Como la guerra cambia el sexo: Casos de estudio

Tema en 'Humanidades (Economía, Derecho, Antropología, etc)' iniciado por drais, 13 Feb 2016.

    drais

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    03 de agosto de 2013
    ABC
    El hombre que tuvo 500 hijos durante la Primera Guerra Mundial

    Una doctora británica ayudó a procrear a cientos de mujeres cuyos maridos habían quedado incapacitados tras la contienda

    La Primera Guerra Mundial se llevó por delante la vida de millones de soldados en todo el mundo. Los que tuvieron más suerte, regresaron a sus hogares para intentar recomponer sus vidas, no sin grandes dificultades. Como la de reanudar la vida conyugal con sus esposas, a las que no veían desde hacía años y a las que muchos de ellos ya ni siquiera podían satisfacer, bien por incapacidad física o porque habían quedado en estado de shock tras presenciar tanta atrocidad. Fue Helena Wright, una doctora británica pionera en educación y terapia sexual, quien reparó en la necesidad y el abandono de estas mujeres, que veían frustrados sus deseos de ser madres y formar una familia.

    La solución era tan fácil como controvertida para la época, por lo que acabó dando lugar a algo así como un «servicio secreto de donación de esperma», según cuenta el periodista Paul Spicer en «Daily Mail». Fue al final de la guerra, cuando Wright comenzó a buscar al candidato ideal para cumplir tan solidaria misión. Alguien que, sin ataduras emocionales ni trabas morales, pudiera suplantar a aquellos hombres cuyas capacidades habían quedado mermadas al haber sido gaseados, mutilados o al haber quedado traumatizados. Finalmente, el encargado fue un joven de 20 años llamado Derek, al que la doctora conoció a través de su esposa, Suzanne.

    La mecánica era la siguiente. Las mujeres necesitadas se ponían en contacto con Helena Wright, que les concertaba una cita con el padre de alquiler a cambio de su promesa de silencio y 10 libras que irían al fondo dedicado a financiar tan peculiar servicio secreto. Cada cita se fijaba de acuerdo con las fechas óptimas para concebir de cada mujer y rara vez se repetía, para mantener así el espíritu del servicio: fortalecer el matrimonio al traer al mundo un hijo.

    Como un auténtico profesional, para cada servicio, Derek se vestía con traje oscuro, camisa blanca, pajarita de lunares y sombrero. «Los buenos modales, su sonrisa y entusiasmo hacían el resto», cuenta la publicación. Así, el joven visitó a unas 500 mujeres y cada vez que un hijo suyo llegaba al mundo, recibía un telegrama de la doctora Wright informándole.
     
    drais, 13 Feb 2016

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    Excelente e interesante documental, todos los dias se aprende algo nuevo de la historia y relacionado con este deporte que nos apasiona....:cool:
     
    INVADER, 13 Feb 2016

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    DESEMBARCO DE LAS ALIADAS

    Nadie sabe por dónde vinieron, ni si su llegada fue cuestión de olfato, de necesidad, de puro azar o de instinto. Pero lo cierto es que, apenas los aliados pusieron pie a tierra en Salónica, las “aliadas” desembarcaban tras ellos como otro numeroso y alborozado ejército, a la manera de esas nubes densísimas de aves migratorias que atraviesan los mares y los continentes, guiadas por el afán de vivir según la ley de su naturaleza. Son todas mujeres jóvenes y aventureras, de esas que en Castilla se llamaron antaño del partido, que los franceses designan con el nombre de demi - mondaines, y que los catedráticos de Instituto—al comentar Ovidio, Catulo o Marcial, — apellidan veladamente hetairas, por no poder llamarlas sin escándalo a la manera del vulgo.

    Sin necesidad de diplomacia ni de tratados solemnes, estas mujeres han logrado desembarcar en Salónica con más acuerdo y prontitud que la misma Cuádruple Inteligencia europea. Esta dispone de medios inagotables, de escuadras omnipotentes, de caudales fabulosos y de transportes innúmeros. Las “aliadas”, por el contrario, no tienen más que un puñado de francos, un par de vestidos, un estuche de afeites y una enorme caja de sombreros, cada una de por sí. No obstante, á Salónica los aliados han podido tan sólo llegar fragmentariamente, representados nada más que por Francia e Inglaterra. Pero las “aliadas” han desembarcado en masa, unánimes, llevando la representación completa de su gremio, sin que falten delegaciones de ninguna metrópoli, ni de la más remota, pobre y raquítica de sus colonias. Francia ha enviado sus celebérrimas mômes y jamonas parisienses, y las más modestas que pululan por el Quinconce de Burdeos, la Guillotière de Lyon y la turbulenta Cannebière marsellesa. Inglaterra sus pseudo-miss sentimentales de Hyde Park, sus girls gimnastas y amuñecadas de los tugurios manchesterianos y liverpulenses, las floristas del Cairo y las bayaderas de Bombay y de Arabia. Italia, sus híbridas afrancesadas de Lombardía y Piamonte, y sus rapazas gitaniles de Nápoles y la isla sicílea. Rusia sus circasianas de opereta, sus fofas y blancas bellezas de Odessa y lékaterianos, sus cosacas de orillas del Volga y sus rubias gigantescas de Sebastopol.

    Es por completo indispensable tener en cuenta a este otro ejército femenino y armado también, a su manera, para hacerse cargo del aspecto actual de Salónica. Sin él, la ciudad será en absoluto distinta de lo que os, y en el interior de sus murallas no resonaría más que una sorda efervescencia de malestar y de ira, contenida por el férreo rumor de los armamentos guerreros, y la presencia temible de millares de soldados circulando de continuo por calles y pinzas. Grados al concurro galante de las advenediza", Salónica comparte sus preocupaciones taciturnas con otras más leves. Las músicas alternan con los ejercicios de tiro, la excavación de trincheras con el levamiento de tablados públicos donde se canta y se baila con diversos estilos de cantinela con los de aires militares, con los que se llenan en las noches los bares, los almacenes y las perfumerías.

    Pero lo más maravilloso del caso está, como decía al principio al averiguar de qué suerte ha podido verificarse esta confluencia tácita de aliados y “aliadas”. La llegada de los primeros a Salónica ha sido un acontecimiento público y solemne, cuya realización no tiene nada de extraordinario porque las grandes potencias que la emprendieron contaban con todos los medios necesarios al caso. Pero, ¿cómo es posible que las segundas se pusieran tan unánimemente de acuerdo, para llevar a cabo una empresa tan grave como era la de venir de sus lejanas tierras a este rincón de Oriente?...

    No se trata, sin embargo, de ningún milagro. El revuelo mujeril que ha seguido inmediatamente al desembarco de los aliados en Salónica se explica, al parecer, por dos concausas. Es la primera, que la mayor parte de esta inmigración no ha llegado, en realidad, de tan lejos como a primera vista parece. En los tiempos dichosos de Homero, había en cada una de las islas que componen el archipiélago helénico, una familia o colegio de aedos que rivalizaban entre sí en el canto de los personajes excelsos y las aventuras fabulosas de la mitología. Pero en la triste edad contemporánea, en que las epopeyas se hacen pero no se cantan, en vez de esos maravillosos cenáculos de poesía inmortal hallen todas y cada una de las islas griegas un cafetín rudimentario, con humos de music – hall europeo, donde se recitan o bailan con varias décadas de retraso los couplets de París y las danzas de Viena. En cada uno de estos tenebrosos tugurios, hay su “estrella” de ínfima magnitud rodeada de una breve corona de satélites o comparsería. Tales astros empañados y caídos de un cielo mejor, vegetan tristemente gracias a la solicitud de algunos cortesanos montaraces é ingenuos. Al esparcirse por el mundo la noticia de la expedición franco-inglesa a Salónica, la turbamulta de bailarinas, de vedettes y cantatrices desparramadas por las islas y colonias griegas, creyó llegada la hora de salir de su estrechez y oscuridad nada halagüeñas. Nadie más que su instinto las puso de acuerdo. Y abandonando en un impulso de predestinación sus compromisos tediosos y sus ultras – provincianos refugios, volaron – como Napoleón escapado de Egipto – a la conquista del mundo.

    Pero hay, además, otra circunstancia que explica, la concentración en Salónica no de las advenedizas allegadas del archipiélago helénico, sino de las que vinieron de mucho más lejos, del corazón mismo de Europa. Y en que sus tierras de origen están despobladas y en ellas las gentes que todavía quedan no ríen ni se divierten como antes, porque la guerra ha acabado con el humor general, con el dinero sobrante, con las francachelas licenciosas y con el regodeo que se acompaña de Venus, Baco, Euterpe y Terpsícore. Y puesto que los Romanos en guerra no van esta vez a buscar a las Sabinas, de ahí que las Sabinas anden corriendo el mundo en pos de los Romanos dispersos.

    Y en verdad que sólo faltaban ellas en Salónica, para dar a la ciudad la pincelada más típica de cuantas componen su entreverado y curiosísimo aspecto. A la confusión espantosa de razas humanas que se advierte por doquiera; al torbellino de franceses, ingleses, australianos, indios, senegaleses, búlgaros, esquipétaros, turcos, griegos y judíos; a los rostros que verían entre el negro de betún, el rojo-pimiento y el amarillo de candela mustia; a la más complicada delineación de narices y perfiles que ha visto la tierra; y al galimatías ensordecedor de las lenguas contrapuestas que se oyen hablar en Salónica, hay que oponer todavía las más abigarradas estilizaciones del arte del afeite y de la pintura o esmalte en carne viva: cabelleras oxigenadas o a medio oxigenar, negras como el ébano, castañas, broncíneas o rubicundas; peinados altos como pagodas, prietos como casquetes, luengos como cucuruchos o cortos “a la romana”; mejillas bruñidas, labios falsos, ojos aterciopelados, orejas de celuloide y pestañas densas como cepillos. Cada una de las «estrellas» menores que andan vagando por la ciudad, relumbra y deslumbra como ansiosa de aumentar la magnitud ante las miradas del público atónito. Y el conjunto es tan aparatoso, odorífero y sobrecargado, que a unos causa asombro, a otros (muy pocos) consternación infinita, pero a nadie deja permanecer indiferente o insensible.

    Hay que ver, en efecto, atravesar la calle de Sabri-Pachá a uno de esos prodigios de perversidad de arrabal, ante un grupo estupefacto de senegaleses. Los sutiles artificios y filtros de Salambó y Cleopatra, produjeron un efecto despreciable sin duda comparado con el que logra causar en los almos de esos pobres africanos un collar de quincallería sobre un cutis de pasta. Cuando termine la guerra y los senegaleses vuelvan a su tierra natal, más que la visión de los combates feroces y las matanzas tremendas á que habrán asistido, llevarán en sus adentros el recuerdo nostálgico e inolvidable de una rara deidad entrevista, al caer de la tarde y bajo un mechero de gas, por los barrios de Salónica.

    Todas las delicias serenas del mundo – sus chiquillos grasientos é ingenuos, - les parecerán despreciables comparadas con esa visión. Y al pensar en Europa, por la cual derramaron su sangre, la imaginarán siempre como una jamona mirífica, de ojos cargados de tentación y cinismo, llena de vaga pedrería y dispuesta a bailar a todas horas ante las candilejas turbias de un tablado plebeyo.

    No es de extrañar, por tanto, que las autoridades del cuerpo expedicionario franco – inglés, se hayan visto de pronto aturdidas y luego indignadas por el desbarajuste que podría provocar en sus huestes, la presencia de un enjambre femenino tan poco favorable a la austeridad de la vida en campara. Los aliados opinan con perfecta cordura, que su alianza nada tiene que ver con la de esta pléyade ninfea y emoliente que ha invadido á Salónica. Una cosa son los aliados y otra las “aliadas”. Y aunque la masa anónima de los primeros no parece mirar con malos ojos la vecindad de las segundas – en virtud del rarísimo consorcio que entablen siempre la Muerte y el Libertinaje – las autoridades superiores han decidido limpiar la población de esas deidades que los senegaleses admiran porque las desconocen.

    Tal como vinieron y sin que nadie sepa tampoco por donde se van, las aves migratorias, con su equipaje ligero de perifollos y vidrios, van a emprender su regreso. Como en los demás frentes de la lucha europeo, en Salónica va a comenzar muy pronto el otoño fatal para las golondrinas de guerra.

    Sino que esas... esas, ya volverán!

    Gaziel

    La Vanguardia, Miércoles 9 de febrero de 1916, Página 10, Sección “La Guerra Europea”, Primera y Segunda Columna
     
    drais, 17 Feb 2016

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    06 de febrero de 2016

    EXPRESS

    EL SEXO Y EL TOMMY BRITÁNICO: LAS AVENTURAS DE LAS TROPAS BRITÁNICAS DURANTE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL
    Por Dominic Midgley

    Cuando estalló la guerra el 28 de julio de 1914, ya habían pasado trece años desde el fallecimiento de la reina Victoria. Sin embargo, el legado cultural y religioso de una de nuestras más formidables monarcas seguía vivo y coleando. La castidad antes del matrimonio era la norma y las personas apenas consideraban aceptable no “vestir” las patas del piano.

    La Gran Guerra se convirtió en el acontecimiento que dio el golpe de gracia a los valores victorianos. Más de cinco millones de tommies británicos sirvieron en el frente occidental y muchos de ellos tuvieron un despertar sexual que cambió a la sociedad británica para siempre. Esta revolución social es explorada totalmente por primera vez por el historiador Bruce Cherry en su nuevo libro, “No Querían Morir Vírgenes: Sexo y Moral en el Ejército en el Frente Occidental 1914 – 1918”.

    Al principio nuestros generales no se decidían sobre su deseo instintivo de imponer la moral sexual cristiana a las tropas – es decir, contemporizar con los cruzados morales del frente interno – y la necesidad de mantener la moral mientras las bombas llovían sobre las trincheras.

    Tal como escribió el gran estratega militar Clausewitz escribió, “la condición de la mente siempre ha sido la influencia más decisiva en las fuerzas empleadas en la guerra”. Cherry concluye que “el acceso al sexo era visto como una elemento contributivo esencial a la moral”.

    Sin embargo una cosa era adoptar una aproximación pragmática a la lujuria colectiva del ejército y otra muy distinta asegurarse que ésta no deviniera en una catastrófica epidemia de enfermedades venéreas.

    Medio siglo antes a que el gobierno introdujera la Ley de Enfermedades Contagiosas para combatir la epidemia de enfermedades venéreas entre las tropas acantonadas en guarniciones urbanas, una de cada tres hospitalizaciones se debía a causa de ETS.

    El panorama no pintaba bien por uno de los aspectos únicos de la Primera Guerra Mundial. En lugar de pasar relativamente rápido de pueblos a regiones de acuerdo al flujo y reflujo de la batalla como en los conflictos previos, desde diciembre de 1914 la batalla de Francia se había convertido en una guerra de sitio medieval.

    Cherry explica: “La zona de guerra de ambos bandos estaban inundadas de hombres jóvenes con la testosterona al límite quienes, cuando no estaban matándose unos a otro, tenían el enemigo común de matar el tiempo. Dado que viajar era difícil y muchos no podían ir a casa durante su permiso, entonces lo hacían localmente, engrosando el número de hombres sexualmente frustrados. Tenían un poco de dinero en sus bolsillos, y nada que gastar más que en alcohol y vicios”.

    A pesar de la indisposición para sancionar la prostitución, el alto mando estaba muy preocupado por la ETS pues los enfermos tenían que ser retirados de la línea del frente para recibir su tratamiento.


    En principio se optó por retener la paga y demorar los permisos y, hasta 1916, informar a las mujeres de las infidelidades de sus maridos. No obstante, se hizo evidente que era mejor prevenir antes que curar. Esto implicaba incidir en las causas de las ETS. La respuesta fue una red de prostíbulos regulados en los cuales la salud de las pupilas fuera monitoreada y se distribuyera condones a la tropa.

    Afortunadamente para los tommies cachondos, los franceses – a diferencias de los británicos – tenían una red de “casas de tolerancia” estrictamente regulados, con horas de trabajo y tarifario, y en donde las prostitutas estaban sometidas a inspecciones sanitarias.

    La demanda era tan alta que en dos años la red se expandió y se incorporaron a ella 137 nuevas casas en 35 pueblos a lo largo de Francia, la gran mayoría a lo largo de la línea del frente. Estas eran dirigidas principalmente por emprendedoras madams con la bendición del Ejército Británico, tras recibir muchas quejas de la población local contra los soldados de franco, quienes solían acosar a las mujeres.

    El burdel más notorio era el ubicado en Cayeux sur Mer, en la costa norte. Con un staff de 15 mujeres, el local recibía 360 clientes al día. El flujo era continuo gracias a la cercanía de un hospital de convalecencia que albergaba a 7,000 hombres como media. La población local se quejaba frecuentemente de las colas de soldados a las puertas del burdel.

    Entretanto, en París las prostitutas trabajan a destajo, 18 horas al día, con un promedio de servicios de 50 a 60 servicios diarios por trabajadora sexual. La más productiva de ellas se ganaba el título de “ametralladora”.

    La calidad de los burdeles variaba según el rango de los uniformados. Los oficiales tenían acceso a los locales de lámpara azul, mientras que la tropa de lámpara roja. Los primeros eran infinitamente superiores a los segundos. Según Cherry, “algunos locales tenían piano, salas de recibo y cuadros en las paredes, parecían clubs; en cambio los soldados debían contentarse con instalaciones más espartanas”.

    El entonces príncipe de Gales – el futuro Eduardo VIII – visitó un burdel en Calais con un grupo de oficiales en mayo de 1916. En esa ocasión el príncipe de 21 años sólo observó una presentación grupal de mujeres desnudas en diferentes poses. Posteriormente uno de sus edecanes contactaron con una joven y diestra prostituta francesa llamada Paulette en Amiens, con quien el príncipe perdió su virginidad”. Cherry observa: “Príncipe o mendigo, nadie quería morir virgen”.

    El estancamiento bélico cambió la demografía militar. En los primeros meses del conflicto el grueso de las tropas provenían del “Ejército de Kitchener”, voluntarios que habían respondido al llamado a las armas del secretario de Guerra, Lord Kitchener. El símbolo de aquella campaña era el poster donde el mariscal aparecía apuntando con el dedo y el texto, “Kitchener te necesita”.

    Estos reclutas eran jóvenes y, sorprendentemente, ingenuos. “Muchos de ellos eran solteros. Uno podría pensar que eran sexualmente activos y sin preocupaciones sobre las ETS y las consideraciones sociales, pero pensaban que el sexo era un tema de mayores o de hombres casados”, escribe Cherry.

    La introducción de la conscripción en 1916 la actitud hacia el sexo de los jóvenes cambió y hubo una apertura hacia los placeres de la carne. Quizás el mejor resumen del cambio de actitud y del valor del sexo en su experiencia bélica se encuentra en los versos de una canción popular a fines de la guerra:


    Venimos por negocios, no esperábamos diversión/
    Cuando llegamos a la Bella Francia/
    Te conocimos m’amoiselle/
    Hicimos nuestro trabajo y nos divertimos/
    Coqueteaste, bailaste y cantaste con nosotros/
    Nos enseñaste parlez – vous/
    La vida habría sido un asco/
    Si no hubieras estado tu allí
    .
     
    drais, 23 Feb 2016

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