Crónicas del Placer Don Pepe, un viejo gordo y libinidoso (Parte 08)

Tema en 'Relatos Eróticos Peruanos' iniciado por Salta Montes, 23 Abr 2024.

    Salta Montes

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    El sonido estridente y agudo de un vendedor de helados, anunciando su producto con entusiasmo exagerado, irrumpió en el tranquilo murmullo de la playa. Era una marca comercial muy conocida, y su cántico, acompañado por el tintineo del carrito, atravesó el aire cálido y llegó hasta nosotros.

    Mi esposo, que se había quedado dormido sobre la silla playera, abrió los ojos de golpe y se incorporó con un sobresalto. Observó a su alrededor, intentando ubicarse en medio del bullicio, y luego posó su mirada en mí, donde encontraba siempre la calma en medio del caos.

    —¿Qué fue eso? —preguntó, aún aturdido por el ruido.

    Le sonreí suavemente, señalando al vendedor que ahora se alejaba con su caravana de niños siguiéndole como un rebaño ansioso por un dulce premio.

    —Solo el heladero —respondí con una risita, mientras me acomodaba mis cabellos revueltos por el viento—. Parece que está teniendo un buen día de ventas.

    Mi esposo se relajó un poco y se frotó los ojos, todavía luchando por volver al presente desde el mundo de los sueños. Su expresión pasó de la sorpresa al alivio mientras se daba cuenta de que estábamos de vuelta en la playa, disfrutando del sol y la brisa marina.

    Mientras se recuperaba del sobresalto, me di cuenta de que el vendedor de helados había causado una pequeña conmoción entre los bañistas. Los niños corrían emocionados, arrastrando a sus padres con ellos, y el ambiente, que había sido sereno hace solo unos momentos, se llenó de risas y alegría. Fue un recordatorio de la vitalidad y la energía que el mar y el sol podían despertar, incluso en el más somnoliento de los días.

    Mi esposo se recostó nuevamente en su silla, cerrando los ojos por un instante antes de entreabrirlos para mirarme con cariño.

    —No se puede dormir ni un minuto aquí, ¿eh? —dijo con un tono burlón, pero con una sonrisa que lo iluminaba todo.

    Le devolví la sonrisa y asentí, agradecida de que el ruido y la agitación fueran solo un momento pasajero en un día que, a pesar de todo, estaba resultando ser inolvidable.

    La presencia de mi esposo, despierto y alerta, me devolvió la calma que tanto necesitaba. La playa, con su bullicio y su atmósfera vibrante, se había vuelto un lugar incómodo debido a la incesante mirada de Don Pepe, cuyo deseo insaciable me había agobiado más de lo que podía soportar.

    Mientras mi esposo se estiraba y bostezaba, como si el breve descanso lo hubiera rejuvenecido, yo disimuladamente miré hacia donde estaba Don Pepe. Lo vi recostado boca abajo sobre la arena, hundiendo su rostro en un intento desesperado por evitar la atención de mi esposo. Era como si su conducta descarada hubiera encontrado un límite, como si supiera que cualquier movimiento en falso podría ponerlo en evidencia.

    El alivio que sentí fue palpable. La playa recobró su tranquilidad, las risas de los niños y el murmullo de las olas me envolvieron como una manta cálida. Miré a mi esposo y sonreí, con la certeza de que él no tenía idea del peligroso juego que se desarrollaba a su alrededor.

    Don Pepe, con su descaro y su presencia incómoda, ahora estaba fuera de mi vista y fuera de mi mente. Me tomé un momento para disfrutar de la brisa marina y del sol acariciando mi piel. El mar, que antes había sido testigo de mis inquietudes, ahora parecía un refugio, un lugar donde podía sumergirme y dejar atrás las miradas indeseadas.

    Mi esposo, ajeno a todo, se inclinó hacia mí y dijo con tono juguetón:

    —¿Quieres otro chapuzón? El agua está perfecta.

    Asentí, encantada de dejar atrás cualquier rastro de incomodidad. La playa, después de todo, era nuestro lugar de descanso y diversión, y nada ni nadie debía arruinarlo. Así que me levanté, sacudí la arena de mis piernas y tomé la mano de mi esposo, lista para volver al mar y alejarnos, aunque fuera por un rato, de todo lo demás.

    A paso seguro y con la cabeza alta, caminé junto a mi esposo entre la multitud de personas que se relajaban en la playa, disfrutando del sol abrasador. Sentí las miradas furtivas de varios hombres mientras avanzaba con gracia por la arena. Mi bikini de dos piezas resaltaba mis curvas, y no pude evitar una pequeña sonrisa y satisfacción al notar cómo algunos intentaban disimular su interés mientras sus ojos seguían mis movimientos.

    El sujetador me quedaba un poco
    pequeño, y mis senos no encajaban del
    todo bien, lo que les daba un aspecto más
    grande y voluminosa, como si estuvieran a
    punto de salirse. La falta de espacio
    generaba una sutil tensión que parecía
    acentuar sus formas, llamando la atención
    de quienes pasaban cerca.

    La parte inferior, una braguita diminuta, se
    ajustaba demasiado a mis caderas y se
    metía entre mis grandes nalgas, por delante tapándome apenas el pubis, ésto creaba una apariencia sugestiva que no pasaba desapercibida para muchos hombres en la playa. Con cada paso que daba, sentía el roce incómodo pero inevitable, lo que añadía un toque de provocación a mi andar.

    Mientras me desplazaba por la arena, podía sentir las miradas de deseos de varios hombres, algunos incluso caminando en mi dirección para obtener una mejor vista. Era como si mi bikini, demasiado pequeño para mí, se convirtiera en un imán para las miradas furtivas y los pensamientos indiscretos.

    Esta atención no era nueva para mí, pero
    esa tarde en la playa, con el sol brillando
    intensamente y las olas rompiendo en la
    orilla, parecía tener un matiz diferente. La
    manera en que los ojos masculinos
    seguían cada curva de mi cuerpo, y la
    forma en que mi ropa de baño color carne se ceñía a mi piel, hacía que cada movimiento se sintiera más intenso, más provocador.

    Por un momento, me sentí poderosa y deseada. Consciente del efecto que tenía sobre los demás, pero esa sensación se mezclaba con la incomodidad de saber que las miradas de algunos hombres se volvían más atrevidas, más desafiantes.

    —Que rico sentir ésto —susurré tan despacio, durante el ensordecedor reventón de olas a mi alrededor.

    Y esa mezcla de sensaciones me dejó con una extraña combinación de confianza y
    vulnerabilidad, una dualidad que no podía
    ignorar mientras me desplazaba entre la
    multitud playera.

    Una vez sumergida en el agua, dejé que las olas suaves se llevaran mi preocupación por un instante, el frescor del mar era una bienvenida distracción. Sin embargo, un pensamiento cruzó mi mente como un relámpago:

    ¿Cómo es posible que Don Pepe esté también aquí, en esta playa? Me estremecí al preguntarme.

    El mar dejó de parecer tan acogedor y el ambiente, tan relajante. La idea de que ese hombre, con sus miradas descaradas y gestos obscenos, estuviera tan cerca de mí me hizo sentir vulnerable, como si una nube oscura se cerniera sobre esta radiante tarde en la playa.

    Volví la vista hacia mi esposo, que reía despreocupadamente mientras una ola más grande le salpicaba el rostro. Cada reventón de olas era como una explosión de alegría para nosotros. La emoción de verlas aproximarse, formando esas crestas blancas y brillantes, era simplemente irresistible. Nos zambullíamos justo antes de que rompieran, dejando que la fuerza del mar nos llevara con su energía tumultuosa. El sonido de las olas estrellándose contra la costa resonaba en el aire, llenando nuestros oídos con su poder natural.

    Nadar hasta que el agua nos cubriera completamente era una experiencia liberadora. Era como si, por un momento, el mundo desapareciera y solo quedáramos nosotros y el océano, en un abrazo acuático. A veces, nadábamos de un lado a otro, dejándonos llevar por la corriente suave, otras veces, luchábamos contra ella para mantenernos a flote.

    El agua fría y salada nos refrescaba la piel, eliminando el calor sofocante del sol. Sentíamos la brisa marina en el rostro mientras flotábamos, observando el horizonte y las gaviotas que volaban en círculos por encima de nuestras cabezas.

    En esos momentos, todo parecía perfecto, como si el tiempo se detuviera para nosotros. Nadar de un lugar a otro se convirtió en un acto meditativo, permitiéndonos desconectarnos del bullicio de la playa y sumergirnos en la paz del océano. Cada brazada, cada inmersión, nos traía un sentido de calma y relajación. La playa se volvía un lugar de renacimiento, donde cada reventón de olas nos hacía sentir vivos y conectados con algo mucho más grande que nosotros.

    Había momentos dentro del agua en que
    mi esposo se acercaba, sus brazos se
    deslizaban por mi cintura y luego bajaban
    lentamente hasta mis caderas,
    acariciando mis nalgas con suavidad. A
    través del agua, el tacto se volvía más
    intenso, más sensorial. Era como si el
    océano amplificara cada roce, cada toque,
    creando una especie de electricidad entre
    nosotros. A veces, mientras las olas nos
    mecían, sus manos ascendían hasta mis
    senos, y sus dedos se deslizaban con
    ternura. Para él, todo en mí era enorme, y
    su mirada reflejaba el deseo que le
    provocaba cada parte de mi cuerpo.

    Las risas y el juego se mezclaban con
    momentos de mayor intimidad. Mis
    manos, juguetonas, rozaban su truza de baño, y aunque el agua ofrecía cierta resistencia, sentí la evidencia de su excitación. La sensación era inconfundible, un recordatorio de la conexión que
    compartíamos, incluso en un lugar tan
    público como la playa. A nuestro alrededor, las olas seguían rompiendo con fuerza, creando un telón de fondo de sonidos y movimientos que parecía envolverse en una sinfonía de susurros y risas. La presencia de otras personas a nuestro alrededor hacía que estos instantes íntimos se sintieran aún
    más intensos, como si el mar nos otorgara
    una burbuja de privacidad en medio del
    bullicio general.

    El agua fría contrastaba con el calor de
    nuestros cuerpos, creando una atmósfera
    vibrante y estimulante. Nos permitía ser
    juguetones y atrevidos, mientras
    disfrutábamos de la libertad que el océano
    nos brindaba. Y en esos momentos, la
    playa dejaba de ser un lugar cualquiera; se
    convertía en nuestro refugio privado,
    donde podíamos explorar, conectar y
    disfrutar el uno del otro sin reservas.

    No quería arruinar nuestro día, pero la inquietud no me dejaba en paz. Miré a mi alrededor, intentando divisar a Don Pepe entre la multitud.

    ¿Estaba aquí por casualidad o me había seguido?

    Mientras me alejaba de la orilla para unirme a mi esposo, el sonido del mar y las risas de los niños no podían ahogar mi creciente ansiedad. Los pensamientos de qué significaba la presencia de Don Pepe en la misma playa que nosotros comenzaron a agitar mi mente, creando una tensión que no podía ignorar. A cada paso que daba hacia mi esposo, intentaba convencerme de que todo era una coincidencia, pero algo dentro de mí sabía que no era así. Y esa certeza me asustaba más de lo que quería admitir.

    Llegamos de vuelta a nuestras sillas
    playeras, con el sol aún brillando
    intensamente sobre la playa. Tomé mi
    pareo y comencé a secarme el cuerpo,
    dejando que la suave tela absorbiera el
    agua salada que goteaba de mi piel.
    Mientras hacía este simple acto, no pude
    evitar mirar alrededor con disimulo,
    buscando alguna señal de aquella
    voluminosa presencia masculina. Pero
    todo parecía normal; familias y parejas
    disfrutando del sol, niños corriendoy
    riendo, y el sonido del mar rompiendo
    contra la orilla. Sin embargo, una inquietud persistía en mi mente. Aunque no había rastros visibles de Don Pepe, algo en el ambiente me hacía sentir observada. Quizá era solo mi imaginación, pero no podía sacudirme la sensación de que él estaría cerca, escondido en algún luga, mirándome
    desde otro ángulo, con esos ojos que ya
    me habían causado tanto desconcierto. Volví a sentarme en mi silla, tratando de
    actuar con naturalidad, pero no podía
    evitar la tensión en mis hombros ni el
    repentino escalofrío que recorrió mi
    columna. Mi esposo, ajeno a mis
    pensamientos, hojeaba otra vez la revista deportiva sin prestar mucha atención al entorno. Yo, en cambio, estaba alerta, tratando de identificar cualquier señal de que Don Pepe estaba merodeando por la playa. El bullicio de las personas y el griterío de los vendedores ambulantes hacían difícil concentrarse, pero mi instinto seguía alerta, buscando entre las pllaya cualquier indicio de su presencia.

    Me acomodé en la silla, ocultando mi
    preocupación detrás de las gafas oscuras.
    A medida que el sol se movía por el cielo,
    me sentía cada vez más incómoda, como
    si el día soleado y la alegría a mi alrededor
    fueran solo una fachada para ocultar algo
    más oscuro. Había venido a la playa para
    disfrutar y relajarme, pero ahora
    encontraba en un estado de alerta
    constante, con la certeza de que algo
    estaba por suceder.

    GRACIAS POR LEER ESTA SUGESTIVA HISTORIA (NO OLVIDES DE HACER UN COMENTARIO Y DAR LIKE)

    CONTINUARÁ.
     
    Salta Montes, 23 Abr 2024

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