante el día y ella trabajaba a veces en las noches y los fines de semana. Después de varias salidas, por fin tuvo un fin de semana libre. Apliqué la única estrategia que conozco para aquellas ocasiones: cocinar un plato peruano.
    Aquel día me lucí con un ají de gallina y luego hice mi propio show preparando pisco sour para brindar. Después de la segunda copa Dulce me dijo riéndose:

    - estoy ebria.
    - ¿eso es malo?,
    pregunté.
    - pasa que cuando estoy ebria me pongo traviesa, concluyó.

    Esas palabras sonaron como una melodía en mis oídos, la llevé entre besos y abrazos mi habitación. Le quité el top que llevaba y casi de inmediato le arranqué el sostén. Sus pechos eran poco más grandes que de una naranja, sus pezones oscuros, parecían dos guindones que los mordí y los chupé con todo el deseo que había guardado desde que la vi por primera vez. Cuando estuve en Brasil, había estado con chicas negras, pero Dulce era diferente, su piel parecía cubierta de alguna pintura mate, en su ombligo llevaba un piercing, su cintura finísima y trabajada por el ejercicio me enloquecía.

    Cuando se quitó el pantalón casi lloro de la emoción. Mis querido cófrades, ¡qué culazo! La tanga parecía desaparecer en esas nalgas carnosas y negras. Me abalancé a su culo, lo chupaba como un niño chupa un caramelo y mis manos sobaban sus caderas como temiendo que podían escaparse nuevamente de mi arrechura. “estás tan cachondo, que ya quiero que me lo metas”, me dijo con un acento andaluz que en ese momento sólo quería palmear ese trasero descomunal.

    Nos tiramos en la cama desnudos, tenía la conchita completamente depilada, la abrí con mis manos y empecé a saborear con mi lengua sus labios delgados y ligeramente salidos. El interior de su vagina era rosada, que hacía un contraste especial con su conchita color ébano. Dulce se retorcía en mi cama, mientras se cogía los pechitos con sus manos, tenía la luz de mi lámpara de noche prendida, de otro caso no hubiera podido apreciar a plenitud su figura. Ella pedía que se la meta, pero yo apenas comenzaba. Casi de un tirón la volteé ella se puso de perrito en la cama. Su culo crecía aún más en esa posición, con mis manos abría sus nalgas, sin importarme mi propia fuerza y con mi boca mordía, lamía, chupaba su culo y regresaba a su concha. Dulce era un mar de fluidos, mi cama estaba empapada con sus fluidos y yo presa de la arrechura, chupaba ese néctar maravilloso. Dulce se echó nuevamente en la cama con las piernas abiertas de par en par, invitándome a entrar en ella.

    Con mi pene completamente duro, jugaba en la entrada de su vagina, mi glande tocaba su clítoris y volvía a jugar, dulce daba literalmente alaridos de placer. Me rogaba que se la meta, y eso fue lo que hice. Su concha hervía de placer, sentí el calor de sus paredes vaginales que envolvían completamente mi pinga. No quería despegarme de ella, no quería ni moverme dentro de ella, el calor que emitía su concha era tal, que creo no hubiera sido necesario moverme para poder venirme ahí mismo. Después de un buen rato dándole como si no existiera un mañana, Dulce me preguntó toda arrecha: -¿quieres venirte adentro?
    - No -,
    le conteste. Y agregué -quiero venirme en tu boca-

    Dulce ni se inmutó por mi proposición. Se agachó delante de mí y empezó a chuparme la pinga. Sus labios enormes se comían mi pinga, parecía que lo iba a arrancar de una sola mamada. Dulce no sólo era traviesa como me dijo, sino vivía el sexo plenamente. Me vine dentro de su boca, y ella siguió chupándolo hasta dejar mi pinga sin una gota de semen, además de completamente brillosa por su saliva. Nos quedamos echados un rato más, le dije que ese día no iba a volver a su casa, ella accedió. Apenas mi pinga se ponía un poco duro y ella se abalanzaba a ella, chupándola y poniéndola nuevamente en forma. Al final de ese encuentro, ya hasta me ardía el glande, pero quedamos satisfechos.

    Después de ese día y luego se su trabajo Dulce venía a dormir a mi casa. Unas semanas después le propuse que se mude conmigo. Ella me había dicho que empezaba a sentirse incómoda viviendo con su amiga y su novio. Mi apartamento era más o menos grande y no me incomodaba.
    Ver a Dulce salir de la ducha, en la mañana o antes de dormir, me ponía la pinga dura de inmediato. Cachábamos como condenados, ni siquiera respetábamos las “banderas rojas”, incluso recuerdo haber llegado tarde al trabajo varias veces por los polvos memorables en la mañana.

    Pero como todo en la vida, o al menos en la mía. Después de varios meses de convivencia, me dijo que iba a volver a Córdoba por Navidad. Además, también me dijo que Alemania no era su país, todo le resultaba muy complicado ahí. Entendí completamente. Sociedades como la alemana o los países nórdicos no son aptas para cualquier persona. Me propuso irnos a España, pero yo me negué. Tenía un trabajo bueno en Alemania y además sabía que en España iba a ser difícil tener el mismo nivel de vida que recién empezaba a tener. Lo más importante, es que nunca estuvimos realmente enamorados, lo nuestro era una relación basada en el cache y el gozo mutuo.

    Varios años después, vi por las redes sociales que se casó con un holandés y se mudó a Países bajos, lugar donde yo resido actualmente. Nunca la busqué, pero a veces cuando salgo de fiesta y debo tomar el transporte público de regreso a casa, pienso que la voy a encontrar sentada yéndose al gimnasio. Y quién sabe, el mundo es tan pequeño y quizá alguna vez esto suceda.
     
    Última edición: 6 Abr 2024
    gnussi98, 5 Abr 2024

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    Excelentes sus relatos estimado cofrade @gnussi98
    Y efectivamente Alemania es un pais complejo para una chica como Dulce!
    Tchüss!
     
    Bisonte1977, 5 Abr 2024

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    Es difícil responder a su pregunta estimado cofrade, pero creo que con el paso del tiempo, ya que uno va perdiendo amores, amigos y conocidos, esto deja vacíos o heridas en el corazón o el alma. Sin embargo, estas heridas eventualmente sanan y forman cicatrices y luego costras que algunos lo usamos como una especie de armadura para enfrentar los desafíos de la vida.‍
     
    gnussi98, 6 Abr 2024

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    #17
    A Bisonte1977 y yobelito les gusta esto.

    gnussi98

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    Un ring sin perillas
    No hay un mejor sentimiento que el viento golpeando el rostro a más de sesenta kilómetros por hora. Aquel día iba desbocado, más rápido de lo que jamás había ido, viendo cómo el ciclocomputador de mi bicicleta escalaba mi propio récord. Me alucinaba en el Tour de Francia, escuchando a la multitud gritar mi nombre. Hasta que, en un parpadeo, mi destino se cruzó con el de unos venados cojudos.

    No sé de dónde salieron, sólo sé que surgieron de la nada y cruzaron el sendero como ráfagas de luz. Apenas pude a frenar y girar el manillar. El mundo se inclinó de golpe, el suelo se precipitó contra mí y, en un instante suspendido entre el dolor y la incredulidad, me vi volando como un saco de papas antes de caer con una violencia sorda sobre la tierra.

    No sé si fueron segundos o minutos. Cuando volví en mí, lo primero que sentí no fue el dolor, sino la ausencia del viento en mi rostro.
    Intenté incorporarme, pero fue imposible. Bajé la vista: mi pierna derecha tenía un ángulo equivocado, mi bicicleta de fibra de carbono, yacía a unos metros de mí, apenas pude llamar a la ambulancia. Además de la pierna rota tenía la espalda toda dañada, todo a causa de mi propia cojudez.

    Por recomendación médica, terminé en un consultorio de rehabilitación, donde me asignaron a Fener, una terapeuta que me recibió con una amabilidad distante.

    No era lo que uno llamaría una mujer atractiva, pero tenía algo peculiar en su presencia: pequeña, con un cuerpo delgado pero fuerte, de músculos compactos que insinuaban años de disciplina. Su rostro anguloso y afilado me recordó al de un ratón curioso, sus pómulos marcados le daban un aire de determinación, sus ojos oscuros que observaban con la precisión de alguien que entiende cómo funciona un cuerpo sin necesidad de preguntar. Su piel era clara, con un matiz que resaltaba la estructura de su rostro, y su expresión serena, aunque con un rastro de dureza propia de alguien acostumbrado al esfuerzo físico. Su nariz era recta y prominente, dándole un perfil distintivo, mientras que sus labios, delgados, parecían siempre estar a punto de pronunciar una palabra o quizás una advertencia. Su cabello, era de tono castaño claro con reflejos dorados, que caía sobre sus hombros de manera despreocupada, con un pequeño broche sujetando un mechón rebelde.

    No era una belleza convencional, por el contrario, creo que si la hubiese visto en la calle, ni siquiera hubiera volteado a verla, pero había algo en su mirada y en la firmeza de su expresión que la hacía inolvidable, como si siempre estuviera lista para enfrentar lo que venga, sin importar qué tan duro sea el golpe.

    Tienes suerte de que la fractura no haya sido peor —me dijo la primera vez que me manipuló la pierna con una facilidad que me hizo soltar un quejido involuntario—. Aunque igual va a doler.

    Me dolió, efectivamente. Y dolió más en las sesiones siguientes, en las que con sus manos firmes fue obligando a mis músculos a recordar su trabajo. Fener hablaba poco, pero cuando lo hacía, decía lo justo.

    Mientras hablábamos, vi un pequeño rostro asomarse detrás del biombo que separaba la sala de rehabilitación. Era una niña de no más de dos años, con ojos enormes y expresión tímida. Se quedó quieta, aferrada al borde de la tela, mirándome como si yo fuera parte del mobiliario.

    —¿Y ella? —pregunté, señalándola con la cabeza.

    Fener giró sin sorpresa y le hizo un gesto con la mano para que se acercara. La niña no se movió.
    Es mi hija —dijo sin más—. Tengo dos más, pero están en la escuela, agregó.

    Eso me tomó por sorpresa. No sé por qué, pero no la había imaginado como madre. Había algo en su forma de ser que parecía demasiado independiente, demasiado enfocada en sí misma como para pertenecerle a alguien más. Pero ahí estaba la niña, con el mismo aire observador de su madre, estudiándome en silencio.

    —¿Y las traes aquí?
    —A veces. Cuando no tengo con quién dejarlas.

    Asentí, sin saber qué decir.

    Después de algunas sesiones, le comenté que quería seguir haciendo deporte, pero por mi dolor tenía que ser algo ligero.
    —Dijiste que el boxeo servía como terapia. ¿Qué tan cierto es eso?
    Fener sonrió por primera vez desde que la conocí.
    —Si no lo pruebas, nunca lo sabrás.

    Fener trabajaba, además de terapeuta, como entrenadora de distintos grupo, niños, adultos y personas de la tercera edad. Siguiendo sus sugerencias, decidí ir a husmear un día en el gimnasio donde impartía clases para personas de la tercera edad. Fui al entrenamiento con desgano y la firme convicción de que no iba a disfrutarlo.
    Pero me equivoqué.
    La clase no era lo que había imaginado. No se trataba de ancianos temblorosos intentando lanzar golpes al aire, sino de un grupo de personas mayores que, pese a sus achaques, irradiaban energía.

    Fener dirigía la sesión con esa mezcla de disciplina y paciencia que ya le había visto en la terapia. Cada ejercicio era metódico, cada indicación clara, cada corrección hecha con el tono justo para que nadie se sintiera torpe.
    Lo que más me sorprendió fue la facilidad con la que manejaba a sus alumnos sin despegar la vista de sus hijos. En algún momento de la clase, aparecieron los otros dos: un niño de unos seis años y una niña de quizás diez. Se movían con naturalidad por el gimnasio, sin molestar a nadie, pero sin perder de vista a su madre.

    Fener no era solo una entrenadora. Era un centro de gravedad. Coordinaba ejercicios, corregía posturas y al mismo tiempo atendía a sus hijos con la atención fraccionada de quien ha aprendido a hacer mil cosas a la vez. Con una mirada controlaba a los ancianos, con la otra vigilaba a los pequeños, y con una mano me corregía la postura en el saco de boxeo sin perder el hilo de lo que pasaba a su alrededor.
    Varios meses pasaron entre las sesiones de terapia y los entrenamientos. No nos hicimos amigos de la noche a la mañana, pero poco a poco la relación se volvió más amical. Nunca hablábamos de cosas demasiado personales, pero cada tanto ella soltaba algún detalle sobre su vida. Era hija de migrantes kurdos, nacida en Alemania en una familia de trece hermanos.

    Era imposible no ser fuerte en mi casa —dijo una tarde, mientras vendaba mis muñecas antes de un ejercicio—. Si no peleabas por tu espacio, te quedabas sin nada.
    Había sido deportista desde niña, aunque el boxeo llegó a su vida por casualidad.
    Un entrenador vio potencial en ella. Le enseñó desde cero. Fener ganó algunos campeonatos regionales, incluso algunos nacionales. Era como una especie de superstar en el pequeño pueblo donde vivía.

    —¿Por qué lo dejaste?
    Fener sonrió de lado, como si la pregunta le causara gracia.
    Porque ser peleadora no paga las cuentas.
    Pero entrenar sí. Y eso le gustaba. Seguía entrenando duro, pero ya sin la presión de los campeonatos. A sus hijos también les inculcaba el deporte. En las sesiones de entrenamiento, los tres corrían, saltaban y golpeaban sacos como si fuera lo más natural del mundo.

    Después de más de seis meses, por fin terminé la terapia y ya no la necesitaba, dejé de asistir a las sesiones de rehabilitación. Pero seguí yendo al gimnasio. Ya no era necesario entrenar con los ancianos; ahora me metía en la clase de box normal. Aunque, para ser honesto, siempre me hacía el huevón y encontraba excusas para asistir a las sesiones con los adultos mayores.

    Tal vez era la atmósfera, la camaradería, la forma en que el deporte se volvía un lenguaje sin necesidad de muchas palabras. O tal vez, era simplemente la curiosidad, o algo más difícil de definir, lo que me hacía seguir yendo.

    Fener, en muchos aspectos, me recordaba a una “mamá luchona”: una mujer que lo hacía todo, sin quejarse, sin pedir permiso ni disculpas. Era el tipo de persona que nunca se detenía a pensar en lo difícil que era su vida porque estaba demasiado ocupada viviendo.

    En ese tiempo salía con Lena, una chica polaca muy agradable, inteligente, con un nivel académico sorprendente, de conversación afilada y, por si fuera poco, hermosa. En la intimidad, tampoco había quejas. Más de una vez había pensado en formar una familia con ella. Incluso bromeaba con que, si la llevaba a mi tierra, hasta el alcalde me entregaría las llaves de la ciudad por haber flechado a semejante hembrón.

    Y sin embargo, ahí estaba yo, preguntándome por qué mi cabeza se desviaba hacia Fener.

    Fener, no era hermosa, y estaba lejos de ser un hembrón, no tenía la delicadeza ni el aire elegante de Lena. Por el contrario, tenía un rostro duro, una mirada severa y un cuerpo esculpido por la disciplina más que por la genética. Aun así, cada vez que la veía moverse en el gimnasio, cada vez que se ataba el cabello en una cola de caballo con ese gesto automático y eficiente, algo en mi interior se retorcía de una manera que no entendía.

    Lo peor era que a veces, cuando estaba cachando con Lena, era a Fener a quien veía en mi cabeza. Eso me inquietaba. Me hacía preguntarme qué pasaba por mi cabeza. Aunque, para ser honesto, siempre supe que mis valores éticos y morales eran, cuando menos, cuestionables, por no decir que mi moral no servía para nada.

    Todo ese torbellino de emociones convergió en un instante, un día cualquiera, al final de una sesión de entrenamiento.
    Nos quedamos solos en el gimnasio. Los niños jugaban a lo lejos, sin prestar atención, y la última tanda de viejitos ya se había marchado. Hacíamos un sparring ligero, más juego que pelea, lanzando golpes suaves, midiendo reflejos.

    En un momento, lancé un directo con poca intención, pero Fener lo atrapó con su brazo y su cuerpo, dejando nuestros torsos casi pegados. Fue una fracción de segundo, pero suficiente para que la arrechura contenida en mi cuerpo se despierte en ese breve instante.

    No dije nada. Ella tampoco. Sólo nos quedamos mirando como un par de huevones.
    Segundos después, fue mi turno. Esquivé su jab, pero atrapé su siguiente movimiento, encajándolo entre mi torso y su guante. Sonrió con la comisura de los labios y contraatacó con la otra mano. La bloqueé, sujetándola también.
    Ahora ella estaba atrapada. Sin posibilidad de movimiento.
    Dejó de resistirse.
    Nos miramos, nuevamente en silencio, respirando cerca, sintiendo la tensión entre nosotros. Y entonces ocurrió.
    Nuestros labios se encontraron con la urgencia de algo que había estado hirviendo a fuego lento durante casi un año. Era pura arrechura contenida, o al menos lo sentí así. No hubo preámbulo, ni dudas, ni siquiera espacio para el pensamiento. Fue un instante en el que el instinto tomó el control.
    Pero tan rápido como sucedió, ella se apartó.

    Sin decir nada, sin hacer un escándalo. Solo se alejó con una expresión que no supe interpretar.

    Las semanas siguientes fueron un compendio de silencios. Ninguno habló del incidente, ninguno mencionó lo que había pasado. Seguíamos entrenando, seguíamos interactuando con la misma rutina de siempre, pero había algo distinto en el aire, algo que los dos evitábamos tocar.

    Hasta que un día, mientras descansábamos después de una sesión, Fener habló.
    Su padre era musulmán conservador, lo dijo sin mirarme directamente. Nunca estuvo de acuerdo con que ella boxeara, pero lo toleraba. Sin embargo, lo que no toleraba era la idea de que su hija llegara a los treinta sin casarse.

    Hizo una pausa, envolviendo sus manos con las vendas como si necesitara algo en qué concentrarse.
    Fue así como se casó con un turco. Fue una decisión más impuesta que deseada. Ambos eran conscientes que lo hacían más por sus familias que por ellos mismos.
    Hizo una pausa, respiró profundo.

    Tuvieron tres hijos. Luego su padre murió. Y con él, se fue la única razón para seguir casada.
    El divorcio no fue un escándalo ni una tragedia. Fue casi un trámite. Su esposo, al parecer, tampoco había estado particularmente feliz en el matrimonio. Volvió a Turquía y dejó a Fener con los niños en Alemania.

    Y aquí estoy —concluyó con una sonrisa irónica, alzando los brazos en un gesto de resignación—. Madre soltera, entrenadora, peleadora retirada.
    La miré en silencio, tratando de descifrar qué quería que hiciera con aquella historia. ¿Era una advertencia? ¿Una confesión? ¿Una forma de marcar una línea entre nosotros?
    No lo supe entonces. Y quizás, en el fondo, no quería saberlo.

    Pasaron un par de meses desde aquel episodio. No hablamos del beso, ni de la tensión que flotaba entre nosotros, pero tampoco nos alejamos. Todo siguió igual, con la misma rutina de entrenamientos, los mismos intercambios de palabras breves, la misma Fener de siempre, distante pero presente.
    Hasta que, un día, apareció una mujer joven en el gimnasio. Se movía con confianza, con esa familiaridad que tienen los que no necesitan invitación para estar en un sitio. Resultó ser la hermana de Fener. Se parecía a ella en algunos rasgos, pero tenía un aire más relajado, más risueño.
    Los niños también estaban ahí, correteando como siempre. En un momento, la hermana y los pequeños salieron del recinto, seguramente a jugar afuera.
    Y entonces ocurrió de nuevo.

    Fener y yo practicábamos un sparring ligero, casi sin intención real de pelea. En un momento, ella se acercó demasiado y me empujó suavemente con sus guantes en señal de burla. Me molestó con una sonrisa ladeada, como si me retara sin palabras.
    Le respondí de la misma manera, acercándome con un empujón ligero.
    Y sin saber exactamente cómo, nuestros labios volvieron a encontrarse.
    Pero esta vez no fue un roce accidental ni un beso furtivo. Fue algo más profundo, más decidido. Me quité los guantes torpemente y ella hizo lo mismo. Nos besamos con hambre contenida, con una arrechura acumulada que ninguno de los dos había querido reconocer hasta ahora.
    Mis manos descendieron hasta su cintura, y por primera vez sentí la contradicción que era su cuerpo: de apariencia frágil, pero increíblemente fuerte. Un cuerpo acostumbrado a resistir golpes, pero también a contener una fuerza silenciosa, una energía que parecía imposible de quebrar. Mi pene se puso duro, como si pensara por el mismo.
    En ese instante, escuchamos voces.
    La hermana y los niños regresaban al gimnasio.

    Nos separamos como si nos hubieran sorprendido cometiendo un crimen. Yo, con reflejos torpes, tomé los guantes del suelo y me los coloqué a medias, intentando hacerme el cojudo. Fener, con su eficiencia habitual, retomó su postura como si nada hubiera pasado.
    Las hermanas hablaron brevemente mientras los niños jugaban a su alrededor. Luego, vi a los cuatro dirigirse hacia la puerta del recinto.
    Fener regresó unos minutos después.

    Tenemos una fiesta familiar —dijo, atándose el cabello en su clásica cola de caballo—. Mi hermana se adelantará con los niños.
    Asentí, sin saber si eso significaba algo.

    Pero cuando la vi ahí, de pie, con la respiración aún acelerada y los labios ligeramente hinchados por nuestros besos, sentí que mi paciencia se rompía, todo me importó un carajo en ese instante. Me acerqué otra vez y la besé sin darle tiempo a pensar.
    Y ella no pensó.
    Nos devoramos como si quisiéramos consumirnos en un solo instante. La adrenalina del entrenamiento y el deseo acumulado hicieron que la urgencia se sintiera en mi short. Todo en ella era fuerza contenida, resistencia y entrega al mismo tiempo.
    Pero entonces, de golpe, Fener se separó.
    No puedo —dijo, sin alterarse demasiado—. No ahora.
    La miré, sin comprender.
    Mis hijos, mis trabajos… No tengo tiempo para nada más.
    No supe qué decir.
    Ella me miró con una expresión serena, como si ya hubiera tomado esa decisión mucho antes de este momento. Me dio una palmadita en el brazo, condescendiente, casi cariñosa.

    Es hora de terminar. Ve a ducharte antes de que cierre el gimnasio.
    Asentí, sin fuerzas para discutir.

    Mientras caminaba hacia las duchas, mi cuerpo aún vibraba por la arrechura, pero mi mente estaba enredada en una confusión que no sabía cómo desenredar.
    El agua tibia recorría mi piel mientras el sonido de la otra ducha me llegaba amortiguado a través del vapor. Sabía que era ella. Fener. No podía verla, pero su presencia llenaba el espacio de una manera casi tangible. Cerré los ojos y mi mente hizo lo que había estado evitando durante meses: imaginarla conmigo, sin barreras, sin excusas.

    Fue un pensamiento fugaz, pero su efecto fue inmediato en mi cuerpo. Mi pene estaba duro, como queriendo reventar.
    Seguí duchándome, intentando despejarme, hasta que sentí algo distinto en el aire, un cambio en la atmósfera. Abrí los ojos y giré la cabeza.
    Ahí estaba ella.

    Sus cabellos mojados caían en mechones desordenados sobre sus hombros, y apenas una toalla envolvía su cuerpo. No tenía la postura firme de siempre, ni la mirada afilada con la que solía enfrentar la vida. Se veía vulnerable, como si estuviera decidiendo en ese mismo momento si debía estar ahí.
    —¿Puedo confiar en ti? —preguntó en voz baja.
    Asentí sin dudar.

    Ella dejó caer la toalla.
    Me quedé inmóvil, atónito ante su desnudez. Su piel, pálida y tersa, estaba marcada por la disciplina de los años de entrenamiento. Abdominales definidos, piernas esculpidas con precisión, brazos fuertes sin perder la feminidad. Su cuerpo no era voluptuoso, pero tenía formas armoniosas, construidas con esfuerzo, con constancia.

    Di un paso hacia ella, sintiendo la humedad del vapor envolvernos. Nuestros labios se encontraron en un beso que ya no tenía dudas ni titubeos. Mis manos recorrieron su espalda, su cintura, descendiendo con la avidez de quien ha anhelado algo demasiado tiempo.
    Cuando mis labios bajaron por su cuello y exploraron su clavícula, un leve suspiro escapó de su boca. Su respiración se volvió más profunda cuando mis manos la aferraron con más fuerza.

    El deseo me venció. Caí abruptamente de rodillas frente a ella, sujetándola por los muslos, acercándome a su centro con una devoción casi desesperada. Quería sentir su aroma, su sabor, descubrir cada rincón de su piel con mis labios.

    Ella reaccionó en el acto, llevándose las manos a mi cabello, aferrándose a él mientras su cuerpo temblaba bajo mis caricias. Cada pequeño sonido que escapaba de su boca me alimentaba, me hacía seguir explorando con más intensidad, con más deseo.
    Con ese deseo contenido por todo ese tiempo, por fin pude sentir el sabor y el aroma de su conchita. Sus labios eran delgados, y parecían estar metidos dentro de su vagina. Con mi lengua abría su conchita y el sabor de ella llenaba cada una de mis papilas gustativas. Fener solo gemía muy despacio y sus manos cogían mi cabeza y me acariciaba. Con una mano acariciaba su culito, pequeño pero fuerte, con la otra ayudaba a mi lengua abriéndome camino más dentro de ella. Después de un buen rato logré ponerme de pie junto a ella.

    Cuando me incorporé, su respiración era errática. La sujeté con firmeza, deslizando mis brazos bajo sus piernas y levantándola contra la pared de la ducha. En ese momento, me di cuenta de algo que no había notado antes: yo también me había vuelto más fuerte.

    La miré a los ojos y ella asintió, como si supiera exactamente lo que iba a hacer.
    Me hundí en ella con un movimiento lento pero decidido, sintiendo cómo su cuerpo se amoldaba al mío en una sincronía perfecta. Ella arqueó la espalda, aferrándose a mis hombros, dejando escapar un gemido ahogado.
    Cada embestida era más profunda, más intensa. Su piel húmeda se deslizaba contra la mía, y nuestros labios se buscaban entre jadeos. La escuchaba respirar entrecortadamente, su cuerpo reaccionando con espasmos suaves cada vez que me movía dentro de ella. Su espalda golpeaba la pared de la ducha, sin poder escapar y mis arremetidas iban cada vez más rápidas. Fener emitía un gritito apenas audible. Era fuerte pero ligera a la vez.
    En un momento, me susurró entre suspiros:
    —Siéntate.

    Obedecí sin cuestionar. Me dejé caer en el suelo de la ducha, y ella se acomodó sobre mí, deslizándose lentamente, dejando que la llenara de nuevo.
    Sus movimientos eran seguros, controlados, con la misma determinación con la que dirigía una pelea. Se aferró a mis hombros mientras su cuerpo se movía al ritmo de su propio placer. En esa posición nos besamos nuevamente, de cuando en cuando bajaba mi boca hasta sus pechos pequeños y mordía sus pezones con ahínco, queriendo que ese momento no acabe nunca.

    Hasta que la sintió venir. Sus músculos se tensaron, su espalda se arqueó, y un gemido contenido escapó de sus labios cuando alcanzó el clímax. Sus uñas se clavaron en mi piel mientras su cuerpo temblaba sobre el mío.

    Yo aún no me había venido.
    Ella lo notó.

    Se deslizó fuera de mí y se apoyó en el suelo, apoyo sus brazos al piso e inclinando su cuerpo con la naturalidad de quien sabe exactamente lo que está haciendo.
    La penetré de nuevo, sintiendo su cuerpo apretarse alrededor del mío con la misma intensidad con la que peleaba en el ring. Sus manos se apoyaban contra las baldosas húmedas mientras nuestros cuerpos se encontraban una y otra vez. La cogía de su cintura delgada y la atraía hacia mi una y otra vez.
    No tardé en venirme dentro de ella.

    Mi cuerpo se tensó, sintiendo el placer recorrerme con una fuerza devastadora. Me dejé ir dentro de ella con un último movimiento profundo, uniendo un gemido ahogado al sonido del agua cayendo sobre nosotros.

    Permanecimos así unos instantes, respirando juntos, intentando recuperar el aliento.
    Luego, nos incorporamos en silencio.

    Nos vestimos sin prisas, como si no quisiéramos romper el momento demasiado rápido. Cuando estuvimos listos, me quedé esperándola en la puerta del recinto.
    Antes de irse, me miró a los ojos y me besó, esta vez con ternura, con algo que se sentía diferente a todo lo anterior.
    Y luego se fue.

    Me quedé ahí, sintiendo aún el calor de su piel en la mía, sin saber exactamente qué significaba todo aquello.
    Pero algo dentro de mí me decía que, fuera lo que fuera, ya no habría marcha atrás.
    La vida siguió su curso con una normalidad engañosa. Entrenábamos como siempre, con la misma rutina disciplinada de siempre. No hubo palabras sobre aquella noche en la ducha, ni gestos que rompieran la barrera de lo cotidiano. Sin embargo, algo había cambiado.

    Había una complicidad nueva en el aire, una forma de mirarnos que antes no existía. A veces, en medio de los entrenamientos, cuando cruzábamos golpes en el sparring, Fener sonreía apenas, como si compartiéramos un secreto. Había guiños fugaces, roces intencionales disfrazados de casualidad, un lenguaje silencioso que ambos entendíamos pero que ninguno se atrevía a verbalizar.
    Pasaron semanas así.

    Mi relación con Lena empezaba a decaer, sabía que mi moral o mi ética eran cuestionables. Lena tenía varias ilusiones conmigo, pero tenía que ser sincero con ella, por mucho que me doliera en el alma perder a una chica como ella por perseguir algo que ni yo mismo entendía qué era, sabía que no podía ser tan hijo de puta con ella.
    Me dolió anímicamente terminar con Lena, pero era lo mejor, yo la había cagado, y no quería que una mujer tan buena como ella sufra por un imbécil como yo.

    Una mañana de sábado, mi teléfono vibró con un mensaje inesperado de Fener.
    Fener: ¿Tienes planes hoy? ¿Vamos a comer algo?
    Solté el teléfono y me quedé mirando la pantalla como un idiota. No preguntó si quería, no dejó espacio para la duda. Era una afirmación, una invitación sin adornos, como todo lo que ella hacía.
    Dejé todo lo que tenía planeado para el día y respondí con la misma simpleza:
    Yo: Sí. Dime dónde y cuándo.
    Nos encontramos en un pequeño café en el centro de la ciudad.
    La vi desde lejos y, por primera vez, me costó reconocerla.

    No llevaba ropa deportiva.
    No llevaba su habitual conjunto de sudadera y pants ajustados, ni las vendas en las muñecas, ni el cabello recogido en un moño práctico. En su lugar, llevaba una falda corta de tela ligera, de un color oscuro que contrastaba con su piel clara. Sus piernas, fuertes y bien definidas, parecían moverse con una seguridad que no había notado antes en alguien que no estuviera en un cuadrilátero.

    Arriba, llevaba una blusa ajustada de manga larga, de tela suave, con un escote discreto pero suficiente para notar que, aunque su cuerpo no era voluptuoso, tenía una armonía femenina que antes no había permitido ver.

    El maquillaje, aunque sutil, resaltaba sus ojos oscuros, dándoles una profundidad nueva. Sus labios, ligeramente más rosados de lo habitual, tenían un brillo apenas perceptible.

    Por primera vez, no parecía una peleadora.
    Parecía una mujer dispuesta a ser vista como tal.
    Cuando me vio, sonrió levemente, pero con un brillo en los ojos que me hizo saber que sabía exactamente el efecto que causaba en mí.
    —¿Qué pasa? —preguntó al notar que la observaba con demasiada intensidad.
    Sacudí la cabeza, recuperando la compostura.
    Nada. Solo que… te ves bien.

    Ella soltó una risa breve y rodó los ojos, como si le pareciera divertido que me sorprendiera verla fuera de su entorno habitual.
    Nos sentamos, pedimos algo de comer y, por primera vez en todo el tiempo que la conocía, no había sacos de boxeo, ni guantes, ni niños corriendo alrededor.
    Era solo ella.
    Y yo.

    Comimos sin prisas, disfrutando de la conversación sin interrupciones, sin el ruido del gimnasio, sin la tensión de los entrenamientos. Era extraño estar con ella en otro contexto, verla relajada, sin la dureza que siempre la rodeaba.
    En algún momento, mientras terminábamos el café, Fener se quedó mirando su taza, como si midiera las palabras antes de soltarlas.
    Desde que me divorcié, no he estado con nadie —dijo de golpe, sin rodeos, como era su costumbre.
    Levanté la mirada, sorprendido.
    —¿Nadie?
    Negó con la cabeza.
    Hasta que apareciste tú.
    No supe qué responder a eso. Podría haber hecho una broma, un comentario ligero para quitarle peso a sus palabras, pero algo en su tono me hizo entender que lo decía con total honestidad.

    Terminamos de comer y, cuando salimos del café, fui yo quien tomó la iniciativa.
    —¿Quieres venir a mi apartamento?

    Fener no bebía licor, no necesitaba excusas ni desinhibidores para hacer lo que quería hacer. Me miró, como si evaluara la propuesta, y luego asintió.
    No hubo tiempo para dudas ni para preguntas.

    Apenas cerré la puerta del apartamento, nuestras bocas se encontraron con una urgencia acumulada por semanas, quizá meses. Nos despojamos de la ropa como si esta fuera un estorbo, cayendo sobre la cama sin dejar de explorarnos.

    Mi cuerpo ya conocía el suyo, pero ahora tenía el tiempo para recorrerlo sin prisas, para memorizar cada curva, cada tensión en sus músculos bajo mi tacto. Su piel estaba caliente, su respiración agitada antes de que siquiera la tomara por completo.

    Nos amamos con la intensidad de quien sabe que el tiempo es limitado. Fener, que en el ring siempre tenía el control, ahora se entregaba con la misma pasión con la que peleaba. Sus movimientos eran seguros, su cuerpo fuerte y flexible al mismo tiempo.
    No había más sonidos que nuestros jadeos y el crujido del colchón.
    Cuando finalmente nos quedamos quietos, con su respiración acompasada contra mi pecho, hubo un largo silencio.

    —¿Has estado con otras chicas? —preguntó de repente.
    Dudé un segundo, pero luego mentí con naturalidad.
    —No.
    Ella asintió levemente, sin cuestionarlo.
    —¿Y tú? —pregunté.
    Fener giró la cabeza para mirarme.
    No. Mi esposo fue el único hombre en mi vida...hasta que te conocí.
    Aquello me tomó por sorpresa. Pero lo que me sorprendió más fue la pregunta que me vino a la mente antes de que pudiera detenerla.
    —¿Y con otras mujeres?
    Por primera vez, Fener se sonrojó.
    No respondió.

    No la presioné, pero su silencio lo dijo todo.
    No era algo que me incomodara, pero me intrigaba. Tal vez alguna vez, en su juventud, antes de que la presión familiar la llevara al matrimonio, había explorado otros caminos. O tal vez la vida simplemente le había ofrecido experiencias distintas, y yo solo era un eslabón más en esa cadena de descubrimientos.

    Aquellos encuentros se repitieron, pero muy pocas veces.

    Siempre con la misma intensidad, con la misma premura de dos personas que sabían que aquello no tenía promesas ni futuro. Seguimos viéndonos esporádicamente en los entrenamientos, con la misma complicidad de siempre, pero sin ataduras, sin preguntas incómodas.
    Después de algunos años, me mudé a los Países Bajos. Cuando le di la noticia a Fener, ella me deseó lo mejor. Cuando nos despedimos, después de la última sesión de entrenamiento, se dirigió a mí, mientras sus hijos estaban sentados en su auto y me dio un beso profundo en los labios. Sus hijos quedaron, creo yo, en pánico viendo esa escena, pero a Fener ni le importó.

    Hasta el día de hoy no se si habrá una siguiente vez.
    Tal vez sí.
    Tal vez no.
    Pero lo que tuvimos, en esos momentos robados, fue suficiente.
     
    Última edición: 6 Feb 2025
    gnussi98, 6 Feb 2025

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